viernes, 23 de agosto de 2019

EL ESPIONAJE EN LA EDAD MEDIA




Mercaderes, embajadores o músicos itinerantes actuaban como informadores secretos de sus reyes en cortes extranjeras.
 Si una profesión se ha perpetuado en el tiempo y ha estado presente en la historia de todas las sociedades humanas, ésta ha sido, sin duda, la de espía. Siempre que una comunidad ha tenido algo que proteger –un secreto político, una ventaja estratégica, un recurso económico– sus competidores se han esforzado en conseguirlo. En la Europa medieval, la multiplicidad de naciones y los enfrentamientos entre ellas hicieron imprescindible la presencia de los espías. De hecho, la primera vez que un documento recoge la palabra espía data de 1264, cuando los venecianos definieron con ese término a los alemanes que reconocían el territorio e indagaban entre los habitantes en busca de información. El escritor Tomaso Garzoni los definía como «una clase de personas que secretamente entran en una ciudad para referir a su propio ejército información acerca del enemigo».
En la Edad Media hubo numerosos tipos de espía. Uno de los más comunes era el emisario oficial destinado en territorio enemigo con la misión de entregar un mensaje. Podían ser des-de simples mensajeros hasta los más honorables enviados, llamados heraldos, pertenecientes a la aristocracia. Estos últimos, en principio, debían estar alejados de una actividad tan deshonrosa como el espionaje, pero en 1389 el heraldo de Luis III, rey de Sicilia, acusaba de deshonestos y espías a sus homónimos en toda Europa.

En cuanto a los embajadores (enviados de un príncipe que residían de forma permanente en la corte de otro soberano), se los consideró desde el principio como espías potenciales. Enrique V de Inglaterra, por ejemplo, decidió encarcelar a todos los embajadores franceses mientras desarrollaba sus planes de invasión del país vecino.
Aparte de estos espías «oficiales», por decirlo así, muchas otras personas podían cumplir ocasionalmente las funciones del espía: desde mercaderes y comerciantes, hasta músicos, médicos, juglares, religiosos o hasta peregrinos. Por ejemplo, un astrólogo español disfrazado de peregrino del camino de Santiago fue enviado a Inglaterra para participar en el asesinato del rey Enrique VII; como había perdido dos dientes y se le podía identificar fácilmente por esa tara física, se hizo fabricar dos de repuesto en marfil del mismo color que los demás.

En líneas generales, durante el Medievo se podían distinguir tres tipos de espía según la función que desempeñaban: el «espía real», el agente ocasional y el agente captado. El primero de ellos corresponde a lo que en Inglaterra se denominaba Master Spyour, «espía mayor». Se trataba de una persona del círculo del monarca: un amigo personal, cercano en el trato cotidiano, de la máxima confianza, que solía ser miembro de la Cámara del Rey. Su misión consistía en gestionar la información que llegaba al gobierno a través de la red de espías establecida por él mismo. Es curioso el caso de Jacobo IV, que tenía como espía mayor a un simple mozo de cuadra.
Frente a este oficial de la Corona estaban los agentes de campo, aquellos que captaban la información. La mayoría eran agentes ocasionales, que a veces se veían obligados a cumplir esa tarea obligados por la Corona, a causa de alguna falta cometida. La mayoría, sin embargo, lo hacían por dinero, pagado del propio peculio del rey bajo el epígrafe de «asuntos privados». Así recibía desde 1379 su paga anual de cincuenta marcos el espía inglés en Francia Nicolás Briser. Por la misma época un tal Frank de Hale, capitán en Calais, base inglesa al norte de Francia durante la guerra de los Cien Años, contaba con un presupuesto de 104 libras para pagar «diversos mensajes y otros espías [...], para espiar y saber la voluntad y los hechos de los enemigos de Francia», así como de 50 marcos para la propagación de rumores falsos.
De todos los espías, el más útil era el agente captado, es decir, un espía enemigo descubierto y obligado a trabajar como agente doble. Aunque en la mayoría de los casos el agente descubierto era eliminado, se daba el caso de que pasara al servicio del príncipe que lo había capturado. Así pasó con Thomas Turberville, apresado por los franceses en 1294 y obligado a servirles en la corte de Eduardo I de Inglaterra, puesto que sus hijos fueron retenidos como rehenes en Francia. Al año siguiente Turberville fue desenmascarado, juzgado y, por último, ejecutado públicamente en la ciudad de Londres.
Por muy difícil que fuera captar agentes que obtuvieran una información veraz y útil, aún lo era más transmitirla hasta territorio seguro. Desde muy temprano en la historia se idearon sistemas de cifrado para proteger la información secreta. Los más sencillos consistían en sustituir letras por cifras. Al trocar las letras del mensaje en series de números o símbolos sin sentido aparente, se conseguía proteger la información. Eso sí, previamente había que entregar la clave de la cifra para el descodificado a receptor y emisor. Decenas de documentos bajo cifra descansan en el Archivo General de Simancas, ideados por el embajador de Isabel la Católica en Inglaterra, el doctor Rodrigo González de Puebla, y más tarde por el cardenal Granvela, con instrucciones y negociaciones sobre la boda del futuro Felipe II con la reina de Inglaterra.
Por el contrario, los agentes ocasionales –mercaderes, religiosos, músicos, campesinos, artesanos– empleaban métodos de espionaje más imaginativos. Los mercaderes al servicio del Consejo de los Diez, gestores del secreto en la Serenísima República de Venecia, desarrollaron un método metafórico en sus mensajes: cuando escribían paños bermejos, se referían a la armada turca; la armada española era codificada como paños verdes y el número de paños solicitados coincidía con las unidades militares; si recomendaban el uso del mantel de mesa estaban requiriendo la artillería, y si era obligatorio realizar el pago de una libra de seda por envío, los agentes requerían una partida de pólvora con urgencia.
No obstante, aun siendo importante proteger el contenido de los mensajes mediante cifras, lo era más garantizar el canal de comunicación entre los espías y los oficiales de la Corona encargados de transmitir los contenidos al gobierno. Durante la guerra de los Cien Años, Inglaterra desarrolló un corredor protegido para transmitir este tipo de informaciones. El punto de partida de los diversos agentes en el continente era la ciudad de Calais y el paso seguro para la entrega de información se realizaba entre la ciudad francesa de Wissant y la inglesa de Dover. Una vez en territorio insular, se habilitó un pasillo seguro hasta Londres, jalonado de postas, con parada obligatoria en las ciudades de Southwark, Canterbury y Rochester. En 1373 se disponía de un presupuesto de un marco por hombre y caballo al día.


En cualquier caso, en contra de la imagen romántica del espía aventurero difundida por la literatura y el cine, para la mayoría de las personas el espionaje constituía la más deshonesta de las actividades, pues se fundamentaba en la traición de la confianza obtenida. A través de la historia, el fin cantado de los espías fue la muerte, tras ser sometidos a los más variados métodos de tortura. Muy pocos espías desenmascarados lograron sobrevivir y los que lo hicieron fue a costa de doblar la traición. Asimismo, muy pocos hombres honorables se permitieron tal práctica en el Medievo; sólo en el siglo XX la figura del espía fue apartada del descrédito generalizado, de la infamia y de la calumnia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario