A la muerte de su esposo Felipe «el Hermoso», la Reina Juana de Castilla
inició una larga procesión por todo el reino con el ataúd del Rey a la
cabeza. Durante ocho meses, Juana caminó pegada al catafalco de su
esposo en un cortejo fúnebre que despertó asombro e incluso miedo entre la población.
Este supuesto arranque de locura provocó la reclusión de la Reina en
Tordesillas (Valladolid) hasta su muerte cuarenta y seis años después.
En la actualidad, los historiadores se plantean si Fernando «el
Católico» –padre de Juana y responsable de su «cautiverio» aprovechó la enajenación transitoria de su hija para apartarla bruscamente de la Corona.
Nacida en Toledo el 6 de noviembre de 1479, Juana de
Castilla recibió una educación esmerada de orientación humanista por
empeño de su madre, Isabel «la Católica»,
quien bien sabía lo complicado que era para una mujer progresar en una
sociedad dominada por los hombres. Pronto, la Infanta castellana destacó
en el dominio de las lenguas romances y el latín, en interpretación
musical y en danza. Era, en consecuencia, la educación típica de un
miembro secundario de la Familia Real. No en vano, Juana de Castilla fue
una niña normal que no dio prueba de sufrir ningún tipo de trastorno mental hasta la madurez.
Con la intención de aislar políticamente a Francia, los Habsburgo cerraron una serie de alianzas con los Reyes Católicos que incluían el matrimonio de Felipe I de Austria, llamado «el Hermoso», con la Infanta Juana. Curiosamente, el apelativo de «el Hermoso» se lo dio el Rey Luis XII de Francia cuando la pareja viajaba hacía España para ser coronados y se detuvieron en Blois. Allí el rey los recibió y al verle exclamó: «He aquí un hermoso príncipe».
En 1496, Juana de Castilla contrajo matrimonio a los 17 años. Daba comienzo una vida conyugal marcada por las infidelidades de Felipe «el Hermoso» y por la absoluta soledad. Como respuesta, la hija de los Reyes Católicos mostró un carácter obsesivo en lo referente a su marido y dejó distintos episodios de ira. Un carácter que la muerte de su hermano Juan, heredero al trono, y de su hermana mayor Isabel en 1497 hizo todavía más inestable.
No mucho tiempo después, en 1504, el fallecimiento de Isabel «la Católica» inició una disputa entre Fernando «el Católico» y Felipe «el Hermoso» por hacerse con el control de Castilla, donde Juana quedó atrapada entre el fuego cruzado. Para rematar una década minada de muertes de gente cercana a ella, Felipe I (que llegó a ser Rey de Castilla por dos meses) falleció súbitamente en 1506. Según las fuentes de la época, «se encontraba Felipe en Burgos jugando a pelota cuando, tras el juego, sudando todavía, bebió abundante agua fría, por lo cual cayó enfermo con alta fiebre y murió unos días después».
La actitud de la Reina durante el cortejo fúnebre que llevó
el cuerpo de su marido por buena parte de Castilla extendió entre la
población la creencia de que tenía graves problemas mentales. Sea como
fuere el grado y naturaleza de locura de la Reina, su padre no estaba dispuesto a dejar pasar otra vez la ocasión de hacerse con la Corona de Castilla y recluyó rápidamente a su hija en Tordesillas, donde residiría hasta su muerte.
La Reina Juana permaneció cuarenta y seis años en Tordesillas (Valladolid) y ni siquiera la llegada al trono de su hijo Carlos I rebajó las condiciones de su cautiverio. En 1520, el movimiento comunero que exigía a Carlos I más respeto por las instituciones castellanas se dirigió a Tordesillas a liberar a Juana y a pedirle su ayuda. Y aunque la todavía Reina rehusó apoyar el movimiento, la mujer que hallaron los cabecillas comuneros estaba lejos de la figura trágica que Fernando «el Católico» y Carlos I habían difundido entre la población, su conversación era inteligente y su mente era clara. De hecho, la descripción que hicieron los comuneros de la Reina ha llevado a que en la actualidad muchos historiadores pongan bajo sospecha su hipotética locura, que bien pudo ser solamente de carácter transitorio a causa de la muerte de muchos seres queridos en poco tiempo.
Las aguas del Duero bajan, a su paso por Tordesillas, preñadas de
murmullos de tiempos pasados. Sólo hay que sentarse a escucharlos. Allí,
junto al puente medieval, donde la silueta de la villa vallisoletana se
recorta en el cielo castellano, el río esparce por la orilla los
rumores de una lenta agonía, los lamentos de una reina encerrada en su
palacio durante casi medio siglo. Juana I de Castilla llega a
Tordesillas en marzo de 1509 con el cadáver de su esposo, Felipe el
Hermoso, muerto dos años antes, todavía sin enterrar. Reina sin trono, a
sus 29 años lejos estaba de imaginar que su cautiverio duraría 46,
hasta su muerte en 1555.
Pero, ¿donde está el palacio donde Juana la Loca lloró su soledad? Tenemos ante nosotros , a un lado, las casas del tratado, donde Portugal
y Castilla se repartieron el mundo conocido en 1494, y la antigua
iglesia de San Antolín. Al otro, el monasterio de Santa Clara. Entre
ambos, la mirada escudriña sin éxito en busca del palacio-prisión de la
reina. El drama turístico de Tordesillas es que de la residencia
real construida durante el reinado de Enrique III no queda nada en pie.
El lugar donde se levantaba, entre la iglesia de San Antolín y el
convento de Santa Clara, está ahora ocupado por edificios de viviendas.
Otro rey, Carlos III, ordenó derribar el edificio de dos plantas en 1773
porque amenazaba ruina. El silencio de la Historia cayó entonces como
una fría losa sobre la memoria de la reina loca.
¿Dónde rastrear, pues, el drama de la hija de los Reyes Católicos en esta villa? Debemos dirigir los pasos, plaza mayor abajo, hacia el monasterio de Santa Clara, antiguo palacio real de Alfonso XI, de inconfundible estilo mudéjar. Allí, en su capilla dorada, se guarda un realejo, un viejo órgano portátil castellano, que pudo pertenecer a la reina Juana, muy aficionada a la música. En el inventario de sus bienes realizado tras su muerte figura, al menos, un instrumento de estas características.
Para llegar al mirador de la iglesia de San Antolín hay que subir los 57 escalones del torreón donde, supuestamente, Juana la Loca se dejaba ver para recordar al pueblo que seguía cautiva.
Pese a la proximidad del monasterio con el palacio de Doña Juana, la reina nunca puso un pie aquí, aunque su mirada debió perderse en multitud de ocasiones entre estos muros, donde yacía enterrado su esposo.
El 15 de abril de 1555 ella también fue enterrada en la capilla de los
Saldaña, pero Felipe el Hermoso ya no estaba allí. Su cuerpo había sido
trasladado a Granada treinta años antes, el mismo camino que seguirían
los restos de la reina en 1574 por orden de su nieto, Felipe II. La
capilla mayor se puede visitar hoy en día, pero hay que abandonarse al
instinto para adivinar la fosa donde estuvo enterrada la reina.
Saliendo del monasterio siguiendo el curso del Duero, caminamos delante de los terrenos donde se levantó el antiguo palacio,
cuya fachada medía 75 metros de largo, con cierta amargura. En los
jardines situados enfrente, que Carlos III cedió al municipio tras la
demolición del edificio, no es difícil imaginar la terrible melancolía
de una reina que, probablemente esquizofrénica, tendría muchos momentos
de lucidez. Rescatada fugazmente del olvido por los comuneros, que
quisieron sentarla en el trono e incluso la visitaron en palacio, la
derrota de la causa revolucionaria en 1521 añadió un motivo más para dar
la espalda a la soberana. Todavía podemos observar por nosotros
mismos las huellas de ese olvido recorriendo los aledaños de la
plaza mayor, donde las famililas nobles que apoyaron la lucha comunera
borraron sus escudos solariegos para no dejar pistas a Carlos V de su
respaldo a la reina loca.
Sobre la actual calle de San Antolín, un pasadizo elevado conectaba el palacio con la iglesia del mismo nombre, hoy museo, lo que permitía a Doña Juana asistir a los oficios religiosos sin tener que salir a la calle (de hecho, sólo abandonó el palacio durante unos meses por una epidemia de peste en 1533). La leyenda dice que la reina solía asomarse a la ventana del torreón del templo y a sus pies, los tordesillanos erigieron hace unos años una estatua de Doña Juana, quizá queriendo compensarla por tantos años de olvido. Para llegar al mirador de la iglesia de San Antolín hay que subir los 57 escalones del torreón donde, supuestamente, Juana la Loca se dejaba ver para recordar al pueblo que seguía cautiva. A primera hora del atardecer, el sol centellea en las tranquilas aguas del Duero y la vista nuestra, como quizá la de la reina cinco siglos atrás, se pierde en la vasta extensión de la meseta castellana, en el cielo velazqueño que invita a seguir adelante. El viento alborota los cabellos e insufla al ánimo una desbordante sensación de libertad que a la soberana, así al menos preferimos imaginarlo, debía reconciliarle fugazmente con esa vida que no le dejaron vivir.
Sobre la actual calle de San Antolín, un pasadizo elevado conectaba el palacio con la iglesia del mismo nombre, hoy museo, lo que permitía a Doña Juana asistir a los oficios religiosos sin tener que salir a la calle (de hecho, sólo abandonó el palacio durante unos meses por una epidemia de peste en 1533). La leyenda dice que la reina solía asomarse a la ventana del torreón del templo y a sus pies, los tordesillanos erigieron hace unos años una estatua de Doña Juana, quizá queriendo compensarla por tantos años de olvido. Para llegar al mirador de la iglesia de San Antolín hay que subir los 57 escalones del torreón donde, supuestamente, Juana la Loca se dejaba ver para recordar al pueblo que seguía cautiva. A primera hora del atardecer, el sol centellea en las tranquilas aguas del Duero y la vista nuestra, como quizá la de la reina cinco siglos atrás, se pierde en la vasta extensión de la meseta castellana, en el cielo velazqueño que invita a seguir adelante. El viento alborota los cabellos e insufla al ánimo una desbordante sensación de libertad que a la soberana, así al menos preferimos imaginarlo, debía reconciliarle fugazmente con esa vida que no le dejaron vivir.
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