La conquista de la Península Ibérica por
los musulmanes (711-756) se caracterizó por su rapidez y facilidad. El
estado de descomposición en el que se encontraba el reino visigodo
hispánico, sumido en disputas internas, facilitó la tarea de los árabes,
quienes contaron además con la ayuda de algunos sectores de la
población visigoda.
A principios del año 710 los árabes se
hallaban establecidos en el norte de Marruecos, concluyendo la conquista
del Magreb central. El gobernador de Ifriquiya, Musa Ibn Nusayr,
decidió intentar la conquista del litoral peninsular sin consultar con
el califa omeya de Damasco.
Tras una primera expedición de reconocimiento, el lugarteniente de Musa, Tariq, formó un ejército de siete mil hombres en su mayoría beréberes. Ayudado por el exarca de la ciudad de Ceuta, el conde don Julián,
atravesó el estrecho en abril o mayo del 711. Poco después tuvo lugar
el primer enfrentamiento con las tropas del rey Rodrigo junto al río
Guadalete, al oeste de Tarifa, encuentro que finalizó con la derrota de
los visigodos. Quedaban abiertas las puertas para la conquista de
Andalucía.
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Estrecho de Gibraltar, vista desde Tarifa.
En las proximidades de Écija, una masa de población deseosa de
escapar a la servidumbre se unió a Tariq, mientras que los judíos
andaluces le prestaron también su apoyo. A principios de octubre del
711, Mugit se apoderó de la ciudad de Córdoba y poco después la capital
visigoda, Toledo, cayó sin ofrecer resistencia.
Musa Ibn Nusayr
pasó a la península en junio del 712 con un ejército de dieciocho mil
hombres, en su mayoría árabes. Tras conquistar Sevilla y Mérida, se
reunió con Tariq en Toledo y se dirigió a Zaragoza, cuya conquista
supuso la dominación del valle del Ebro. En el verano del 714, Musa y
Tariq fueron llamados por califa de Bagdad, al-Walid, dejando Hispania
conquistada casi en su totalidad.
Durante el mandato de Abd
al-Aziz (714-716), hijo de Musa Ibn Nusayr, los musulmanes prosiguieron
la conquista de las regiones subpirenaicas: tomaron Pamplona, Tarragona,
Barcelona, Gerona y Narbona. Además, Abd al-Aziz completó el dominio
del actual Portugal, pacificó Andalucía y se apoderó de la región de
Murcia.
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Baños árabes en el interior del convento de los capuchinos en Gerona.
Tras el asesinato de Abd al-Aziz se abrió un período
políticamente confuso (716-756), en el que se sucedieron en España una
serie de gobernadores (walíes) con poder delegado de Damasco.
Estos gobernadores se enfrentaron, por un lado, a sus compatriotas
árabes, divididos por la rivalidad entre los clanes qaysíes y yemeníes, y por otra, a sus súbditos beréberes del norte de la península, deseosos de deshacerse de la autoridad árabe.
En
el norte peninsular algunos representantes de la nobleza visigoda se
unieron a la población asturiana. En el 718 los nobles eligieron en
Cangas de Onís a un jefe, Pelayo,
que venció a los musulmanes en Covadonga hacia el año 722. Podemos
considerar este episodio como la primera manifestación de la resistencia
cristiana contra la invasión arábigo-beréber. Tras la muerte de Pelayo,
el monarca Alfonso I
(739-757) expandió el dominio asturiano, anexionándose Galicia, norte
de Portugal, la vertiente sur de la cordillera Cantábrica, el área de
Burgos, Álava, La Rioja y la comarca de la Bureba.
Durante el
período de los gobernadores se llevaron a cabo varias tentativas
infructuosas de extender el Islam hacia la Galia. La derrota musulmana
en Poitiers ante los francos de Carlos Martel en el 733 puso el punto final a las incursiones islámicas al norte de los Pirineos.
Los
árabes no impusieron la religión musulmana a las poblaciones de la
España recién conquistada; aquéllas pasaron a formar parte de las
"gentes del libro" (ahl al-kitab), es decir, de los adeptos a las
religiones reveladas. Al igual que las comunidades judías de las
localidades visigodas, los cristianos pudieron conservar el ejercicio de
su culto, aunque se convertían en tributarios (dimmíes), sujetos al pago de impuestos especiales.
Numerosos
habitantes de la península optaron por su conversión al Islam, lo que
les confería el disfrute del estatuto personal de los musulmanes de
nacimiento. Estos neomusulmanes formaron los núcleos más numerosos de la
población en el sur y este de la península y eran conocidos por el
nombre de muladíes (muwalladun). Quienes no quisieron adoptar la religión islámica fueron llamados mozárabes (musta'rib); a mediados del siglo VIII constituyeron las comunidades más numerosas y prósperas de Toledo, Córdoba, Sevilla y Mérida.
La
inmigración árabe se prolongó durante todo el siglo VIII. Al núcleo de
población más antiguo se unió un contingente de jinetes de las
circunscripciones militares de Siria (yundíes), comandados por el
general qaysí sirio Baly. Tomaron parte activa en las luchas internas
que dividían a los árabes en suelo ibérico y se instalaron en Córdoba,
asegurando la supremacía qaysí. Más tarde, se dio el título de baladiyyun o árabes instalados en el país a los que habían llegado con Musa Ibn Nusayr; el nombre de samiyyun o sirios fue reservado para designar a quienes arribaron con Baly y a sus descendientes.
Los
árabes se asentaron en las ciudades del bajo Guadalquivir, en el
litoral del sur peninsular, en los valles del Genil, Tajo y Ebro y en
las huertas del Levante.
Otro grupo étnico que desempeñó un papel
capital en la conquista es el de los beréberes. Se establecieron en las
zonas montañosas de la península, ocupando las tierras altas de la
meseta central. Eran numerosos en el Algarve, Extremadura, serranías de
Ronda y Málaga, en las dos vertientes de Sierra Nevada. Este mosaico de
gentes dio al poblamiento de al-Andalus un carácter original, aunque
constituyó a la larga un importante obstáculo para la unidad y
pacificación del país.
El emirato omeya de Córdoba (756-912)
La revolución abásida en Oriente había finalizado con la
eliminación de la mayor parte de la dinastía omeya. Algunos miembros de
esta familia lograron huir a occidente. El joven príncipe Abd al-Rahman
Ibn Mu'awiya, futuro Abd Al-Rahman I,
buscó refugio en el Magreb y, acompañado por el liberto Badr, fijó sus
ambiciones políticas en al-Andalus. A través de Badr, Abd al-Rahman
negoció su llegada con los clientes omeyas instalados en la península
ibérica.
Los clientes omeyas de Abd al-Rahman, apoyados en los
yemeníes que aspiraban a vengarse de los qaysíes, prepararon su paso a
la península. Establecido en la región de Elvira (Granada), Abd
al-Rahman reunió a su alrededor a numerosos yemeníes y beréberes. Se
hizo proclamar emir en Rayyo (provincia de Málaga), tras lo cual se
encaminó hacia Córdoba, donde se estableció en mayo del 756. Desde ese
momento comenzó una lucha para mantenerse el poder, llegando a un
delicado equilibrio entre las diferentes facciones enfrentadas de
al-Andalus.
Durante los treinta y dos años de su reinado
(756-788), Abd al-Rahmán I llevó a cabo una política de atracción y
consiguió que se trasladara a la península una nueva ola de inmigrantes.
Un numeroso grupo de omeyas de oriente y del Magreb vinieron con sus
clientes buscando refugio a al-Andalus, reforzando los apoyos del nuevo
emir.
Mediante la colocación de hombres fieles como gobernadores
de las ciudades importantes, Abd al-Rahman I se sintió lo
suficientemente asentado como para eliminar de los rezos diarios la
invocación al califa de Bagdad, sustituyéndola por una mención en su
propio favor. Otro síntoma del desarrollo de un sentimiento
independentista omeya es la reanudación de acuñaciones de moneda que no
llevaban el nombre del califa de Bagdad, sino tan sólo la fecha y lugar
de acuñación, al-Andalus.
Sabemos poco sobre cómo se logró
políticamente la consolidación del nuevo estado omeya. Sin duda, fue
útil el alejamiento geográfico entre al-Andalus y Bagdad. Abd al-Rahman
organizó además un ejército profesional gracias al reclutamiento de
mercenarios beréberes en el norte de África y esclavos eslavos, con el
fin de neutralizar el poder de los clanes árabes.
Abd al-Rahmán I
hubo de someter diversas revueltas, pero las más importantes fueron la
yemení del año 763, impulsada directamente por los abásidas de Bagdad y
encabezada por el jefe árabe al-Ala Ibn Mugith, seguida por otras en el
766 y 773 que pusieron en peligro el poder central.
Hubo
disidencias contra el poder de Abd al-Rahman I en el valle del Ebro. El
jefe yemení Sulayman al-Arabi escapó de Córdoba e intentó coordinar la
oposición al poder omeya de varios jefes árabes yemeníes de la Marca
(frontera) Superior hispánica. Esta agitación, de cronología poco
conocida, se vincula a la gran expedición de Carlomagno
a Zaragoza en el 778. Entre el 781 y el 783 los omeyas lograron la
sumisión de Zaragoza y atacaron los territorios cristianos ubicados al
oeste del valle del Ebro.
El poder omeya era el más sólido de los
poderes independientes asentados en el occidente musulmán durante esta
época. El prestigio de este linaje facilitó las cosas y, a la muerte de
Abd al-Rahmán, el segundo de sus hijos, Hisham, aseguró la línea
dinástica.
El reinado de Hisham I (788-796) fue relativamente
apacible. Se produjeron algunos movimientos de agitación yemení en la
parte oriental y en la Marca Superior, de escaso alcance y reprimidos
gracias a la acción de los Banu Qasi, familia muladí de origen visigodo
asentada en el valle de Ebro. Esta potente familia parece haber
desempeñado una función de intermediaria entre el poder omeya y unas
regiones, como Pamplona, que sólo nominalmente estaban sometidas a
Córdoba. Además, una revuelta beréber fue sometida en la zona de Ronda.
La
escasa presencia de problemas internos posibilitó las expediciones
anuales del emir Hisham contra el reino asturiano y el enclave franco de
Septimania.
A la muerte de Hisham le sucedió en el trono su hijo, al-Hakam I
(796-822). Este monarca se dedicó casi exclusivamente a reprimir las
revueltas organizadas por los beréberes, árabes y muladíes en las marcas
de Zaragoza, Toledo y Mérida. Mas la sublevación más importante fue la
denominada revuelta del arrabal de Córdoba, sangrientamente
reprimida y llevada a cabo en el 818 por un sector de población que
consideraba tiránica y poco acorde con las normas islámicas la política
del rey omeya.
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Baños árabes del museo provincial de Cáceres.
Durante el reinado de al-Hakam I se inició la mezcla de la
población andalusí y se continuó la política de relaciones con el norte
de África iniciada por su padre, que contribuyó a romper el aislamiento
político de al-Andalus.
Al-Hakam I dejó a su muerte un estado bastante organizado admistrativa y fiscalmente. Su hijo, Abd al-Rahman II
(822-852), hubo de luchar contra los francos de la Marca Hispánica (en
la actual Cataluña), los vascones de Pamplona y los Banu Qasi. Sin
embargo, el poder omeya logró conservar el control sobre el conjunto de
al-Andalus.
Se atribuye a Abd al-Rahman II una obra de refuerzo
del gobierno y la administración en el emirato de Córdoba, a imitación
del califato abásida de Bagdad, aumentando el número de funcionarios del
estado, jerarquizando los cargos y racionalizando la organización
fiscal y monetaria.
Los primeros decenios del siglo IX vieron
producirse en el occidente musulmán una evolución jurídico-religiosa
importante gracias al impulso de la escuela malikí, de Malik Ibn Anas,
discípulo de Mahoma, fallecido en Medina en el 795. Al-Andalus se
adhirió a esta doctrina, una de las cuatro interpretaciones ortodoxas de
la sunna (preceptos del profeta Mahoma). Se observa con ello un endurecimiento de la ortodoxia religiosa en el mundo musulmán.
Durante la mayor parte del reinado del hijo y sucesor de Abd al-Rahman II, el emir Muhammad I
(852-886), continuó la tendencia según la cual la Hispania musulmana se
fue convirtiendo en un estado rico y bien administrado pese a su
complejidad étnica y religiosa, que consolidó la autoridad del poder
central. Ello se puso de manifiesto en el aumento continuado del número
de emisiones monetarias, en la regularidad de la percepción de los
impuestos y en una capacidad militar que permitió reprimir la disidencia
interior y frenar el avance de los reinos cristianos.
Los reinados de al-Mundir Ibn Muhamad (886-888) y Abd Allah (888-912) se enmarcan en un período de crisis.
A
fines del siglo IX, aproximadamente desde el año 880, e inicios del X,
hay un cambio de coyuntura. Se produce una ruptura manifiesta con la
tendencia anterior, observada en la caída del número de acuñaciones de
monedas, en el surgimiento de nuevas y más amenazantes revueltas locales
(como la de Zamora o la del malagueño Ibn Hafsun) y en la
desorganización político-administrativa del emirato, que conlleva la
fragmentación del poder central y la aparición de poderes locales de
tendencia independentista.
La crisis de fines del IX ha sido
interpretada desde perspectivas diversas, tal vez complementarias:
crisis profunda del poder central en un país islamizado y arabizado,
pero fragmentado en distintas células autónomas unas respecto a otras y
todavía organizadas según modelos tribales; crisis de crecimiento del
poder omeya y del estado por él creado, que debe enfrentarse a las
resistencias que suscita su reforzamiento tanto en el entorno tribal
arábigo-beréber como entre la población autóctona prefeudal.
Pierre
Guichard ha definido la formación socio-política andalusí como una
sociedad tributaria, en la que una estructura estatal de tipo musulmán
se superpone a comunidades rurales y urbanas relacionadas con el estado
por el pago de impuesto o tributo, sin que hubiera apropiación masiva de
tierras por una aristocracia cuyos medios de vida dependían en gran
medida de la recaudación fiscal.
Manuel Acién afirma que en la
sociedad tributaria definida por Guichard se produciría, a fines del
siglo IX, la ruptura de un difícil equilibrio logrado, coincidiendo el
reforzamiento del estado, el aumento de la presión fiscal, el
descontento de la población, tanto aristocrática como sojuzgada, y la
crisis de las solidaridades tribales.
El califato de Córdoba (929-1031)
El período crítico que se desarrolla a
caballo entre los siglos IX y X,no terminó con el poder omeya, que logró
mantenerse hasta su restauración por Abd al-Rahman III
(912-961), nieto del emir Abd Allah. Con él, al-Andalus conoció un
período de esplendor que culminó con la proclamación del califato
independiente de Córdoba.
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Mezquita de Córdoba.
Abd al-Rahman III se dedicó a una labor pacificadora,
terminando con las tensiones existentes en el territorio
hispanomusulmán, y a restablecer la autoridad real, gravemente
debilitada en el reinado anterior. En el 929, a semejanza de sus
antecesores los omeyas de Damasco, adoptó el título de califa y de
príncipe de los creyentes, uniendo a su nombre el honorífico de al-Nasir li-din i Ilah ('el que combate victoriosamente por la religión de Allah').
El
primer califa omeya reimpuso su poder en las marcas fronterizas del
reino, especialmente en la Marca Superior, donde la familia árabe de los
Banu Tuyib conservaba su independencia, dedicándose de pleno a tareas
organizativas en el interior. La administración central fue
racionalizada, reduciéndose el número de visires a cuatro; la
administración provincial será rígidamente controlada desde Córdoba y
extremadamente móvil, manifestándose un movimiento constante de
nombramientos y revocaciones, lo que impedirá la formación de poderes
locales fuertes y perdurables.
Respecto a la política exterior,
Abd al-Rahman III consiguió sacar ventajas de las luchas de sucesión en
el territorio asturleonés tras la muerte de Ramiro II. Ordoño III, rey de León,
pagará un impuesto a Abd al-Rahman y Sancho I, rey de Pamplona, hubo de
acudir a la corte cordobesa a rendir homenaje al califa.
En
Marruecos, Abd al-Rahman III puso fin a la influencia del califato
fatimí, cuyas ambiciones respecto a al-Andalus le preocupaban. Además,
ocupó Melilla en el 927 y Ceuta en el 931, anexionó Tánger en el 951 y
creó un protectorado omeya en el norte y centro del Magreb. Por último,
estableció relaciones oficiales con el emperador de Bizancio, Constantino VII, con el germánico Otón I y con el conde franco de Barcelona.
A Abd al-Rahman III le sucedió su hijo, al-Hakam II
(961-976). Ilustrado y bibliófilo, este monarca consiguió, apoyado en
un ejército permanente central, controlar el norte de África y los
reinos cristianos, frenando los intentos de León, Castilla y Navarra de
afirmar su independencia. Junto a ello, el hieratismo de las ceremonias
oficiales desarrolladas en Madinat al-Zahira y la continuidad en la
política de nombramientos y destituciones constantes del personal
gubernamental, contribuyen a dar una impresión de grandeza del poder
califal andalusí, confirmada por los cronistas árabes medievales.
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Puerta de Al Hakem II de la mezquita de Córdoba.
El reinado del califa Hisham II (976-1009) está marcado en buena medida por el ascenso del hayib (una especie de "mayordomo de palacio") Muhammad Ibn Abu Amir, el futuro al-Mansur
('el Victorioso'). Perteneciente a la dinastía de los amiríes,
al-Mansur (el Almanzor de las crónicas cristianas) ostentará el poder
efectivo y llevará al califato omeya a un punto de florecimiento sin
igual.
Muhammad se aseguró el control del ejército,
reorganizándolo a base de reclutar contingentes beréberes y mercenarios
cristianos, con lo que redujo a la impotencia al joven califa. Por otro
lado, llevó a cabo una represión de la oposición y sus clientelas y
practicó una política netamente conservadora de los valores
tradicionales.
De la actividad exterior de al-Mansur destacan las
sucesivas campañas llevadas a cabo contra los territorios cristianos
hispánicos, llegando a destruir Santiago de Compostela en el 997. Otro
aspecto fue la ampliación y consolidación de las posiciones cordobesas
en el Magreb occidental, estableciendo gobernadores amiríes en las
ciudades ocupadas.
El año 1002 murió al-Mansur, en la cumbre de su poder. En el 991 había transferido el título de hayib
a su hijo Abd al-Malik y la sucesión en el cargo se efectuó sin
problemas. Al igual que su padre, realizó grandes expediciones contra
los territorios cristianos de León, Castilla o Cataluña.
Al-Mansur
hubo de reprimir con dureza diversos movimientos de oposición al poder
de los amiríes, como el complot urdido en el año 1006 por el visir árabe
Ibn al-Qatta. En el fondo de la cuestión latía la contradicción
fundamental entre el poder efectivo de los amiríes, en constante
aumento, y el poder legítimo de los omeyas, reducido a un mero símbolo
pero al que siguió unido una antigua aristocracia árabe que temía perder
sus privilegios con los nuevos advenedizos.
Fallecido Abd
al-Malik en el año 1008 y en circunstancias poco claras, le sustituyó en
el poder amirí su hermano, Abd al-Rahman Sanyul (o Sanchuelo,
pues era hijo de al-Mansur y de una hija de Sancho Garcés Abarca, rey de
Pamplona). Careció del sentido político de sus antecesores y provocó
una catástrofe política a comienzos del año 1009 que marcó el inicio de
la caída del califato de Córdoba. En este momento se vieron reflejadas
las profundas debilidades de un complejo estado que no permitió a la
sociedad andalusí resistir el empuje reconquistador de los reinos
cristianos del norte.
Los mercenarios beréberes introducidos por
al-Mansur se habían convertido en un partido enfrentado a los árabes
andalusíes. Las medidas adoptadas por Abd al-Rahman pronto le hicieron
impopular: se hizo nombrar heredero de la corona por Hisham II en el
1008, hecho inaceptable por la tradición sunní del califato, ya que los
amiríes, pese a ser árabes, no pertenecían a la tribu del Profeta (la de
Quraysh), de la que debían proceder los califas; además, exigió a los
dignatarios del gobierno la adopción de modos de vida y vestimenta
beréberes.
La aristocracia omeya tuvo la ocasión de sublevarse,
llevando a cabo la revolución de Córdoba de febrero del 1009, en la que
Abd al-Rahman fue ejecutado. Hisham II abdicó y, a partir de ese
momento, el reino de Córdoba atravesó un período de agitación en el que
se enfrentaron diversos pretendientes omeyas al trono, precipitando la
disgregación de la autoridad califal.
Durante las disputas
políticas transcurridas a lo largo de la segunda década del siglo XI, el
poder central cordobés quedó exhausto y la administración efectiva en
manos de diferentes jefes locales. El más importante de todos ellos era
el de los tuyibíes de Zaragoza, donde se fundó una dinastía hereditaria,
constituyéndose el primer reino taifa verdadero.
Los
representantes de las grandes familias cordobesas decidieron suprimir de
forma definitiva el califato omeya en el año 1031. A partir de ese
momento, la ciudad de Córdoba y su territorio serían administrados por
un consejo de notables, poniéndose fin a la serie de soberanos que
habían gobernado en al-Andalus desde la restauración omeya en occidente.
Estructura socio-económica en la época emiral y califal
Las relaciones sociales jugaron un papel importante en la época
del emirato y califato, aunque nuestro conocimiento del sistema es
deficiente. En el mundo urbano predominaban los pequeños artesanos
libres, muy diversificados en cuanto a los sectores productivos. La mano
de obra esclava, casi exclusivamente de origen europeo, tenía un papel
económico menor, insertada fundamentalmente en el ámbito doméstico o en
pequeños talleres familiares.
La multiplicidad de centros urbanos
en el al-Andalus altomedieval, su prosperidad y sobrepoblación causaron
viva impresión en los viajeros y cronistas de la época. Los componentes
esenciales de las ciudades hispanomusulmanas se basaban en la tradición
oriental: un barrio central, de negocios (madina) situado en las
proximidades de la Gran Mezquita. En la periferia, una línea de
murallas, de cuyas puertas partían vías axiales que confluían en el
núcleo; y una serie de barrios residenciales secundarios, con calles de
tortuoso trazado, donde vivía la mayoría de la población.
Cada
categoría profesional tenía sus emplazamientos de fabricación y venta
fijados en algún barrio. La mayoría de los oficios se hallaban agrupados
en la madina. Había también núcleos comerciales secundarios,
periféricos, en los que los habitantes podían efectuar sus compras sin
necesidad de desplazarse. Los comercios de lujo se agrupaban en bazares.
El comercio mayorista estaba monopolizado por los vendedores a comisión (yallas),
quienes recibían de los fabricantes o los importadores los objetos
manufacturados que vendían por cuenta propia. Los comerciantes al mayor
depositaban sus mercancías en unos almacenes llamados funduq; en ellos se procedía, además, a la subasta de los cereales y otros productos agrícolas.
En
el mundo rural, las estructuras sociales de tipo tribal parecen
identificarse con los núcleos de población beréber, asentados
fundamentalmente en algunas regiones del Tajo y del Guadiana, como en
Mérida. En cuanto a los árabes, se observa una evolución ascendente de
importantes familias que vienen a sustituir a los linajes muladíes en
progresivo declive.
Las opiniones sobre el campesinado andalusí
han derivado desde una concepción que lo consideraba liberado
jurídicamente de la condición servil pero sometido a una férrea
dominación económica de los grandes terratenientes y a la dura presión
fiscal del estado, a otra visión en la que predominan comunidades
campesinas (yamaat), propietarias de tierras pero, a la vez, no
exentas de relaciones de explotación económica. Hubo, además, un sector
de arrendatarios u obreros agrícolas que trabajaban, en condiciones
variables, grandes y medianas propiedades que pertenecían a los grupos
dirigentes urbanos.
Tal y como nos muestran sus tratados de
agronomía, los árabes de al-Andalus adquirieron conocimientos
edafológicos y avanzadas técnicas de laboreo que mejoraron la
productividad. Distinguían a la perfección entre las tierras de secano (ba'l) y las de regadío (saqy).
Las primeras estaban fundamentalmente dedicadas al cultivo de cereales,
trigo y cebada, y de leguminosas, judías, habas y garbanzos. Se
cultivaba trigo y cebada en Aragón, en Tudela, Toledo y, en Andalucía,
en Ecija, Jaén, Úbeda, Baeza y Lorca.
En tiempo de los omeyas se
extendió considerablemente el cultivo del olivo, con los célebres
olivares del Aljarafe, al oeste de Sevilla. Al-Andalus exportaba aceite
de oliva a través de la cuenca mediterránea, tanto al Magreb como a
Oriente. Además, en la zona de secano de al-Andalus los viñedos crecían
al pie de las laderas olivareras.
La fertilidad del suelo de
regadío conlleva la profusión de huertas en la España musulmana.
Maestros de la técnica hidráulica agrícola, aprovecharon los sistemas de
riego heredados de los romanos y se inspiraron, además, en técnicas
asiáticas. El sistema de riego más sencillo consistía en redes de
acequias (saqiya) por las que discurría el agua de los ríos aprovechando los desniveles del suelo.
El
correcto aprovechamiento de los recursos acuíferos explica la variedad
de los cultivos hortícolas, como los melones y sandías, pepinos,
espárragos, calabacines y berenjenas, a los que deben añadirse numerosas
especies de árboles frutales: manzanos y cerezos en Granada, perales en
el valle del Ebro, almendros en Denia, granados en Málaga y Elvira,
higueras en Almuñécar, Málaga y Sevilla.
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Patio de los Naranjos. Mezquita. Córdoba.
Los árabes aclimataron en al-Andalus algunos productos
exóticos, como el arroz, conocido ya en el período califal del siglo X.
El naranjo se cultivó originalmente como arbusto decorativo y se
extendió por toda la franja litoral andaluza durante la Baja Edad Media.
La caña de azúcar se introdujo en la época de Abd al-Rahman I,
extendiéndose desde Valencia hasta la desembocadura del Guadalquivir.
Palmares en la zona de Elche, plantas aromáticas y medicinales, plantas
textiles, como el algodón de Sevilla y Guadix y el lino, a orillas del
Genil, y morera para la cría del gusano de seda, en Ronda y Granada,
completan la producción agrícola andalusí.
La ganadería ocupa un
apartado importante en la economía de al-Andalus. Mulas y asnos son los
animales de tiro por excelencia, mientras que el caballo lo es de monta.
La aparición del camello se remonta al período omeya, y era empleado
como animal de carga y transporte. Los bueyes se utilizaban para las
labores del campo en las grandes explotaciones rurales.
En el
al-Andalus omeya abundaba el ganado ovino, siendo especialmente
apreciado el de la sierra de Guadarrama. Se ha debatido ampliamente el
tema de la existencia o no de una trashumancia a la que pudiera
remontarse la que surgirá en los territorios dominados por los
cristianos. El cerdo, aunque prohibido su consumo por el Islam, no faltó
en las tierras altas durante el califato, así como la cría de pollos,
pichones, ocas y abejas.
Las instituciones
En los comienzos de la conquista musulmana, los gobernadores que
se sucedieron en al-Andalus y cuya dependencia de los califas de
Damasco era cada vez más teórica, impusieron en la península Ibérica y a
escala reducida los cuadros administrativos de la Siria de los omeyas.
En el año 716 la capitalidad fue transferida de Sevilla, excesivamente
periférica, a Córdoba, donde quedó centralizado el gobierno.
Con
Abd al-Rahman I la simple provincia del imperio musulmán se transformó
en principado independiente. El monarca tenía un poder absoluto, pero
nunca adoptó otros títulos que los de rey y emir, a los que añadía el
nombre de hijo de califas. Abd al-Rahman III se intituló califa y
príncipe de los creyentes, imponiéndose como jefe temporal y espiritual.
Presidía la oración solemne de los viernes, juzgaba en última
instancia, monopolizaba la acuñación de monedas, en las que grababa su
propio nombre, y decidía sobre el gasto público. El califa era, además,
generalísimo de los ejércitos y dirigía la política exterior.
En
la Córdoba omeya de los siglos IX y X, la ceremonia de investidura se
desarrollaba siguiendo la tradición oriental: se prestaba juramento de
fidelidad solemne al soberano cuando accedía al trono y a veces también
al heredero cuando era designado. Según los cronistas andaluces, los
omeyas nombraban en vida a sus sucesores, sin respetar la primogenitura.
Hasta
mediados del siglo X, los signos externos de soberanía fueron bastante
discretos, siguiendo la tradición de la corte omeya de Damasco. No
parece que portasen corona; el soberano se sentaba en un trono durante
las recepciones, sosteniendo un báculo en su mano. La insignia suprema
de soberanía era el sello real, anillo de oro que llevaba grabada la
divisa del monarca, por lo general una corta inscripción: Abd al-Rahman
acepta el decreto de Allah.
La ostentación y el fausto fueron un
signo exterior de soberanía a partir del reinado de Abd al-Rahman II. A
semejanza de los monarcas abbasíes, rara vez el monarca se presentaba en
público, estando reguladas las audiencias y recepciones por una
etiqueta rigurosa.
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Ruinas de Medina Azahara. Córdoba.
El hayib, chambelán o jefe de la casa civil del
soberano, era el encargado de guardar la puerta del monarca y no
permitir la entrada más que a las visitas concertadas. Este maestro de
ceremonias careció de importancia durante el reinado del primer omeya,
pero su dignidad fue pronto superior a la del wazir o "visir", título otorgado a consejeros que ayudaban al monarca en tareas administrativas y gubernamentales. El hayib,
elegido entre los visires, llegará a ser un primer ministro, sometiendo
a su autoridad a los secretarios y visires, e incluso dirigirá las
expediciones militares.
La marcha de los asuntos civiles del
estado estuvo en manos de la cancillería o administración central, bajo
la autoridad del soberano y, en su ausencia, del hayib. Este conjunto de oficinas (diwan),
agrupadas en el interior del palacio califal, incluía a numerosos
agentes, formando un personal jerarquizado. Su jefe era un oficial
cualificado, de rango elevado que ostentaba la dignidad y cobraba el
salario de un visir.
La administración de la hacienda pública se
hallaba a las órdenes de un secretario que llevaba el registro de los
ingresos y gastos. Las rentas, conocidas en al-Andalus con el nombre
genérico de yibaya, estaban constituidas por los impuestos
legales y por las tasas extraordinarias, cuyo importe podía variar de un
año a otro. Además, hay que distinguir entre los impuestos pagados por
los musulmanes y los ingresos procedentes de los gravámenes sobre los
pueblos tributarios.
Según la legislación musulmana, todo creyente debe pagar una limosna legal (sadaqa), consistente en la entrega a la comunidad de la décima parte (zakat)
de la cosecha, rebaños o mercancías. Este diezmo, pagado en especie,
constituyó en origen el único ingreso del estado, pero pronto se unió a
él, entre los pueblos tributarios, su equivalente en forma de tasa
personal de capitación (yizya).
En las tierras que habían
llegado a ser sojuzgadas mediante tratado de capitulación, quienes
pertenecían a religiones reveladas ("gentes del libro") como cristianos y
judíos, conservaban el usufructo de sus dominios pero pagaban un
impuesto anual sobre la tierra (jaray). Los territorios
conquistados por las armas se consideraban botín de guerra y sus
habitantes pagaban sumas fijadas por el soberano.
Los impuestos
extraordinarios eran muy impopulares. Exigibles en determinadas épocas
prefijadas del año fiscal, eran en ocasiones perdonados, como
consecuencia de las malas cosechas u otros factores que incidieran
negativamente en la economía. Entre ellos destacaba la taqwiya, correspondiente al pago de una suma destinada a la dotación de equipo y manutención de un soldado.
La organización provincial del califato omeya se remontaba al siglo VIII y se basaba en la circunscripción provincial o cora (kura), cuya capital era casi siempre una ciudad de cierta importancia en la que residía el gobernador (wali).
La división en coras tenía como base la situación existente en la
península antes de la llegada de los árabes, ya que en la mayoría de los
casos cada cora correspondía a una diócesis cristiana de la época
visigoda.
La judicatura, cargo de enorme prestigio en al-Andalus,
obtenía la función de administrar justicia por delegación del soberano.
El juez principal de una ciudad o qadi era un funcionario
religioso y jurista con experiencia, al frente de otros funcionarios con
similar cometido. Había un qadi en cada capital de cora y en las
marcas.
El sistema monetario califal se basa en la pieza denominada dirham.
Podía ser de oro, plata o cobre. Las de oro eran, por lo general, de un
módulo inferior a las de plata, pero más gruesas. Su peso medio
oscilaba entre los 2,83 y 3,11 gramos y la ley, tanto para el oro como
para la plata, no debía ser elevada.
La fundación de la primera
ceca se remonta, según los cronistas andalusíes, a la época de Abd
al-Rahman II, en Córdoba, pero las acuñaciones fueron decayendo en
número progresivamente, utilizándose el trueque o monedas de acuñación
norteafricana u orientales. Abd al-Rahman III hizo renovar la antigua
casa de la moneda, ordenando que se batiesen con su nombre los primeros
dinares de oro (piezas fragmentarias del dirham).
Con la caída de la dinastía omeya,
al-Andalus se convirtió en un conglomerado de ciudades-estado. Las
diferentes familias árabes y beréberes se hicieron fuertes en diversos
puntos de la geografía andalusí, adoptando posturas de independencia. No
existían unas fronteras fijas, muchas de las ciudades cambiaron de
dueño con frecuencia y, según el cronista Inan, podían reconocerse unos
veinte reinos, aunque resulta prácticamente imposible determinarlo con
precisión....Es el principio de los reinos de taifas.Pero este ya es otro tema...
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http://www.enciclonet.com/articulo/espanna-historia-de-711-1492/