Al atardecer del día 29 de septiembre de 1702 el almirante
inglés George Rooke, entre alaridos, dirigía personalmente las labores
de extinción de un pequeño fuego que se había declarado en la base del
palo mayor de su buque Royal Sovereign después de ser
cañoneado desde la batería gaditana de Santiago. Su flota multinacional
(Inglaterra, Holanda y Austria), de los cuales parte habían sido confiados al almirante holandés Van Almonde, y transportes de infantería y caballería al mando del general inglés
James Butler, duque de Ormond y de los holandeses el barón Sparr y el
general Pallandt, hacía todo lo posible por alejarse del castigo que
estaba padeciendo desde hacía 5 horas tras su tentativa, que duraba ya
más de un mes, de someter a la ciudad andaluza de Cádiz (España),
mediante un ataque anfibio. Estas tres naciones habían
declarado la guerra a los borbones franceses al no alcanzar
un consenso respecto al sucesor de Carlos II de España. El aspirante
de los primeros era un Habsburgo, el archiduque Carlos de Austria y el
de los segundos un borbón, Felipe de Anjou, nieto del rey sol Luis XIV
de Francia. Ambos se disputaban el trono, vacante tras el fallecimiento
del estéril monarca español el 1 de noviembre del año anterior.
A principios de septiembre de 1702, el conde de Fernán Núñez había sido avisado de que una enorme flota hostil
estaba doblando el cabo de San Vicente (Portugal) y se dirigía al
puerto gaditano. Reunió sus galeras y las dispuso a lo largo del muelle
de Cabezuela y Puerto Real (Cádiz) que, junto a un viento de levante
mantuvo a los piratas a raya. El fragor de la conflagración iluminó las
noches andaluzas y los acongojados buques asaltantes veían con
impotencia como la mayoría de sus obuses caían en medio de la rada,
mientras los castillos gaditanos vomitaban hierro oxidado con salitre
que taladraba irremisiblemente los cascos piratas. Las galeras del
almirante Fernán Núñez, firmemente ancladas y adosadas al dique,
propulsaban metralla en dirección a los abanderados del aspirante
Habsburgo al trono de España, Carlos de Austria. El tercer día de
combate, cuatro unidades, tres inglesas y 1 neerlandesa, se fueron a
pique con toda la tripulación a bordo.
Viendo el dispositivo defensivo organizado por las autoridades, los
navíos que portaban la infantería arrumbaron hacía zonas adyacentes de
la bahía y Ormond empezó a desembarcar las tropas anglo-holandesas en
el Puerto de Santa María y San Fernando el 12 de septiembre. Allí, sin
apenas resistencia, pues los fuertes estaban semivacíos para concentrar
artilleros en Cádiz, empezaron a saquear las aldeas y ultrajar
iglesias y otros símbolos religiosos. Entraban en los conventos y
agraviaban a las internas. Los invasores, armados con arcabuces y
acorazados con armaduras, pisoteaban los sembrados y segaban las
cabezas de lugareños que intentaban repeler el ataque con
azadas y tridentes agrícolas. Pero el gobernador de Andalucía, el
marqués de Villadarias, tenía un arma secreta: centauros que se movían
por los áridos y abruptos terrenos gaditanos sin hacer el más mínimo
ruido. Cuando entraron en acción estos jinetes junto con los
milicianos, fueron la pesadilla de los soldados de
infantería de Ormond que habían conseguido pisar tierras andaluzas y,
como en un precedente de lo que sería la estrategia que expulsó a los
franceses de España más de un siglo después, asestaban a los intrusos
golpes letales en una ofensiva de emboscadas y celadas que vertía
sangre anglo-holandesa en el sediento subsuelo meridional español.
El 28 de septiembre, cuando el duque de Ormond, viendo la carnicería
en sus filas, ordenó volver a los barcos...cuerpos macerados
de infantería anglicana yacían en el calcinado campo de Gibraltar.
Al día siguiente, Rooke, furioso, señaló a todos sus barcos se
alejasen a mar abierto. Aquellos que pudieron desplegar velamen se
reunieron lejos del alcance de los cañones gaditanos, celebraron un
consejo de guerra y el almirante inglés acordó zarpar hacía puerto
amigo para reparar daños y reaprovisionarse. Maltrechos y
desmoralizados, los navíos anglo-holandeses arribaron a la ciudad de
Lagos (sur de Portugal) dos días más tarde.
Mientras tanto, varios grados de latitud al norte en el ría de Vigo
(Galicia-España) la actividad era frenética desde hacía un mes. Más de 6.000
brazos, entre soldados, marinos y población civil, se afanaban en
descargar las riquezas de los 14 galeones españoles recién llegados del
nuevo mundo y depositarlas en carros de vacas confiscados para hacerlas llegar a la corte. Estos buques, escoltados por una
flota de guerra franco-española al mando del almirante galo
Chateau-Renault y del español Manuel Velasco Tejada, habían llegado al
puerto vigués después de una derrota de casi tres meses desde Veracruz
(Méjico). Desde hacía casi tres años, el almirante español había estado
amontonando en sus galeones anclados en ese puerto azteca oro, plata,
pieles, cueros, plantas, animales exóticos, piezas de metales
preciosos, joyas, alhajas y un sinfín de valiosos artículos expoliados
durante ese tiempo a los pueblos indígenas que pagaban tributo al rey
de España a través de su recaudador de impuestos: el gobernador español.
Según un documento hallado mucho después en el archivo de Indias
sevillano, el valor de lo embarcado superaba los 50.000 millones de
euros al cambio actual, pero hay que tener en cuenta la picaresca que
imperaba en los funcionarios contadores que únicamente inventariaban el
30% de la carga. Cuando los bajeles estaban rebosantes y apenas
quedaba espacio, Velasco ordenó deshacerse de todo objeto inútil a
bordo para hacer sitio a las mercaderías. Así, cañones, munición y otro
tipo de material bélico fue desalojado. Como consecuencia, el
potencial de los galeones, que inicialmente era de 40 cañones, quedó
reducido a menos de la mitad.
Estos navíos de guerra tenían unas impresionantes estructuras a popa
y proa. La palabra castillo empezó a aplicarse a los navíos de guerra
cuando los constructores fortificaron sus partes anterior y posterior
para remedar los fortines terrestres con el objeto de tener solidez en
el momento del abordaje, que era la manera más común de enfrentamiento
naval. La sección media de la cubierta era más esbelta. De unos 40
metros de eslora, los galeones tenían un aspecto redondeado que les daba
una imagen compacta y pesada.
- Maqueta del galeón San Francisco. Foto de Artesanía Latina. Esta maqueta representa un galeón español de finales del siglo XVII, parecido a los mercantes de la flota de los galeones de la plata de Velasco. Como se puede apreciar las líneas de los galeones diferían bastante a la de los incipientes navíos de línea como los que utilizaban los británicos o los holandeses.
Cuando a principios del estío de 1702, Velasco advirtió que sus
mercantes no podían albergar ni una sortija más decidió que era el
momento de partir, pero se encontró con un serio problema: de los
diecisiete galeones sólo tres eran naves de guerra propiamente dichas, y
tenía que escoltar aquella fortuna hasta la metrópoli. Los cargamentos
llegaban a España con una frecuencia anual, pero desde 1699 no se
había enviado transporte alguno debido a la presencia asfixiante de
piratas y bucaneros en las rutas del Caribe, principalmente a lo largo
de la costa septentrional de Cuba y en el estrecho de La Florida, y a
la propia desidia de Velasco que disfrutaba de un placentero retiro en
aguas tropicales entre los indígenas, tras haber fracasado su
matrimonio.
Carlos II de España estaba enfermo y agotado. El último Austria en
el trono español padecía una esquizofrenia paranoide y sufría
alucinaciones, pero había redactado su deseo de que un Borbón ocupase
su sitio a su muerte. No tenía descendencia y Europa miraba la silla
con codicia. El rey francés Luis XIV se apresuró a instruir a su nieto
Felipe, duque de Anjou, para una posible ocupación de ese lugar. El
emperador austriaco veía en su hijo, el archiduque Carlos, al futuro
Carlos III de España. A su vez, Inglaterra desconfiaba del emergente
poder español y de su posible alianza familiar con los Borbones
franceses si Felipe heredaba el trono. El 1 de noviembre de 1700 moría
Carlos II de España y el 24 del mismo mes Felipe de Anjou, Felipe V,
se coronaba como monarca español, pero la alianza calvinista que
agrupaba a Inglaterra, Holanda y Austria aún no había dicho su última
palabra.
Velasco, a punto de zarpar y ajeno a estas intrigas, recibió la
nueva de que una escuadra francesa se encargaría de despejar de piratas
y buitres el camino hasta España. El rey francés quería asegurarse de
que su linaje, a través de su nieto Felipe V de España, quedase
firmemente anclado en la península y para ello envió al nuevo
continente a uno de sus mejores almirante al mando de una ágil y robusta
escuadra que garantizase el transporte de los caudales.
Chateau-Renault llegó en su L´Fort con 16 navíos de
línea, esperando que sus honorarios por la escolta incluyesen una buena
porción de lo que dormía en las hinchadas barrigas de los lentos
galeones. El 11 de junio partieron de Veracruz e hicieron escala
técnica en La Habana, de donde zarparon el 24 del mes siguiente para
cubrir el resto de la navegación hacia el viejo continente.
Cuando surcaban a la altura de las Bermudas, divisaron varias velas a
estribor y los vigías confirmaron que dos de ellas volaban la calavera
y las tibias blancas sobre fondo negro en lo más alto del palo mayor.
Un recién llegado a latitudes tropicales, Chateau-Renault envió a la
fragata Favori y al navío L´Esperance a
parlamentar con ellos y a sonsacar las coordenadas de los principales
apostaderos piratas en la zona, con objeto de sortear cualquier peligro.
En cuanto vieron que estas unidades se desgajaban del compacto grupo
franco-español, los corsarios desaparecieron en el horizonte y las dos
naos regresaron a la escuadra.
Durante la travesía, un brote de fiebre amarilla obligó a poner en
cuarentena a dos bajeles. Los bajos fondos de Veracruz, en donde
consumaban sus correrías los marinos europeos, fueron letales para
parte de la dotación del Volontaire y el Dauphine, que incorporaron la epidemia a la flota. El
bochorno y la humedad propias de aquellos pagos no hicieron sino
acrecentar la virulencia de la epidemia. Velasco estaba aterrorizado
ante la posibilidad de que sus efectivos quedasen fuera de combate
antes de llegar a destino por culpa de la flota de escolta y se opuso
enérgicamente a la sugerencia de Chateau Renault de que los enfermos
fuesen recluidos y tratados en uno de los galeones de carga, y la
marinería de éste se sumase a los navíos de guerra, pues, en caso de
toparse con naves hostiles, los galeones no serían de gran ayuda, ya
que únicamente tres de ellos conservaban piezas de artillería y
pertrechos de combate tras haber soltado lastre antes de partir.
Al final y tras una agria discusión Chateau-Renault accedió a que
los apestados se quedasen en aquellos dos navíos y prohibió que nadie
abandonase o accediese a los mismos sin su deliberada anuencia. Antes de
llegar a las tierras portuguesas de las islas Azores (en el medio del
Atlántico) 49 cadáveres (entre los que se encontraba su cirujano) habían sido arrojados por la borda del Volontaire. Del otro
navío no hay datos fidedignos, pero algunas fuentes señalan que los
restos de casi un centenar de desdichados sirvieron de pasto a las
criaturas marinas. Además, las enfermedades venéreas también cobraron
su tributo entre los franceses. La sífilis sumó otras bajas entre
los estibadores de L´Fort y el propio Chateau-Renault tuvo que someterse a un rústico y doloroso tratamiento.
En la tercera semana y con viento favorable la flota descubrió el
archipiélago luso. Dos corbetas españolas fueron despachadas para
avisar a las autoridades que despejasen parte del puerto principal de
isla Terceira para albergar a los buques y se preparasen camas y
hospitales para recibir a los enfermos. Una vez en las Azores las
nuevas no fueron nada tranquilizadoras: en el contexto de las recientes
hostilidades derivadas de la lucha por la corona española, dos
potentes flotas británico-holandesas patrullaban la costa atlántica de
la península ibérica, por lo que era muy probable que los puertos de
ese litoral estuviesen bloqueados.
Durante su estancia en América, Velasco había estado aislado de las
noticias de la patria. Mientras se encontraba de pesca a principios de
1701 en una lancha de la Bufona en el golfo de Méjico,
desde la escotilla de babor del galeón fue alertado de la presencia de galeotas sin identificar que derrotaban hacia la nao española. Se
deshizo del sedal, mandó bogar inmediatamente de vuelta a la
embarcación y, a la voz, ordenó abrir las portas y soltar la vela para
iniciar una persecución. Una vez en el castillo de proa tomó el
catalejo y vio que se trataba de dos fragatas sin bandera, pero de
línea y porte soberbios. Por sus hechuras, supuso que eran francesas,
pues daban una imagen sólida y alineaban 15 cañones en cada costado. El
hecho de no volar estandarte alguno le hizo pensar que habían sido
capturadas y estaban siendo marinadas por extraños. Además, parte de la
vela mayor de la que venía delante tenía una herida vertical paralela
al mástil, lo que atenuaba un poco la marcha de ambas. Al ver como la Bufona
salía de la bahía, dos fragatas españolas levaron anclas y la
siguieron. A tiro de cañón de las intrusas, Velasco envió una salva de
saludo al tiempo que izaba la señal para que se identificaran.
Curtido en acontecimientos similares, el almirante español sabía que
en aquellos tiempos encontrarse con dos buques de guerra anónimos en
alta mar suponía tener la mosca detrás de la oreja permanentemente.
Máxime cuando el golfo mejicano y, sobre todo el Caribe, era conocido
como la “bucaneer pot” (olla de piratas) y estaba infestado de
maleantes y buscavidas que navegaban en poderosos navíos capturados y
se ocultaban en surgideros paradisíacos para caer sobre mercantes de
todo pabellón, saquearlos y asesinar a los que en ellos se hallaban, y
después rehabilitar el buque y unirlo a la flota corsaria.
Las fragatas devolvieron el fuego y una bola estuvo a punto de impactar en el casco de la Bufona,
al tiempo que viraban a babor para alejarse. Velasco comprendió que
los visitantes no estaban saludándole precisamente. Tras una breve
persecución el navío español se situó a escasos cables y maniobró
para ofrecer el costado. Acto seguido ametralló a la fragata más
retrasada y su fornida estructura trasera se resquebrajó, y,
simultáneamente, miles de fragmentos del bajel caían al mar. En ese
momento las dos fragatas españolas que habían salido en ayuda de la Bufona
se unieron a Velasco. El almirante español ordenó a una de ellas
adelantarse y taponar la evasión de la intrusa que iba más adelante. Al
poco rato, los piratas fueron reducidos. Eran marinos holandeses
expulsados de la armada de su país que se dedicaban al pillaje en el
área del triángulo de las Bermudas y que habían sorprendido a un convoy
francés hacía apenas dos días en las inmediaciones de la caribeña isla
francesa de La Martinica, a cuya escolta pertenecían las dos naves que
dirigían. Por ellos Velasco se enteró del fallecimiento del rey Carlos
II de España y de la riña que sacudía Europa por su sucesión.
Las fragatas fueron devueltas por Velasco a sus legítimos
propietarios y los piratas encarcelados en un fortín militar de
Veracruz. Curiosamente, parte de ellos se alistaron más tarde a bordo del
buque insignia del almirante español, el Jesús, María y José y tomaron parte en la campaña de vuelta de los galeones a España,
si bien se abstuvieron de enfrentarse a sus compatriotas en la
subsiguiente batalla.
Tras un descanso en las Azores de 4 días, en consejo de guerra a bordo de L´Fort
y tras el inicio de las hostilidades con Inglaterra, se decidió zarpar
y dirigirse al puerto gallego de El Ferrol ( al noreste de España), no sin
antes escuchar las propuestas francas de arrumbar a Brest (norte de
Fracia) y descargar allí la valija. Esta sugerencia francesa estaba en
consonancia con la demanda del rey Luis XIV de amasar cuanto antes la
parte que le correspondía por haber financiado la escolta de la flota
desde el nuevo continente y Chateau-Renault insistió en que ese puerto
septentrional galo era mucho más seguro que cualquiera de los
españoles, habida cuenta de que los buques ingleses podrían muy bien
entorpecer o incluso frustrar el atraque en Cádiz o Sevilla. Cuando
llevaban tres días de navegación una balandra de pesca portuguesa con
base en Lisboa informó a la escuadra que frente a la ciudad de Ferrol
estaba anclada una numerosa flota británica con órdenes de interceptar
cualquier navío que intentase salir o arribar a dicho puerto y que una
masiva escuadra de la misma enseña había sido vista cruzar frente a la
capital lusa con destino al estrecho de Gibraltar.
Chateau-Renault dudó un momento y las rencillas con Velasco, que
propuso entonces dirigirse a las rías bajas, resurgieron. Ambos
almirantes sabían que los únicos puertos autorizados por la corona para
comerciar con ultramar y recibir sus mercaderías eran Cádiz o Sevilla.
Además, ningún muelle, salvo los mencionados, contaba con funcionarios
capaces de fiscalizar y contabilizar la carga, por lo que el puerto de
destino no sería más que una parada eventual para reaprovisionarse y
seguir rumbo una vez que las circunstancias así lo aconsejaran. Ni
Chaeau ni Velasco se imaginaban que, una vez arribados a puerto,
ninguno de los navíos y galeones de la flota de la plata saldría de
nuevo al mar bajo sus órdenes.
La disquisición respecto a qué puerto sería éste quedó zanjada por un hecho un tanto singular. A bordo del Santo Cristo de Maracaibo,
uno de los galeones, viajaba con su mujer e hijos de vuelta a España
tras su virreinato de 5 años, José Sarmiento y Valladares, Conde de
Moctezuma y Tula, que había sido delegado real en Nueva España (Méjico
meridional). Natural de Redondela (Pontevedra), enfatizó la apuesta de
Velasco por las rías bajas, aduciendo su conocimiento de aquellas
nobles gentes y el recibimiento que dispensarían a la flota y su
escolta. Los bauprés de la comitiva enfilaron esas coordenadas y el día
18 de septiembre de 1702 los vigías de las cofas divisaron tierras
pontevedresas. Los curiosos vieron como el fiordo de Vigo se colmaba de
velas amigas 4 días después y los galeones fueron fijados en el
fondeadero de San Simón, en el interior de la ría. Dada noticia a la
corte, ésta envió a un contador facultado especialmente para la
ocasión, con autorización para fiscalizar la mercancía y cobrar el
llamado quinto real, es decir, llevarse a palacio una quinta parte de
lo embarcado en los galeones.
La flota de Rooke había salido de Lagos (Portugal) con el orgullo un
tanto dolido y varias naves menos, después de haber sitiado e
intentado someter Cádiz durante más de un mes, sin éxito. El Royal Sovereign
estaba casi achicharrado y hubo que empalarle un nuevo mástil mayor.
El almirante inglés recibió información respecto a que se esperaba en
España, posiblemente en Sevilla, una comisión de barcos mercantes con
tesoros de América, naves atiborradas de plata mejicana.
Despachó tres fragatas a peinar la costa desde Barbate (Cádiz) hasta
la desembocadura del Guadalquivir. A la altura de Conil (Cádiz),
pescadores portugueses aseguraron al capitán del Torbay , Andrew Leake, que había trasvasado para la ocasión a la fragata Weasel , que las riquezas americanas habían arrumbado hacia el
Mediterráneo el día anterior ), mientras la escuadra
de Rooke se retiraba a Lagos tras su infructuoso intento en Cádiz.
Leake regresó veloz para comunicar la nueva a Rooke, pero encontró que
la flota se había difuminado en dirección norte. Estando a la altura
del cabo de san Vicente (Algarve portugués), el almirante británico
recibió la visita de un patache de la escuadra del vicealmirante inglés
Cloudesley Shovel, al frente de la flota de bloqueo en el Ferrol, que
los navíos americanos habían sido vistos en dirección a la más baja de
las rías gallegas. Rooke vio aquí una oportunidad para lavar su imagen
ante el rey inglés por su fiasco en Cádiz y derrotó vigorosamente en
esa dirección, al tiempo que devolvía la misiva a Shovel diciéndole que
permaneciese en esa ubicación –Ferrol- y estuviese dispuesto a una
posible maniobra de ataque a puerto enemigo, si bien en su fuero
interno Rooke no estaba muy convencido de que volver a sitiar un muelle
español fuese una buena idea, como declaró después a su llegada a
Inglaterra.
La escuadra de Rooke llegó a latitudes gallegas del cabo Finisterre
el día 20 de octubre en donde fondeó durante 2 días, una vez que sus
balandras habían batido todos los fiordos galaicos y descubierto a la
flota de indias en el de Vigo y mandó a buscar a la escuadra de Shovell
que estaba apostada en la esquina de la cornisa cantábrica. Después de
haber perdido navíos y fragatas en su asedio a Cádiz, la flota
anglo-holandesa de Rooke estaba formada ahora por 27 navíos de línea, 5
fragatas, 6 cañoneras y 10 barcos incendiarios, además de 9 bajeles
mercantes. En todos ellos se transportaban 10.000 infantes de marina
ingleses bajo el Duque de Ormond y 5.000 neerlandeses dirigidos por el
barón Sparr y el general Pallandt.
Durante este tiempo que Rooke empleó en ubicar al enemigo, los
galeones perdieron peso drásticamente y las mercaderías preciosas
fueron cargadas en rudimentarios carros expropiados a sus dueños y
transportadas a Santiago de Compostela, Lugo, Toledo, Valladolid y
Madrid. En su camino de la corte, algunos carros fueron asaltados a la
altura de la localidad orensana de Rivadavia, muertos sus guardianes y
robado su contenido. A pesar de las protestas y explicaciones de los
soldados de escolta, otros ocho fueron interceptados cuando intentaban
atravesar la villa de Chantada (Lugo) por su señor feudal, Juan Manuel
Enríquez Sarmiento, ignorante de los acontecimientos de la ría, ante el
temor de que lo que en ellos se transportaba fuese el botín de un
saqueo a las iglesias cercanas, tal fue la celeridad a la hora de
descargar los buques.
Tras un trabajo extenuante de marinos y voluntarios y un viaje
errático a través de rústicas veredas, el quinto real (más de 20
millones de pesos en monedas, lingotes y objetos preciosos) llegaba a
la corte madrileña el 30 de octubre. 300 rebosantes carruajes gallegos
“aparcaron” frente al Casón del Buen Retiro. Los curiosos se apiñaban
entre los olivos del parque madrileño y el mismísimo Felipe V fue
despertado de su siesta por el estrépito callejero. Durante la travesía
utilizaron más de 700 reses, que iban siendo reemplazadas a medida que
se desplomaban por inanición. El recaudador Juan de Larrea, enviado
real a Vigo, se había ocupado de que el diezmo fuese desembarcado y
registrado en primer lugar. El resto de los coloniales que pudo ser
evacuado antes del ataque de Rooke, casi 80 millones de pesos, fueron
recogidos personalmente por comerciantes y financieros en depósitos
bancarios de Toledo y Valladolid en noviembre y diciembre siguientes.
Curiosamente, casi la mitad de éstos eran holandeses, ingleses y
alemanes, que habían negociado con la corte española a escondidas de
sus gobiernos. En el caso holandés, el comercio con España o Francia se
pagaba con la muerte, salvo que cayese alguna alhaja mejicana en el
cofre de la reina o una piedra adornase el toisón del rey.
Grabado holandes de principios del siglo XVIII describiendo las posiciones de los contendientes. Grabado de Jan Van Call
Los navíos fueron saneados y los enfermos y disminuidos atendidos en
los hospitales locales. Durante la estibación de la carga, dos
batidoras de la bahía trajeron noticia de que una ingente flota enemiga
se había apostado a 10 km al oeste del cabo Finisterre, a unas 200
millas marinas al norte de Vigo. Saltaron las alarmas y el almirante
francés ordenó atascar el acceso a la rada mediante escollos y cables
tendidos entre ambos extremos de la bocana de la ría viguesa. Incluso
se llevaron y hundieron en el punto más estrecho (algo menos de 1 km) 3
mercantes nuevos que había en la dársena de Redondela, una pequeña
aldea próxima a Vigo. Además, dispuso su flota de guerra en facha y en
paralelo a los galeones, con el Esperance al sur bajo el castillo de Rande y el Bourbon , protegido por el baluarte de Corbeiro al norte, perpendiculares a
la barrera, baterías ambas fueron nutridas con piezas de los buques
franceses, pues las propias estaban en estado semi ruinoso.
El príncipe de Barbazón, capitán general de Galicia, siguiendo
instrucciones de Chateau-Renault y Velasco, distribuyó los efectivos
terrestres en las baterías de la bahía. 800 hombres fueron desplegados
en el seno que se extiende entre Vigo y Rande, en cuya fortaleza el
almirante español dispuso una compañía de infantería de su nao capitana
y allí se apiñaban 400 infantes bajo sus órdenes directas. 300
milicianos fueron estacionados en las proximidades de los accesos del
semi-derruido bastión de Rande. En Vigo se atrincheraron casi 1.000
soldados: una mitad se ubicó en la pedanía de El Castro y la otra
reforzó el maltrecho fuerte de San Sebastián.
La escasez de armas de fuego y la sorpresa de la demanda de
partisanos entre la población civil para afrontar al inglés hicieron
que más de 2.000 gallegos que se habían alistado en la recluta se
quedasen con las manos vacías, pero dispuestos a tomar los mosquetes de
los caídos durante la ofensiva. El campesinado galaico, y
particularmente Vigo, tenía una especial tirria a las naves corsarias
que se aventuraban desde tiempos inmemoriales en los entrantes de su
litoral. El pérfido y salvaje pirata sajón Francis Drake se había
presentado varias veces en las aguas viguesas y dejado un rastro de
desolación tras su marcha. Después de una incursión en 1589 y ya de
vuelta en Portsmouth (Inglaterra), el desdentado Drake justificó su
comportamiento “para escarmentar a los demonios católicos que envían navíos invasores a nuestras costas”,
en clara alusión a la Armada Invencible de Felipe II, que un año antes
había sido dispersada de las costas meridionales inglesas por los
caprichos eólicos. La más cruenta y cobarde “actuación” de este
leviatán en el escenario vigués tuvo lugar 4 años después. Tras
presentarse en el puerto con más de 100 embarcaciones y 1.500 cañones,
Drake torturó y asesinó a un tercio de los varones de más de 15 años y
sus hordas vejaron y abusaron de las mujeres, aparte de destrozar las
humildes estructuras agro-portuarias y prender fuego a los diques de
Vigo y Redondela. Se cuenta que cuando la reina Isabel de Inglaterra
recibió el informe de la masacre propuso a Drake para caballero de la
orden de Bath.
Grabado francés de finales del siglo XVIII de la batalla.
Tras salir de la misa dominical en la pequeña capilla de Donón
(Pontevedra), un grupo de lugareños pudo ver a través de la calina
matutina una ristra interminable de velas que se dirigían en silencio a
la bocana de la ría de Vigo. Un pescador que se encontraban faenando
en la playa de ese pueblo anotó en un papel un palito por cada navío
que pasaba ante sus ojos: 189 unidades de bandera desconocida tupían el
ya de por sí neblinoso horizonte aquel 22 de octubre de 1702. Después
de casi 5 horas y una vez levantada la bruma, pudo verse a la enorme
flota de Shovell y Rooke en su totalidad que quedó anclada frente a los
peñascos de la localidad de Cangas (Pontevedra), justo a la entrada de
la ría de Vigo. Desde la fortaleza de Monte Real (Bayona) el capitán
Vázquez dirigió su catalejo hacia la masa naval y distinguió la enseña
de Guillermo III de Inglaterra en lo más alto del palo mayor del Royal Sovereign,
buque insignia de Rooke, y envió un emisario a dar cuenta a Velasco y a
Chateau-Renault, que ultimaron los detalles de la defensa de los
galeones y su preciada mercancía, de los que todavía faltaban 4 por
descargar.
Durante la madrugada siguiente y con todos los faroles encendidos en
las cubiertas y antorchas en los botes, los soldados anglo-holandeses
fueron desembarcados en la ensenada de Teis (Pontevedra) y en las
playas de Moaña. Los buques de transporte escoltados por los ingleses sufrieron el fuego de las baterías ribereñas de Teis, Rande y
Corbeiro, que disparaban en una noche cerrada a la luz que venía del
oleaje. El bote en el que viajaba el duque de Ormond, el general que
dirigía el desembarco, se empotró contra las rocas de la playa de O Con
y el oficial inglés a punto estuvo de perder la vida. En total 15
botes fueron hundidos y se cree que perecieron más de 100 hombres.
Hacia las 11 de la mañana 2.500 habían acampado en la playa de Teis y
otros tantos en el lado opuesto sin demasiada dificultad.
En cuanto despuntó el día, Rooke puso en marcha a sus buques, que
dividió en dos grupos. La escuadra de Shovell se mantuvo a la salida de
la ría por si la flota de Chateau-Renault intentaba salir a mar
abierto. Una rudimentaria hacha gigantesca había sido adosada a la proa
del Torbay , que encabezaba la formación de la división inglesa de cinco navíos formada por el Mary, Grafton, Kent y Monmouth, todos de 70 cañones. El vicealmirante Hopson, que volaba su insignia en el St. George había sido comisionado por Rooke para perforar con el Torbay
la barrera que taponaba la entrada a la ría. Para ello se había
incorporado a la dotación de este potente y marinero navío y se había
llevado con él a su inseparable capitán Manning, que fue el encargado de
construir el enorme ariete que serviría para abrir el atascadero.
Inmediatamente detrás del Monmouth venía la división holandesa de tres navíos (Slot Muyden , Dordrecht y Zeven Provinciën) al mando del vicealmirante Philips van der Goes, que izaba su estandarte en éste y encabezaba la línea de apoyo.
Mientras tanto, las tropas enemigas acampadas ya habían clavado sus
cañones y empezaron a sitiar y bombardear las baterías de Teis, Rande y
Corbeiro. Velasco se desplazaba en un bote desde su navío hasta el
arenal para dar órdenes precisas respecto a la estrategia bélica.
Conocedor de la importancia de mantener la ventaja de las piezas
costeras en un choque como éste, prohibió despilfarrar la munición (muy
escasa) y permitió que las mujeres de las poblaciones accediesen y
colaborasen en labores de avituallamiento a los cuarteles accidentales.
A las 10 de la mañana del lunes 23 de octubre el estruendo era general
en tierra firme, animado por algún cañonazo aislado desde los navíos,
principalmente anglo-holandeses que apoyaban el avance de sus tropas en
tierra. Chateau-Renault rezaba para que el viento, un suave poniente,
no repuntase y frustrara la maniobra del Torbay. La bruma se había despejado de la bahía, pero insistía en mar abierto.
Poco antes de las 11 de la mañana dos andanadas disparadas desde el Esperance y el Bourbon
precedieron a un estrépito que encogió los corazones de la multitud que
presenciaba la escena desde Cesantes y Cobres, dos localidades a ambos
lados de la ría. El Torbay, impulsado por un repentino cambio
en la fuerza del viento, se había empotrado contra los cables, había
abierto una brecha en la barrera y estaba atascado a la mitad. Acto
seguido, los buques galos de la línea de defensa de los galeones se
unieron al Esperance y al Bourbon y empezaron un
redoblo ensordecedor sobre el inmóvil buque inglés. 4 botes fueron
arriados a cada lado desde el navío para terminar de abrir la empalizada
y liberarlo. Las baterías de Rande repartían su fuego entre los
soldados desembarcados que sitiaban al castillo y las lanchas del Torbay.
Desde la fortificación de Corbeiro una lluvia de metralla caía
inmisericorde sobre el barco de Hopson, que alentaba a sus marinos
desde el castillo de proa a la vez que repelía el ataque sobre los
guardianes de la entrada y los castillos de tierra con andanadas desde
ambos costados. Otra salva procedente del insignia galo L´Fort se precipitó sobre la cubierta del barco británico. El Torbay
era ahora el blanco de 5 líneas de fuego. En menos de 10 minutos, su
sección anterior estaba carcomida por los impactos y el bauprés,
desprendido. Una nueva racha de viento metió el maltrecho navío en la
ría y orzó todo a estribor para dirigirse hacia el Esperance. El morro del Torbay
parecía haber sido mordido por un megalodón gigantesco. En su derrota
hacia el barco guardián francés, Hopson vio como su barco encajaba
varios cañonazos desde la línea gala que protegía los galeones.
El Esperance soltó dos andanadas casi seguidas sobre el Torbay
y un incendio se declaró en uno de sus juanetes. Hopson observó como
tras él se deslizaban dentro de la ría todos los demás buques de su
división. Al mismo tiempo y rompiendo la barrera por el lado norte el
primero de los holandeses, Zeven Provincien, penetró también seguido de sus hermanos. Rooke, con su navío Somerset al frente, dirigió el resto de la flota bahía adentro y ordenó
disparar al casco enemigo, abordar sin dilación y decomisar la
mercancía, ya que lo exiguo del espacio para casi 80 barcos hacía
imposible toda maniobra (el grueso de la batalla se desarrolló en las
inmediaciones del fondeadero de San Simón, un área aproximada de 2 km
cuadrados) y algunos buques ingleses, que desconocían los bajíos,
quedaron encallados momentáneamente cerca del islote que da nombre a la
ensenada, al querer operar en busca de posiciones ventajosas.
Entretanto, los castillos de Rande y Corbeiro habían claudicado ante
el empuje de una fuerza muy superior y sus piezas se dirigían ahora a
la flota franco-española. Chateau-Renault se desesperaba al ver como
los navíos que protegían a los galeones eran ahora atacados por babor (navíos enemigos) y estribor (fuertes capturados) y quedaban en medio
de un mortífero fuego cruzado. Una vez abierta la barrera, había dentro
de la bahía casi 60 navíos invasores cercando y cercenando a menos de
20 franco-españoles. El número de cañones anglo-holandés era 3 veces
mayor que el franco-español, sin contar las piezas de tierra.
En medio de la confusión general, Chateau-Renault envió la fragata incendiaria Favori , al mando del teniente Halis Chevalier de L'Escalette, contra el Torbay mientras éste estaba enzarzado con el Esperance. Hopson ordenó mojar el aparejo y alejarse de la derrota de la fragata, pero su curso fue frenado por el inglés Berwick , que estaba emparejado con el Superbe francés. Poco después una deflagración convirtió la cubierta del Torbay
en una ciclópea antorcha y la mitad de su tripulación se lanzó por la
borda. Hopson maldecía mientras veía como el fuego devoraba el navío y
las rescoldos se propagaban por el Berwick, cuya vela mayor prendió al instante. La Favori explotó y vomitó su carga de hoja de tabaco y plantas aromáticas sobre los buques más próximos. El capitán Martin, del Berwick,
se arrojó al agua y cayó sobre el cuerpo sin vida del teniente francés
L´Escalette, que era bamboleado por las olas provocadas por la
explosión. Casi al instante, el castillo de proa del Berwick se incineró como una enorme cerilla y el viento propagó rápidamente las llamas por toda la batería superior.
El material incendiario que había en la galería del combés y que
estaba siendo utilizado en los abordajes (pez, grasa, cáñamo, etc) sirvió de pábulo al fuego y convirtió al Berwick en un
descomunal cebador y en pasto de las llamas en pocos minutos. La
situación amenazaba con una voladura y la tripulación restante abandonó
sus puestos para hacer una fila humana por donde discurrían
rápidamente cubos de agua para sofocar el incendio. Chateau-Renault vio
aquí su oportunidad y señaló a la fragata Entreprenant , de guardia en el extremo de la línea francesa, levar anclas y maniobrar para disparar sobre el Berwick. En el alcázar de la Entreprenant,
el capitán Gastineau ordenó todo a babor y cuando se disponía a
cumplir la orden, la impresionante aguja del bauprés del inglés Ranelagh , capitán Wynn, que irrumpió en medio de la nebulosa, perforó la
vela mayor de la fragata y el tajamar abrió una brecha en el casco
francés. Gastineau vociferó para descargar de enfilada al coloso inglés
e instantes después un crujido ronco sacudió la primera batería del Ranelagh.
En menos de 15 minutos de abordaje, la tripulación inglesa redujo a
Gastineau y sus hombres y la fragata fue capturada. Rooke observó con
su catalejo como el incendio del Berwick era sofocado, pero el navío quedó completamente carbonizado, sobre todo en su sección anterior.
Grabado inglés de la batalla. Perteneciente a la Macpherson Colletion.
Mientras tanto la línea gala de protección estaba siendo hecha añicos por la división que encabezaba el Zeven Provincien y el St. George. Los navíos holandeses fueron los más letales para los franceses, pues 3 de ellos eran de más de 90 cañones (Vrijheid 96 insiginia del almirante general Van Almonde, Beschermer de 90 insignia del almirante Gerard Callenburgh y Unie
de 94, insignia del contra-almirante J.G van Wassenaar) y llegaron a
la línea de protección de los galeones cuando estaba ya muy debilitada,
con el añadido del fuego enviado desde los castillos de Rande y
Corbeiro, que llevaban ya más de 2 horas disparando sobre la línea
francesa. El Beschermer se alineó con el ya maltrecho L´Fort
de Chateau-Renault y descargó 2 andanadas con el costado de babor
mientras que con los cañones guardatimones agujereó la amura de
estribor de la Sirene, que había derivado hacia sus aguas. Por su parte el Vrijheid,
un descomunal buque de casi 2.000 toneladas, una vez superada la
empalizada y ya dentro de la ría, apenas se movía en aquel mínimo
espacio pero, armado con cañones de 36 libras, rociaba continuamente en
derredor. Su comandante había sacado 20 piezas de los costados de la 3ª
batería y los había colocado en los castillos. A una altura de 20
metros por encima del mar, las casi 40 bocas negras que cubrían el
contorno de su cubierta demolieron metódicamente el aparejo y la
tablazón del Prompte y el Ferme , éste, intentando zafarse de los fogonazos, cortó sus cables y acabo varado al lado del islote de San Simón.
Los galeones más alejados de la dársena (Santo Cristo de Maracaibo, San Diego de San Francisco Javier y Nuestra Señora del Rosario) todavía conservaban parte de su carga y los ingleses Monmouth, Grafton y Kent,
todos armados con 70 cañones, se estaban aproximando peligrosamente a
ellos. El capitán Jennings, del primero, había recibido en una chalupa
enviada desde los fuertes capturados el informe de que esos tres
galeones eran los únicos que portaban algún tesoro, pues los demás
estaban completamente vacíos desde hacía varios días. Avisado Rooke,
éste mandó a aquellos tres buques que rompiesen la línea gala y los
abordasen. Desde sus respectivos navíos, Chateau-Renault y Velasco
observaban la derrota del Monmuth, Grafton y Kent y la carnicería que habían dejado a su paso en los franceses Prudent y Assure, ambos de 60 piezas, y se preguntaban como salir de aquel atolladero. El Assure arrió su bandera tras ser ametrallado por cuarta vez por el Grafton y el Prudent fue literalmente apartado a cañonazos del rumbo del Monmouth y el Kent, a quien se rindió a eso de las 4 de la tarde.
Cuando casi había callado el estrépito y con todos los navíos
franco-españoles muy maltratados y muchos en llamas, Rooke, temeroso de
echar a perder el oro, envió en un bote desde el Bedford
al capitán Fitzpatrick con una carta para el almirante francés, en donde
le conminaba a rendir la flota. Chateau-Renault, viendo como el Monmouth y el Grafton
estaban atascados por el apelotonamiento de navíos, contestó algo así
como que si quería la flota tendría que venir a buscarla. Cuando estaba
escribiendo su respuesta, Chateau-Renault ya había consensuado con
Velasco la posibilidad de quemar y hundir sus barcos y los galeones como
mal menor. Convertida en una ratonera ciscada de escombros, esa
sección de la ría de Vigo no ofrecía ninguna garantía para la
navegación fluida, amén de que las arboladuras de los barcos
franco-españoles estaban casi amputadas. La posibilidad de huida era
nula. Cuando la lancha del Somerset surcaba las sangrientas
aguas de la bahía de vuelta a su navío, una sucesión de pequeños
incendios empezaron en los buques de la flota de la plata. Material
inflamable había sido extendido por las cubiertas y aparejo y el
contralmirante José Chacón en persona prendió fuego a la vela mayor de
su nave, la Bufona. Al ver las intenciones del enemigo, Rooke
se apresuró a señalar que parasen los disparos definitivamente y se
intentase sofocar el fuego, principalmente de los últimos galeones de
la línea: Santo Cristo de Maracaibo, San Diego de San Francisco Javier y Nuestra Señora del Rosario.
Tras una resistencia simbólica, el capitán Harlowe, del Kent, fue el primero que puso un pie en el San Diego de San Francisco Javier,
pues los efluvios del amarillo metal habían borrado de su cerebro la
sensación de peligro y estaba a la cabeza del pelotón de abordaje. La
dotación de presa se olvidó del fuego y se dirigió sin vacilar hacia
las bodegas. Fuertemente selladas, tardaron más de 30 minutos en forzar
la cerradura. Entre una humareda negra como el evento en sí, el propio
Harlowe descargó varios disparos con su arma reglamentaria para aflojar
la resistencia del sello real español. Los ingleses sacaban cofres,
baúles y sacos llenos y los arrojaban por la borda, donde hasta 10
botes rebañaban de la superficie todo lo que no se hundía. Algunos
desdichados fueron arrastrados a las profundidades por la codicia. Las
llamas cercaban los pañoles del buque y el humo se extendía haciendo la
atmósfera casi irrespirable. Una vez recobrada la cordura, Harlowe
mandó cortar los cables del galeón español y el San Diego de San Francisco Javier empezó
a moverse lentamente. Desde la aldea de Teis, de donde eran naturales
la mayoría de los campesinos que habían colaborado en la descarga de
esa nave, los aterrados espectadores veían como, además de éste, el Santo Cristo también quedaba a merced de las olas. El Monmouth remolcó al Santo Cristo
en dirección norte, con intención de sacarlo de la ría. Su capitán,
Jennings, aullaba desde la cubierta a la dotación de presa del galeón
para que desplegasen las velas y apurasen la marcha. El Santo Cristo tenía varios disparos en el costado de babor, pero su velamen y palos estaban casi impolutos.
Mientras esto sucedía, Velasco tuvo que enfrentarse a su tripulación
para que cumpliesen sus órdenes. Parte de la marinería del Jesús, María y José había abandonado el galeón y en abarrotados botes se aproximaban a recoger las mercancías que caían del Santo Cristo y el San Diego.
El almirante español, blandiendo su arma, conminó a 8 guarda marinas,
que se aprestaban a saltar a otra lancha para unirse a la caza del
botín que caía del Santo Cristo, a rematar la quema del barco.
Cuando el navío ardía como una tea, Velasco se enfundó la avancarga,
se arrojó por la borda y nadó hasta una lancha británica, en la que ya
estaba preso el contralmirante Fernando Chacón, y lo llevó a presencia
del contralmirante Fairborne, en el Bedford. Desde la cabina
del capitán de este navío inglés, Velasco observó como las llamas
devoraban la bandera de los Austrias que todavía ondeaba en el palo de
mesana de su nave y que, paradójicamente, era la justificación de aquel
horrible infierno. Fiel defensor de la línea de los Habsburgo, el
almirante español se había negado a reemplazar la bandera por la de
Felipe V. Poco después el barco se hundió y todavía hoy puede verse su
fantasmal figura entre las bateas de mejillones en las turbias aguas de
la ría de Vigo.
La batalla de la Bahia de Vigo. Pintura de Ludolf Bakhuizen
En una confusión multilingüe, las cajas y sacos de monedas de oro y plata y alhajas que caían por la borda del Santo Cristo
durante su lento deambular eran apiñadas en chalupas atestadas de
hombres empapados y chamuscados. La codicia no entendía de
nacionalidades y de bandos y la recolecta de la lluvia de piedras
preciosas hermanaba a los que momentos antes se disparaban a
quemarropa. Una explosión endemoniada sembró de astillas quemadas y
pedazos de tela ensangrentada los alrededores del galeón Nuestra Señora del Rosario. La fragata francesa Dauphine
había deflagrado y arrojado a decenas de metros de distancia a su
proba tripulación, que había cumplido celosamente la directriz del
almirante de la flota combinada de no abandonar el buque hasta
cerciorarse de que se quemaba o hundía. Vísceras y trozos calcinados se
mezclaban con collares, anillos y objetos de orfebrería en los escasos
espacios de las lanchas de rapiña.
Dando ejemplo a sus oficiales, Chaeau Reanult se precipitó a bordo de un bote arriado a última hora del L´Fort.
Remando con vigor junto a su capitán y 15 marineros, algunos con las
manos o los mosquetes, intentaban alejarse del sofocante calor que
desprendía el navío en llamas. El que fuera insignia de la flota
franco-española ardía como un candil en medio de la ría de Vigo y su
humo se sumaba a la nebulosa que envolvía aquel escenario tétrico. El
almirante francés suscribió a rajatabla el código deontológico del buen
comandante: fue el último en abandonar el barco. Además, no perdió las
formas cuando, a petición propia, Rooke mandó encerrarlo en el sollado
del navío holandés Beschermer, cuyo almirante, Callemburgh,
era un viejo conocido suyo desde una trifulca franco-holandesa en aguas
del canal de la Mancha cuando éste, entonces capitán, mandaba un convoy
con destino a Inglaterra y Chateau, al mando de una flotilla de
guardacostas, lo interceptó y, tras una breve entrevista en el camarote
del francés, permitió que siguiese su derrota.
La penumbra iluminada por las llamas de las naves que siguió mitigó un poco la actividad predadora. El San Diego de San Francisco Javier y Nuestra Señora del Rosario
fueron marinados con éxito fuera de la ría al día siguiente. Del
primero los ingleses amasaron una suma de 15.000 libras y del segundo
algo menos de la mitad, cantidades ambas que, una vez entregado a las
tripulaciones su parte del botín, sirvieron a la corona inglesa para
acuñar una serie de monedas conmemorativas de la batalla.
El tercer galeón capturado, el Santo Cristo, que era remolcado por el Monmouth
a la altura de las islas Cíes, se precipitó contra la amura de
estribor del buque inglés cuando éste chocó contra un pedregal de
percebes de la más meridional de esas islas paradisíacas. Jennings, que
estaba más pendiente del galeón que de la navegación de su navío, casi
se cae al agua por la borda. Una enorme brecha se abrió en la proa del
Monmouth, mientras las olas empujaban contra los peñascos al Santo Cristo
que, tras la colisión, había roto 6 de los 8 cables de remolque. Rooke
y Fairborne, contemplaban esta escena con terror desde sus barcos. Con
la marea alta en el litoral, las dos naves estaban fuera de control y
Jennings se adelantó a enviar más efectivos al Santo Cristo con objeto de asegurar el botín. Tras varios zarandeos, los dos cables que conectaban a ambos buques se rompieron y el Monmouth
y el galeón quedaron separados. A pesar de lo gélido de esas aguas, un
enjambre de marinos se arrojó al mar desde el navío inglés y nadó
hacia el galeón. Poco después todos los botes fueron arriados y casi
100 hombres llegaron a las inmediaciones del Santo Cristo y treparon por sus escalerillas.
El galeón se escoraba a babor y las olas y el viento dejaban una
imagen borrosa de su contorno, que, debido al agua en su interior, ya
empezaba a quedar a la altura de la superficie marina. Los hombres de
Jennings descargaban apresuradamente y tiraban al mar todo lo que
podían. Casi 50 individuos se hacinaban en los pañoles de carga del
galeón moviendo bultos y elevándolos a la cubierta mediante eslabones
de brazos que conectaban el encharcado almacén con la borda. Otro
crujido atravesó la mañana gallega. El Santo Cristo se había
partido en dos y hacía agua por doquier. La dotación enviada por
Jennings y la que ya había en el galeón se esforzaron por desalojar de
sus bodegas todo lo tuviese valor. Ante el inminente hundimiento, el
propio Jennings se sumó al desfalco y abandonó al Monmouth a su
suerte. Para ello arrió otro bote y remó entre enormes olas hasta el
casco del galeón. Soldados, infantes de marina, oficiales y subalternos
guardaban a puñados en los bolsillos lo que ofrecían las arquillas y
las cajas. Cuando Rooke arribó al escenario de este suceso, más propio
de arpías que de marinos profesionales, el Santo Cristo ya
tenía la barriga apoyada suavemente en el fondo del océano Atlántico y
el almirante inglés recolectó de las chorreantes casacas de sus hombres
monedas y joyas por un total de 20.000 libras. El resto del cargamento
del galeón, que algunos historiadores cifran en un millón de pesos de
la época, se pudre actualmente en el lecho marino.
Los ingleses se llevaron el Modere, Prompte y Triton y los galeones San Diego de San Francisco Javier y Nuestra Señora del Rosario.
Ningún otro barco de guerra o galeón franco-español quedó a flote tras
la refriega. Mil doscientos esqueletos anglo-holandeses yacen en el
fondo entre los pecios de la ría, algunos de ellos aferrados a cofres y
arcones. En su afán por salvar los tesoros, casi 400 hombres de la
flota invasora perecieron tras la batalla. Sólo el Santo Cristo
se llevó 190 en su viaje al lecho marino. En el parte de la acción que
redactó Jennings a Rooke, el capitán explica como todavía quedaban 70
braceros en su interior en el momento de irse a pique el galeón español,
el resto sucumbió al oleaje y la avaricia, aspirados por el gigantesco
remolino que provocó el galeón en su viaje a las profundidades.
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