viernes, 22 de noviembre de 2019

EL SISTEMA FEUDAL Y SU ORGANIZACION



 El feudalismo es la forma de organización política, social y económica que caracterizó principalmente la Edad Media europea, basada en un sistema de relaciones de dependencia entre diferentes individuos. Esta mínima definición sólo persigue recoger en sentido amplio lo que comúnmente puede entenderse por ese proceso histórico, complejo y heterogéneo, que es el feudalismo; sin embargo, el debate teórico sobre este concepto y su alcance, tanto espacial como temporal, ha sido enconado ya desde la historiografía del siglo XIX y a lo largo del siglo XX.
Tradicionalmente, se han establecido dos posturas básicas en torno al feudalismo y, en mayor o menor medida, las múltiples definiciones dadas para el mismo se alinean junto a una o a otra. No obstante, en el estudio del tema y, sobre todo en las últimas décadas, las diferencias se van limando por parte de los historiadores, que tratan de dar una visión de conjunto de la sociedad, evitando divisiones netas en las múltiples facetas que pueden observarse.
Simplificando los diferentes planteamientos, puede decirse que uno de los enfoques dados al estudio del feudalismo es el llamado institucionalista, de orientación jurídico-política, más restringido; el otro, de orientación socioeconómica, más amplio. El primero considera el feudalismo como un sistema institucional que establece una relación de dependencia entre señor y vasallo, relación de base jurídica y militar y que afecta, por tanto, sólo a las clases dirigentes, constituidas por hombres libres. En dicho sistema, se establecía una obligación de fidelidad por parte de un hombre libre hacia otro, de su misma clase, pero de jerarquía superior, que era “señor” del primero. Dicha obligación, contraída por juramento en la ceremonia del homenaje, iba acompañada de la prestación de servicios por parte del vasallo, normalmente de carácter militar y también de asesoramiento o consejo, los denominados auxilium y consilium. Por su parte, el señor otorgaba un beneficio al vasallo, denominado feudo, que generalmente consistía en tierras e, incluso, cargos. Algunos autores (visiblemente influidos por la historiografía francesa) se refieren a este sistema de relaciones feudo-vasalláticas que gira en torno al feudo con el término feudalidad ("féodalité" en francés).
Frente a este enfoque restrictivo, la segunda visión antes mencionada parte de la corriente historiográfica llamada materialismo histórico y define el feudalismo como un “modo de producción”, en el que se establecía una relación de dependencia entre el propietario de la tierra y el productor, es decir, entre señor y campesino; en este caso, se originaba una obligación económica por la que los campesinos dependientes debían trabajar las tierras de los señores y, además, contribuir con los excedentes de sus pequeñas parcelas, que sólo poseían en usufructo pero de las que no eran propietarios. Esta concepción hace hincapié, pues, en los aspectos socioeconómicos de la organización medieval, y considera la gran propiedad territorial como la unidad de producción fundamental; en otras palabras, dicho sistema se había producido en el contexto de una sociedad agrícola y rural, en la que el eje de la organización feudal no era el feudo sino el régimen de dependencia señorial. Para los primeros, habría una neta distinción entre el sistema feudal, basado en las relaciones señor-vasallo, y el sistema señorial, basado en las relaciones señor- campesino, aunque ambos se dieran a la vez y se entrecruzaran, como afirmaba Sánchez Albornoz. Para los segundos, en cambio, ambos estarían fundidos, hasta el punto de considerar, como en el caso de Marc Bloch, que precisamente el régimen señorial sería el elemento esencial de la sociedad feudal, siendo, además, la relación de servidumbre de los campesinos con respecto a los señores la relación más genuina y típicamente feudal.
Los defensores de la concepción restringida, denominada comúnmente institucionalista, entre cuyos representantes puede citarse a Friedrich L. Ganshof, Joseph R. Strayer, Claudio Sánchez Albornoz o Luis García de Valdeavellano, el feudalismo, aunque tuvo sus precedentes en los siglos de la Antigüedad Tardía y Alta Edad Media, se conformó y tuvo su apogeo entre los siglos X al XIII en el área del imperio carolingio, correspondiente a los territorios francoalemanes, aunque se extendió fundamentalmente por Europa occidental, especialmente en la zona de Cataluña e Inglaterra, si bien aquí con características especiales. Para los defensores de la concepción amplia, de base socieconómica, como Marc Bloch, Maurice Dobb, Pierre Vilar o los españoles Abilio Barbero y Marcelo Vigil, aunque se admite que el feudalismo tuvo su apogeo y desarrollo en la misma época señalada, se hace un mayor hincapié en su proceso de formación en los siglos anteriores y se considera que tuvo un mayor alcance geográfico: así, al menos para algunos autores como Pierre Bonnassie y Pierre Toubert, el desarrollo adquirido en el sur de Europa, no sólo en Cataluña, sino en el resto de España o en Italia, sería mucho mayor que en Francia y Alemania. Pero lo que, sobre todo, caracteriza a estos autores del enfoque socioeconómico, es que la pervivencia, alcance y las características más definitorias del feudalismo, como son las relaciones señores-campesinos, se extenderían prácticamente por toda Europa hasta fines del siglo XVIII o principios del XIX, es decir, hasta la caída del Antiguo Régimen y hasta que, en definitiva, lo que iba a ser el modo de producción capitalista sustituyó al feudal, después de un tiempo de transición entre ambos que puede situarse entre los siglos XVI al XVIII.
Autores como Jacques Le Goff y Georges Duby en Francia, en el ámbito de la historia de las mentalidades, Rodney Hilton en Inglaterra, o Julio Valdeón en España, aunque partiendo de la segunda concepción mencionada que arranca del materialismo histórico, han aproximado ambas posturas y han establecido líneas de trabajo que toman como punto de partida una concepción global de la organización de la sociedad medieval que contempla los diversos aspectos que configuraron la Europa feudal. La distinción entre feudo y señorío puede mantenerse en sus sentidos más restringidos y no debe equipararse, pero ambos ejes del sistema feudal y señorial son realidades de una misma sociedad, cuyo análisis independiente comporta una visión parcializada y distorsionada del conjunto. Como ponen de manifiesto Barbero y Vigil, "a través de esta distinción, se presenta la realidad social de una manera dislocada". La necesidad de un estudio global puede verse reflejada también en las consideraciones de estos autores: "Precisamente una concepción unitaria y orgánica de la sociedad, pero también dinámica y contradictoria, articulada por un sistema de relaciones de dependencia, desde lo económico a lo político, eliminaría muchas de las sutiles distinciones y problemas artificales que se han creado en torno a la sociedad feudal".


De entre los múltiples factores que pueden considerarse como definidores de la situación vivida en la zona occidental del Imperio desde los siglos IV al X, algunos de ellos contienen los elementos claves para la aparición del feudalismo como forma de organización social a partir del primer milenio. La progresiva ruina del Imperio romano, especialmente tras la crisis del s.III d.C. y las transformaciones que tuvieron lugar en todo el ámbito territorial de la misma al hacer su presencia en ella los pueblos bárbaros constituyen la base lejana y primera de la formación del feudalismo. A lo largo de los últimos siglos de su existencia, el Bajo Imperio romano sufrió una crisis abierta, tanto política como social y económica; el poder imperial se debilitó progresivamente hasta que, ante la presión cada vez mayor de los distintos pueblos germánicos en sus fronteras y dentro de ellas, terminó por fragmentarse defintivamente cuando cayó el último emperador romano, Rómulo Augústulo (que ni siquiera era reconocido por Bizancio), en el año 476. Los territorios del antiguo Imperio de Occidente pasaron a ser controlados por los llamados pueblos bárbaros: francos, ostrogodos, visigodos... y se configuraron así nuevas realidades políticas. Pero estos pueblos sufrieron un indudable proceso de aculturación y romanización que hizo que perviviesen elementos propios del mundo romano y que la sociedad se transformase lentamente. Los cambios que se habían operado en el mundo romano continuaron y, en gran medida, se aceleraron con la nueva situación política, no sólo en las épocas de lucha abierta y de asentamiento de estos pueblos, sino cuando éste ya se había producido de forma definitiva. Junto a la debilidad del poder político, hay que señalar una ruralización cada vez mayor de la sociedad, el declive tanto de las ciudades como del comercio y la consiguiente expansión de los dominios territoriales rurales, las diversas crisis económicas que condujeron al empobrecimiento de los campesinos y a una bipolarización de la sociedad en dos clases fundamentales, la de los posesores de la tierra y la de los productores o trabajadores de la misma, a pesar de que el régimen esclavista, aunque en retroceso, se mantuviese con diversos altibajos. Precisamente en la desaparición o mantenimiento de dicho régimen se halla una de las diatribas más importantes en el debate historiográfico, pues para los que siguen el concepto restringido del feudalismo el número de esclavos sólo disminuyó, aunque siguió estando presente como articulación socioeconómica. Por el contrario, para los partidarios del concepto amplio del feudalismo, la existencia o no de esclavos no influyó para que el modo de producción esclavista fuese sustituido por el modo de producción feudal, puesto que la base de la economía se había desplazado de uno a otro modo; es evidente que aún en épocas más tardías hubo esclavos en Europa, pero fueron más bien dentro del ámbito doméstico. Lo que ya no se volvió a encontrar en el continente fueron las grandes explotaciones agrarias cultivadas por esclavos, pues el trabajo en la tierra fue organizado mediante vínculos feudales.
A lo largo de los siglos IV al VIII estas circunstancias mínimamente presentadas se generalizaron en el ámbito de Occidente y contienen en sí muchos de los elementos que darán lugar a la formación del feudalismo. En época carolingia, durante los siglos IX y X, estos elementos se perfilaron aún con mayor nitidez, hasta el punto de que no sólo puede afirmarse que el feudalismo estaba plenamente constituido en los territorios carolingios en esta última centuria, sino que ya desde los siglos anteriores puede hablarse de las fases iniciales del mismo. Ello es debido a que, como se ha indicado, no se trata simplemente de una forma política, social y económica que se dio en un momento concreto, sino que fue un auténtico proceso histórico complejo desarrollado a lo largo de siglos que fue configurándose y alcanzó a todas las formas de vida y a la propia mentalidad. Por eso, sin pretender extender el feudalismo a las dilatadas coordenadas espaciotemporales que proponen algunos estudiosos, puede decirse, en términos restringidos, que tuvo su apogeo en Europa occidental entre los siglos X al XIII lo que puede denominarse como feudalismo clásico; pero, a la vez, puede afirmarse que comenzó a desarrollarse en los siglos anteriores y que persistió aún durante los siglos XIV al XV.
El primer rasgo definitorio del feudalismo fue, como señala Georges Duby, “la descomposición de la autoridad monárquica”. En efecto, ya durante los siglos V al VIII esta debilidad -observable también en los últimos momentos del Imperio romano- se hizo patente en las monarquías de los pueblos germánicos. Los reyes vieron su poder amenazado en múltiples ocasiones por luchas nobiliarias y familiares; conseguir el trono y el control dependía en buena medida de la estabilidad política de un rey y su fuerza frente a una nobleza cada vez más poderosa, que no dudaba en arrebatárselo mediante traición o luchas armadas. Por ejemplo, en el caso de la Hispania visigoda se sucedieron las conjuras y deposiciones de reyes, especialmente en el siglo VII. Incluso existe constancia de muchas de ellas que no llegaron a consumarse, como las rebeliones de Witerico (después rey) contra Recaredo o del duque (dux) Paulo de la Septimania contra Wamba, pero que reflejan, si no una debilidad absoluta del poder político real, sí al menos la creciente fuerza de los grupos de nobles y las luchas por el poder, circunstancia que fue calificada en la Crónica del llamado pseudo-Fredegario como “la enfermedad de los godos” (morbus gothorum). Por este motivo, los reyes se rodeaban de clientelas fieles, los llamados fideles, que les prestaban juramento de lealtad y contraían una obligación militar y de vasallaje permanente.


La formación del Imperio carolingio no deja de ser, en última instancia, la ascensión al trono de una familia noble procedente de la región de Austrasia que consiguió el poder desde su rango de mayordomo de palacio de la corte merovingia, como lo había sido el iniciador de la misma, Pipino de Landen, en el siglo VII. Pero, al igual que ocurrió en la corte visigoda o en la merovingia, los dirigentes de esta dinastía, ya desde Carlos Martel o el propio Carlomagno, necesitaban del apoyo de los nobles para poder gobernar, por lo que se procuraban “fieles”, es decir, vasallos que les jurasen fidelidad. A cambio, el rey les otorgaba beneficios, tierras y cargos palatinos. A pesar de que la época de Carlomagno o la llamada Renovatio Imperii de Otón I supusieron un fortalecimiento de la monarquía y el intento de una reconstrucción imperial, la realidad demostró que la debilidad del poder seguía existiendo. Carlomagno se sirvió de las relaciones feudovasalláticas para sustentar su poder, pero básicamente lo que hizo, como ocurría en general con todas las monarquías, fue incluir ésta en el entramado feudal, constituyéndose en la cima de la pirámide de toda la sociedad. El rey terminó por ser el primus inter pares, es decir, el primero de los señores feudales, con lo que su poder real no dejaba de estar en la misma categoría de los demás aunque fuera el principal.
 
Precisamente esta relación de vasallaje es otra de las características distintivas del feudalismo (cuando no la más fundamental, desde la postura institucionalista según se ha indicado), ya que esta obligación contraída entre el rey y sus vasallos se dio entre señores poderosos y otros inferiores, que se ponían bajo la protección de los primeros, los obedecían y los ayudaban militarmente y, a cambio, obtenían un beneficio (feudo), generalmente tierras. El aumento de prestigio y poder (siempre en alza) de la aristocracia y el enriquecimiento de los señores y sus dominios territoriales, frente a la debilidad política de las monarquías y la delegación cada vez mayor que hacían de los poderes públicos, hizo que se multiplicasen las relaciones de dependencia entre distintos individuos libres. De este modo, las relaciones feudo-vasalláticas se dieron entre los individuos de la clase poderosa, de los guerreros, entre hombres libres y sus “señores”. Estas relaciones afectaban, pues, a un sector reducido de la sociedad y puede decirse que se habían producido tanto en el mundo romano como entre los pueblos germánicos. En efecto, durante la Antigüedad Tardía confluyeron dos tradiciones distintas. Una de ellos es la encomendatio romana, es decir, el clientelismo. Ya en el Bajo Imperio se había desarrollado a diferentes niveles sociales. Unos eran hombres libres que se ponían bajo la protección de otros más poderosos y superiores, incluso del propio emperador; otros, en un ámbito más general, pequeños propietarios rurales que se cobijaban en los grandes propietarios al amparo de la seguridad que podían ofrecerles en épocas conflictivas y en momentos de crisis económicas a las que no podían hacer frente. Esta situación generaba una obligación personal entre el señor que otorgaba una protección (patrocinium) y el protegido o cliente, que debía mostrarle obediencia y respeto. El señor otorgaba una donación gratuita a su cliente (beneficium). La otra tradición fue la del comitatus de origen germánico, relaciones de dependencia personal de carácter militar entre hombres guerreros en torno a un jefe, cuya recompensa por su fidelidad era, originariamente, la promesa del botín de guerra. Aunque distintas en su origen y desarrollo, ambas terminaron por ser dos aspectos de una misma realidad: la expansión de relaciones de dependencia entre individuos que terminó por abarcar todos los ámbitos de la vida. En otras palabras, este tipo de relaciones articuló progresivamente el tejido social, ya fuese entre individuos de una misma clase, la de los señores, ya fuese entre individuos de distinta clase, la de éstos frente a la mayoría de la población.
Pero este hecho no puede, por otra parte, desligarse de los mencionados factores socioeconómicos, hasta el punto de que las relaciones entre señores y vasallos, es decir, entre hombres libres de las elites sociales, corrieron paralelas a las que se crearon entre señores y campesinos, claras relaciones de dependencia económica de los segundos hacia los primeros, pero que, con el paso del tiempo, fueron también jurídicas, políticas, fiscales, etc.
En los siglos V al VIII, los grandes dominios territoriales eran los que constituían la forma básica de propiedad y el eje de articulación de una sociedad fuertemente ruralizada y con una cada vez más clara división en dos grupos. En efecto, en esta nueva etapa las antiguas clases senatoriales y aristocráticas romanas mantuvieron su fuerza y prestigio y poco a poco se fueron fusionando con las aristocracias germánicas, de origen fundamentalmente militar, dando lugar a una clase poderosa y rica, propietaria de los grandes dominios territoriales, los potentiores, frente al resto de la población, pequeños propietarios, pero, sobre todo, campesinos dependientes y colonos, los humiliores, que, aunque cada vez más empobrecidos, aún mantenían su status jurídico de hombres libres frente a los esclavos.
Por otro lado, en la misma clase de los poderosos quedaba incluida la Iglesia, que no sólo mantuvo la posición que alcanzó ya en época romana, desde que el cristianismo pasó a ser religión oficial, sino que la consolidó e incrementó cuando se produjo la conversión al catolicismo de los diferentes pueblos godos; este hecho trajo consigo una progresiva integración de las jerarquías eclesiásticas dentro de la clase dirigente, a la vez que un aumento considerable de su ya rico patrimonio, motivado por diversas donaciones y adquisiciones, y que también contó con campesinos dependientes de sus dominios y siervos. A esto hay que añadir los grandes beneficios que obtuvo la Iglesia con la inmunidad, especialmente en la zona franca, ya desde el siglo VI, con lo que quedaba exenta de obligaciones para con el Estado (no así los habitantes de sus dominios, que pagaban a los inmunistas a través de los procuradores) y tenía también el derecho judicial, que constituía una importante fuente de ingresos. En época de Carlomagno, esta inmunidad era prácticamente total para todas las iglesias y monasterios carolingios.


Las otras formas de propiedad, las pertenecientes a pequeños propietarios libres, eran los alodios. Aunque mantenían algunos privilegios frente a los campesinos dependientes, como ser juzgados por tribunales públicos, su difícil situación económica, debida a las cargas fiscales y tributos, hizo que paulatinamente fuesen desapareciendo, ya que muchos se veían obligados a entregarlos a los grandes propietarios y convertirse en colonos.
Los dominios territoriales se vieron incrementados y perfectamente definidos en los ámbitos europeos del mundo carolingio durante los siglos IX y X y se convirtieron en señoríos rurales al conseguir tener dominio sobre los campesinos no sólo económico, sino jurídico y fiscal. Aunque quizá no de forma tan claramente establecida, pero de similares características, esta consolidación del poder de la aristocracia frente al campesinado también se dio en otras zonas, como Inglaterra, Lombardía, Cataluña, e incluso en el resto de la Hispania no controlada por los árabes. Según se deduce de la documentación carolingia, especialmente de la legislación imperial y los registros de contabilidad eclesiásticos conocidos como Polípticos, en estos dominios señoriales se hallaban por un lado las reservas, que incluían las residencias señoriales y todas sus dependencias, las llamadas cortes, las tierras cultivadas o sin cultivar, incluidas las iglesias que muchos de estos señoríos habían construido dentro de la propiedad. En el lado contrario estaban los mansos o tenencias, pequeñas parcelas cedidas en usufructo a los campesinos que las cultivaban. A cambio de ello estos prestaban servicios a los señores en las tierras de reserva y pagaban rentas por los mansos de que disponían.
Esta situación condujo inevitablemente a la bipolarización de la sociedad, según se ha mencionado. Contribuyó a ello, también, la tendencia a la desaparición del modo de producción esclavista propio de la sociedad romana. Precisamente otro de los elementos definitorios de la formación del feudalismo fue el paso de este modo esclavista al de las relaciones de dependencia del señorío y el campesinado típicas de la organización feudal. A pesar de la legislación coercitiva de todos estos siglos, a pesar también de que incluso la Iglesia se mostraba abiertamente esclavista y ella misma era propietaria de esclavos, la masa de esclavos fue disminuyendo lentamente a causa de diversos factores: falta de adquisición de nuevos contigentes conseguidos como botín de guerra, menor desarraigo social al ser esclavos procedentes de zonas próximas o, especialmente, campesinos libres reducidos a la condición de esclavos por razones económicas, pero, sobre todo, igualación cada vez mayor en los recursos y nivel de vida entre esclavos y campesinos dependientes. Todo ello derivó en la preferencia por el trabajo de campesinos libres, más eficaces, de mayor movilidad para el cultivo de mansos alejados de las reservas y mejores para la obtención de mayor beneficio para los señores por el trabajo de campesinos y esclavos manumitidos que pagan sus contribuciones por los mansos. Estos y otros factores contribuyeron a que el modo esclavista, con altibajos, retrocesos y avances, fuese desapareciendo progresivamente.



Así pues, en estos siglos se formó una fuerte aristocracia fundiaria, laica y eclesiástica, que estableció relaciones de dependencia económica con la clase de los humiliores. Esta situación no sólo se consolidó aún más claramente en época carolingia (donde la dependencia alcanzó a todos los otros ámbitos sociales, políticos, jurídicos y militares), sino que, incluso, se justificó ideológicamente por parte de los intelectuales, casi siempre eclesiásticos, del momento. Así se definió el nuevo orden feudal, que, como explica Duby, se basó en dos clases sociales pero en tres órdenes que se ajustaban a la realidad económica: la Iglesia, es decir, los oratores, encargados de rezar por la salvación de todos; los que guerrean y protegen a todos, es decir, los bellatores, y por último los que trabajan para mantener a unos y otros, esto es, los campesinos, los laboratores. Algunos textos medievales son tremendamente elocuentes en este sentido, como los seleccionados por Julio Valdeón en su libro El feudalismo. Entre ellos el del clérigo franco del siglo X, Adalberón de Laon, que dice: "El orden eclesiástico forma un solo cuerpo, pero la división de la sociedad comprende tres órdenes. La ley humana distingue otras dos condiciones, los nobles y los siervos. Los nobles son los guerreros, los protectores de las iglesias. Defienden a todo el pueblo, a grandes y a pequeños. La otra clase es la de los siervos. Esta raza de desgraciados no posee nada, si no es a costa de muchos sacrificios. Así pues, la Ciudad de Dios es en realidad triple. Unos oran, otros combaten y otros trabajan".






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