El feudalismo es la forma de
organización política, social y económica que caracterizó principalmente
la Edad Media europea, basada en un sistema de relaciones de
dependencia entre diferentes individuos. Esta mínima definición sólo
persigue recoger en sentido amplio lo que comúnmente puede entenderse
por ese proceso histórico, complejo y heterogéneo, que es el feudalismo;
sin embargo, el debate teórico sobre este concepto y su alcance, tanto
espacial como temporal, ha sido enconado ya desde la historiografía del
siglo XIX y a lo largo del siglo XX.
Tradicionalmente, se han
establecido dos posturas básicas en torno al feudalismo y, en mayor o
menor medida, las múltiples definiciones dadas para el mismo se alinean
junto a una o a otra. No obstante, en el estudio del tema y, sobre todo
en las últimas décadas, las diferencias se van limando por parte de los
historiadores, que tratan de dar una visión de conjunto de la sociedad,
evitando divisiones netas en las múltiples facetas que pueden
observarse.
Simplificando los diferentes planteamientos, puede
decirse que uno de los enfoques dados al estudio del feudalismo es el
llamado institucionalista, de orientación jurídico-política, más
restringido; el otro, de orientación socioeconómica, más amplio. El
primero considera el feudalismo como un sistema institucional que
establece una relación de dependencia entre señor y vasallo, relación de
base jurídica y militar y que afecta, por tanto, sólo a las clases
dirigentes, constituidas por hombres libres. En dicho sistema, se
establecía una obligación de fidelidad por parte de un hombre libre
hacia otro, de su misma clase, pero de jerarquía superior, que era
“señor” del primero. Dicha obligación, contraída por juramento en la
ceremonia del homenaje, iba acompañada de la prestación de servicios por
parte del vasallo, normalmente de carácter militar y también de
asesoramiento o consejo, los denominados auxilium y consilium.
Por su parte, el señor otorgaba un beneficio al vasallo, denominado
feudo, que generalmente consistía en tierras e, incluso, cargos. Algunos
autores (visiblemente influidos por la historiografía francesa) se
refieren a este sistema de relaciones feudo-vasalláticas que gira en
torno al feudo con el término feudalidad ("féodalité" en francés).
Frente a este enfoque restrictivo, la segunda visión antes mencionada parte de la corriente historiográfica llamada materialismo histórico
y define el feudalismo como un “modo de producción”, en el que se
establecía una relación de dependencia entre el propietario de la tierra
y el productor, es decir, entre señor y campesino; en este caso, se
originaba una obligación económica por la que los campesinos
dependientes debían trabajar las tierras de los señores y, además,
contribuir con los excedentes de sus pequeñas parcelas, que sólo poseían
en usufructo pero de las que no eran propietarios. Esta concepción hace
hincapié, pues, en los aspectos socioeconómicos de la organización
medieval, y considera la gran propiedad territorial como la unidad de
producción fundamental; en otras palabras, dicho sistema se había
producido en el contexto de una sociedad agrícola y rural, en la que el
eje de la organización feudal no era el feudo sino el régimen de
dependencia señorial. Para los primeros, habría una neta distinción
entre el sistema feudal, basado en las relaciones señor-vasallo, y el
sistema señorial, basado en las relaciones señor- campesino, aunque
ambos se dieran a la vez y se entrecruzaran, como afirmaba Sánchez Albornoz. Para los segundos, en cambio, ambos estarían fundidos, hasta el punto de considerar, como en el caso de Marc Bloch,
que precisamente el régimen señorial sería el elemento esencial de la
sociedad feudal, siendo, además, la relación de servidumbre de los
campesinos con respecto a los señores la relación más genuina y
típicamente feudal.
Los defensores de la concepción restringida, denominada comúnmente institucionalista,
entre cuyos representantes puede citarse a Friedrich L. Ganshof, Joseph
R. Strayer, Claudio Sánchez Albornoz o Luis García de Valdeavellano, el
feudalismo, aunque tuvo sus precedentes en los siglos de la Antigüedad
Tardía y Alta Edad Media, se conformó y tuvo su apogeo entre los siglos X
al XIII en el área del imperio carolingio, correspondiente a los
territorios francoalemanes, aunque se extendió fundamentalmente por
Europa occidental, especialmente en la zona de Cataluña e Inglaterra, si
bien aquí con características especiales. Para los defensores de la
concepción amplia, de base socieconómica, como Marc Bloch, Maurice Dobb,
Pierre Vilar o los españoles Abilio Barbero
y Marcelo Vigil, aunque se admite que el feudalismo tuvo su apogeo y
desarrollo en la misma época señalada, se hace un mayor hincapié en su
proceso de formación en los siglos anteriores y se considera que tuvo un
mayor alcance geográfico: así, al menos para algunos autores como
Pierre Bonnassie y Pierre Toubert, el desarrollo adquirido en el sur de
Europa, no sólo en Cataluña, sino en el resto de España o en Italia,
sería mucho mayor que en Francia y Alemania. Pero lo que, sobre todo,
caracteriza a estos autores del enfoque socioeconómico, es que la
pervivencia, alcance y las características más definitorias del
feudalismo, como son las relaciones señores-campesinos, se extenderían
prácticamente por toda Europa hasta fines del siglo XVIII o principios
del XIX, es decir, hasta la caída del Antiguo Régimen y hasta que, en
definitiva, lo que iba a ser el modo de producción capitalista sustituyó
al feudal, después de un tiempo de transición entre ambos que puede
situarse entre los siglos XVI al XVIII.
Autores como Jacques Le Goff y Georges Duby
en Francia, en el ámbito de la historia de las mentalidades, Rodney
Hilton en Inglaterra, o Julio Valdeón en España, aunque partiendo de la
segunda concepción mencionada que arranca del materialismo histórico,
han aproximado ambas posturas y han establecido líneas de trabajo que
toman como punto de partida una concepción global de la organización de
la sociedad medieval que contempla los diversos aspectos que
configuraron la Europa feudal. La distinción entre feudo y señorío
puede mantenerse en sus sentidos más restringidos y no debe
equipararse, pero ambos ejes del sistema feudal y señorial son
realidades de una misma sociedad, cuyo análisis independiente comporta
una visión parcializada y distorsionada del conjunto. Como ponen de
manifiesto Barbero y Vigil, "a través de esta distinción, se presenta la realidad social de una manera dislocada". La necesidad de un estudio global puede verse reflejada también en las consideraciones de estos autores: "Precisamente
una concepción unitaria y orgánica de la sociedad, pero también
dinámica y contradictoria, articulada por un sistema de relaciones de
dependencia, desde lo económico a lo político, eliminaría muchas de las
sutiles distinciones y problemas artificales que se han creado en torno a
la sociedad feudal".
De entre los múltiples factores que pueden considerarse como
definidores de la situación vivida en la zona occidental del Imperio
desde los siglos IV al X, algunos de ellos contienen los elementos
claves para la aparición del feudalismo como forma de organización
social a partir del primer milenio. La progresiva ruina del Imperio
romano, especialmente tras la crisis del s.III d.C. y las
transformaciones que tuvieron lugar en todo el ámbito territorial de la
misma al hacer su presencia en ella los pueblos bárbaros constituyen la
base lejana y primera de la formación del feudalismo. A lo largo de los
últimos siglos de su existencia, el Bajo Imperio romano sufrió una
crisis abierta, tanto política como social y económica; el poder
imperial se debilitó progresivamente hasta que, ante la presión cada vez
mayor de los distintos pueblos germánicos en sus fronteras y dentro de
ellas, terminó por fragmentarse defintivamente cuando cayó el último
emperador romano, Rómulo Augústulo (que ni siquiera era reconocido por
Bizancio), en el año 476. Los territorios del antiguo Imperio de
Occidente pasaron a ser controlados por los llamados pueblos bárbaros:
francos, ostrogodos, visigodos... y se configuraron así nuevas
realidades políticas. Pero estos pueblos sufrieron un indudable proceso
de aculturación y romanización que hizo que perviviesen elementos
propios del mundo romano y que la sociedad se transformase lentamente.
Los cambios que se habían operado en el mundo romano continuaron y, en
gran medida, se aceleraron con la nueva situación política, no sólo en
las épocas de lucha abierta y de asentamiento de estos pueblos, sino
cuando éste ya se había producido de forma definitiva. Junto a la
debilidad del poder político, hay que señalar una ruralización cada vez
mayor de la sociedad, el declive tanto de las ciudades como del comercio
y la consiguiente expansión de los dominios territoriales rurales, las
diversas crisis económicas que condujeron al empobrecimiento de los
campesinos y a una bipolarización de la sociedad en dos clases
fundamentales, la de los posesores de la tierra y la de los productores o
trabajadores de la misma, a pesar de que el régimen esclavista, aunque
en retroceso, se mantuviese con diversos altibajos. Precisamente en la
desaparición o mantenimiento de dicho régimen se halla una de las
diatribas más importantes en el debate historiográfico, pues para los
que siguen el concepto restringido del feudalismo el número de esclavos
sólo disminuyó, aunque siguió estando presente como articulación
socioeconómica. Por el contrario, para los partidarios del concepto
amplio del feudalismo, la existencia o no de esclavos no influyó para
que el modo de producción esclavista fuese sustituido por el modo de
producción feudal, puesto que la base de la economía se había desplazado
de uno a otro modo; es evidente que aún en épocas más tardías hubo
esclavos en Europa, pero fueron más bien dentro del ámbito doméstico. Lo
que ya no se volvió a encontrar en el continente fueron las grandes
explotaciones agrarias cultivadas por esclavos, pues el trabajo en la
tierra fue organizado mediante vínculos feudales.
A lo largo de los siglos IV al VIII
estas circunstancias mínimamente presentadas se generalizaron en el
ámbito de Occidente y contienen en sí muchos de los elementos que darán
lugar a la formación del feudalismo. En época carolingia, durante los
siglos IX y X, estos elementos se perfilaron aún con mayor nitidez,
hasta el punto de que no sólo puede afirmarse que el feudalismo estaba
plenamente constituido en los territorios carolingios en esta última
centuria, sino que ya desde los siglos anteriores puede hablarse de las
fases iniciales del mismo. Ello es debido a que, como se ha indicado, no
se trata simplemente de una forma política, social y económica que se
dio en un momento concreto, sino que fue un auténtico proceso histórico
complejo desarrollado a lo largo de siglos que fue configurándose y
alcanzó a todas las formas de vida y a la propia mentalidad. Por eso,
sin pretender extender el feudalismo a las dilatadas coordenadas
espaciotemporales que proponen algunos estudiosos, puede decirse, en
términos restringidos, que tuvo su apogeo en Europa occidental entre los
siglos X al XIII lo que puede denominarse como feudalismo clásico;
pero, a la vez, puede afirmarse que comenzó a desarrollarse en los
siglos anteriores y que persistió aún durante los siglos XIV al XV.
El primer rasgo definitorio del feudalismo fue, como señala Georges Duby, “la descomposición de la autoridad monárquica”.
En efecto, ya durante los siglos V al VIII esta debilidad -observable
también en los últimos momentos del Imperio romano- se hizo patente en
las monarquías de los pueblos germánicos. Los reyes vieron su poder
amenazado en múltiples ocasiones por luchas nobiliarias y familiares;
conseguir el trono y el control dependía en buena medida de la
estabilidad política de un rey y su fuerza frente a una nobleza cada vez
más poderosa, que no dudaba en arrebatárselo mediante traición o luchas
armadas. Por ejemplo, en el caso de la Hispania visigoda se sucedieron
las conjuras y deposiciones de reyes, especialmente en el siglo VII.
Incluso existe constancia de muchas de ellas que no llegaron a
consumarse, como las rebeliones de Witerico (después rey) contra Recaredo o del duque (dux) Paulo de la Septimania contra Wamba,
pero que reflejan, si no una debilidad absoluta del poder político
real, sí al menos la creciente fuerza de los grupos de nobles y las
luchas por el poder, circunstancia que fue calificada en la Crónica del
llamado pseudo-Fredegario como “la enfermedad de los godos” (morbus gothorum). Por este motivo, los reyes se rodeaban de clientelas fieles, los llamados fideles, que les prestaban juramento de lealtad y contraían una obligación militar y de vasallaje permanente.
La formación del Imperio carolingio no deja
de ser, en última instancia, la ascensión al trono de una familia noble
procedente de la región de Austrasia que consiguió el poder desde su
rango de mayordomo de palacio de la corte merovingia, como lo había sido
el iniciador de la misma, Pipino de Landen,
en el siglo VII. Pero, al igual que ocurrió en la corte visigoda o en
la merovingia, los dirigentes de esta dinastía, ya desde Carlos Martel o el propio Carlomagno,
necesitaban del apoyo de los nobles para poder gobernar, por lo que se
procuraban “fieles”, es decir, vasallos que les jurasen fidelidad. A
cambio, el rey les otorgaba beneficios, tierras y cargos palatinos. A
pesar de que la época de Carlomagno o la llamada Renovatio Imperii de Otón I
supusieron un fortalecimiento de la monarquía y el intento de una
reconstrucción imperial, la realidad demostró que la debilidad del poder
seguía existiendo. Carlomagno se sirvió de las relaciones
feudovasalláticas para sustentar su poder, pero básicamente lo que hizo,
como ocurría en general con todas las monarquías, fue incluir ésta en
el entramado feudal, constituyéndose en la cima de la pirámide de toda
la sociedad. El rey terminó por ser el primus inter pares, es
decir, el primero de los señores feudales, con lo que su poder real no
dejaba de estar en la misma categoría de los demás aunque fuera el
principal.
Precisamente esta relación de vasallaje
es otra de las características distintivas del feudalismo (cuando no la
más fundamental, desde la postura institucionalista según se ha
indicado), ya que esta obligación contraída entre el rey y sus vasallos
se dio entre señores poderosos y otros inferiores, que se ponían bajo la
protección de los primeros, los obedecían y los ayudaban militarmente
y, a cambio, obtenían un beneficio (feudo), generalmente tierras. El
aumento de prestigio y poder (siempre en alza) de la aristocracia y el
enriquecimiento de los señores y sus dominios territoriales, frente a la
debilidad política de las monarquías y la delegación cada vez mayor que
hacían de los poderes públicos, hizo que se multiplicasen las
relaciones de dependencia entre distintos individuos libres. De este
modo, las relaciones feudo-vasalláticas se dieron entre los individuos
de la clase poderosa, de los guerreros, entre hombres libres y sus
“señores”. Estas relaciones afectaban, pues, a un sector reducido de la
sociedad y puede decirse que se habían producido tanto en el mundo
romano como entre los pueblos germánicos. En efecto, durante la
Antigüedad Tardía confluyeron dos tradiciones distintas. Una de ellos es
la encomendatio romana, es decir, el clientelismo. Ya en el Bajo
Imperio se había desarrollado a diferentes niveles sociales. Unos eran
hombres libres que se ponían bajo la protección de otros más poderosos y
superiores, incluso del propio emperador; otros, en un ámbito más
general, pequeños propietarios rurales que se cobijaban en los grandes
propietarios al amparo de la seguridad que podían ofrecerles en épocas
conflictivas y en momentos de crisis económicas a las que no podían
hacer frente. Esta situación generaba una obligación personal entre el
señor que otorgaba una protección (patrocinium) y el protegido o cliente, que debía mostrarle obediencia y respeto. El señor otorgaba una donación gratuita a su cliente (beneficium). La otra tradición fue la del comitatus
de origen germánico, relaciones de dependencia personal de carácter
militar entre hombres guerreros en torno a un jefe, cuya recompensa por
su fidelidad era, originariamente, la promesa del botín de guerra.
Aunque distintas en su origen y desarrollo, ambas terminaron por ser dos
aspectos de una misma realidad: la expansión de relaciones de
dependencia entre individuos que terminó por abarcar todos los ámbitos
de la vida. En otras palabras, este tipo de relaciones articuló
progresivamente el tejido social, ya fuese entre individuos de una misma
clase, la de los señores, ya fuese entre individuos de distinta clase,
la de éstos frente a la mayoría de la población.
Pero este hecho
no puede, por otra parte, desligarse de los mencionados factores
socioeconómicos, hasta el punto de que las relaciones entre señores y
vasallos, es decir, entre hombres libres de las elites sociales,
corrieron paralelas a las que se crearon entre señores y campesinos,
claras relaciones de dependencia económica de los segundos hacia los
primeros, pero que, con el paso del tiempo, fueron también jurídicas,
políticas, fiscales, etc.
En los siglos V al VIII, los grandes
dominios territoriales eran los que constituían la forma básica de
propiedad y el eje de articulación de una sociedad fuertemente
ruralizada y con una cada vez más clara división en dos grupos. En
efecto, en esta nueva etapa las antiguas clases senatoriales y
aristocráticas romanas mantuvieron su fuerza y prestigio y poco a poco
se fueron fusionando con las aristocracias germánicas, de origen
fundamentalmente militar, dando lugar a una clase poderosa y rica,
propietaria de los grandes dominios territoriales, los potentiores, frente al resto de la población, pequeños propietarios, pero, sobre todo, campesinos dependientes y colonos, los humiliores, que, aunque cada vez más empobrecidos, aún mantenían su status jurídico de hombres libres frente a los esclavos.
Por
otro lado, en la misma clase de los poderosos quedaba incluida la
Iglesia, que no sólo mantuvo la posición que alcanzó ya en época romana,
desde que el cristianismo pasó a ser religión oficial, sino que la
consolidó e incrementó cuando se produjo la conversión al catolicismo de
los diferentes pueblos godos; este hecho trajo consigo una progresiva
integración de las jerarquías eclesiásticas dentro de la clase
dirigente, a la vez que un aumento considerable de su ya rico
patrimonio, motivado por diversas donaciones y adquisiciones, y que
también contó con campesinos dependientes de sus dominios y siervos. A
esto hay que añadir los grandes beneficios que obtuvo la Iglesia con la inmunidad,
especialmente en la zona franca, ya desde el siglo VI, con lo que
quedaba exenta de obligaciones para con el Estado (no así los habitantes
de sus dominios, que pagaban a los inmunistas a través de los
procuradores) y tenía también el derecho judicial, que constituía una
importante fuente de ingresos. En época de Carlomagno, esta inmunidad
era prácticamente total para todas las iglesias y monasterios
carolingios.
Las otras formas de propiedad, las pertenecientes a pequeños propietarios libres, eran los alodios.
Aunque mantenían algunos privilegios frente a los campesinos
dependientes, como ser juzgados por tribunales públicos, su difícil
situación económica, debida a las cargas fiscales y tributos, hizo que
paulatinamente fuesen desapareciendo, ya que muchos se veían obligados a
entregarlos a los grandes propietarios y convertirse en colonos.
Los
dominios territoriales se vieron incrementados y perfectamente
definidos en los ámbitos europeos del mundo carolingio durante los
siglos IX y X y se convirtieron en señoríos rurales al conseguir tener
dominio sobre los campesinos no sólo económico, sino jurídico y fiscal.
Aunque quizá no de forma tan claramente establecida, pero de similares
características, esta consolidación del poder de la aristocracia frente
al campesinado también se dio en otras zonas, como Inglaterra,
Lombardía, Cataluña, e incluso en el resto de la Hispania no controlada
por los árabes. Según se deduce de la documentación carolingia,
especialmente de la legislación imperial y los registros de contabilidad
eclesiásticos conocidos como Polípticos, en estos dominios señoriales se hallaban por un lado las reservas, que incluían las residencias señoriales y todas sus dependencias, las llamadas cortes,
las tierras cultivadas o sin cultivar, incluidas las iglesias que
muchos de estos señoríos habían construido dentro de la propiedad. En el
lado contrario estaban los mansos o tenencias, pequeñas
parcelas cedidas en usufructo a los campesinos que las cultivaban. A
cambio de ello estos prestaban servicios a los señores en las tierras de
reserva y pagaban rentas por los mansos de que disponían.
Esta
situación condujo inevitablemente a la bipolarización de la sociedad,
según se ha mencionado. Contribuyó a ello, también, la tendencia a la
desaparición del modo de producción esclavista propio de la sociedad
romana. Precisamente otro de los elementos definitorios de la formación
del feudalismo fue el paso de este modo esclavista al de las relaciones
de dependencia del señorío y el campesinado típicas de la organización
feudal. A pesar de la legislación coercitiva de todos estos siglos, a
pesar también de que incluso la Iglesia se mostraba abiertamente
esclavista y ella misma era propietaria de esclavos, la masa de esclavos
fue disminuyendo lentamente a causa de diversos factores: falta de
adquisición de nuevos contigentes conseguidos como botín de guerra,
menor desarraigo social al ser esclavos procedentes de zonas próximas o,
especialmente, campesinos libres reducidos a la condición de esclavos
por razones económicas, pero, sobre todo, igualación cada vez mayor en
los recursos y nivel de vida entre esclavos y campesinos dependientes.
Todo ello derivó en la preferencia por el trabajo de campesinos libres,
más eficaces, de mayor movilidad para el cultivo de mansos alejados de
las reservas y mejores para la obtención de mayor beneficio para los
señores por el trabajo de campesinos y esclavos manumitidos que pagan
sus contribuciones por los mansos. Estos y otros factores contribuyeron a
que el modo esclavista, con altibajos, retrocesos y avances, fuese
desapareciendo progresivamente.
Así pues, en estos siglos se formó
una fuerte aristocracia fundiaria, laica y eclesiástica, que estableció
relaciones de dependencia económica con la clase de los humiliores.
Esta situación no sólo se consolidó aún más claramente en época
carolingia (donde la dependencia alcanzó a todos los otros ámbitos
sociales, políticos, jurídicos y militares), sino que, incluso, se
justificó ideológicamente por parte de los intelectuales, casi siempre
eclesiásticos, del momento. Así se definió el nuevo orden feudal, que,
como explica Duby, se basó en dos clases sociales pero en tres órdenes
que se ajustaban a la realidad económica: la Iglesia, es decir, los oratores, encargados de rezar por la salvación de todos; los que guerrean y protegen a todos, es decir, los bellatores, y por último los que trabajan para mantener a unos y otros, esto es, los campesinos, los laboratores. Algunos textos medievales son tremendamente elocuentes en este sentido, como los seleccionados por Julio Valdeón en su libro El feudalismo. Entre ellos el del clérigo franco del siglo X, Adalberón de Laon, que dice: "El
orden eclesiástico forma un solo cuerpo, pero la división de la
sociedad comprende tres órdenes. La ley humana distingue otras dos
condiciones, los nobles y los siervos. Los nobles son los guerreros, los
protectores de las iglesias. Defienden a todo el pueblo, a grandes y a
pequeños. La otra clase es la de los siervos. Esta raza de desgraciados
no posee nada, si no es a costa de muchos sacrificios. Así pues, la
Ciudad de Dios es en realidad triple. Unos oran, otros combaten y otros
trabajan".
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