Mercaderes, embajadores o músicos itinerantes actuaban como informadores secretos de sus reyes en cortes extranjeras.
Si una profesión se ha perpetuado en el tiempo y ha estado presente en
la historia de todas las sociedades humanas, ésta ha sido, sin duda, la
de espía. Siempre que una comunidad ha tenido algo que proteger –un
secreto político, una ventaja estratégica, un recurso económico– sus
competidores se han esforzado en conseguirlo. En la Europa medieval, la
multiplicidad de naciones y los enfrentamientos entre ellas hicieron
imprescindible la presencia de los espías. De hecho, la primera vez que
un documento recoge la palabra espía data de 1264, cuando los venecianos
definieron con ese término a los alemanes que reconocían el territorio e
indagaban entre los habitantes en busca de información. El escritor
Tomaso Garzoni los definía como «una clase de personas que secretamente
entran en una ciudad para referir a su propio ejército información
acerca del enemigo».
En la Edad Media hubo numerosos tipos de
espía. Uno de los más comunes era el emisario oficial destinado en
territorio enemigo con la misión de entregar un mensaje. Podían ser
des-de simples mensajeros hasta los más honorables enviados, llamados
heraldos, pertenecientes a la aristocracia. Estos últimos, en principio,
debían estar alejados de una actividad tan deshonrosa como el
espionaje, pero en 1389 el heraldo de Luis III, rey de Sicilia, acusaba
de deshonestos y espías a sus homónimos en toda Europa.
En
cuanto a los embajadores (enviados de un príncipe que residían de forma
permanente en la corte de otro soberano), se los consideró desde el
principio como espías potenciales. Enrique V de Inglaterra, por ejemplo,
decidió encarcelar a todos los embajadores franceses mientras
desarrollaba sus planes de invasión del país vecino.
Aparte de estos espías «oficiales», por decirlo así, muchas otras
personas podían cumplir ocasionalmente las funciones del espía: desde
mercaderes y comerciantes, hasta músicos, médicos, juglares, religiosos o
hasta peregrinos. Por ejemplo, un astrólogo español disfrazado de
peregrino del camino de Santiago fue enviado a Inglaterra para
participar en el asesinato del rey Enrique VII; como había perdido dos
dientes y se le podía identificar fácilmente por esa tara física, se
hizo fabricar dos de repuesto en marfil del mismo color que los demás.
En
líneas generales, durante el Medievo se podían distinguir tres tipos de
espía según la función que desempeñaban: el «espía real», el agente
ocasional y el agente captado. El primero de ellos corresponde a lo que
en Inglaterra se denominaba Master Spyour, «espía mayor». Se trataba de
una persona del círculo del monarca: un amigo personal, cercano en el
trato cotidiano, de la máxima confianza, que solía ser miembro de la
Cámara del Rey. Su misión consistía en gestionar la información que
llegaba al gobierno a través de la red de espías establecida por él
mismo. Es curioso el caso de Jacobo IV, que tenía como espía mayor a un
simple mozo de cuadra.
Frente a este oficial de la Corona estaban
los agentes de campo, aquellos que captaban la información. La mayoría
eran agentes ocasionales, que a veces se veían obligados a cumplir esa
tarea obligados por la Corona, a causa de alguna falta cometida. La
mayoría, sin embargo, lo hacían por dinero, pagado del propio peculio
del rey bajo el epígrafe de «asuntos privados». Así recibía desde 1379
su paga anual de cincuenta marcos el espía inglés en Francia Nicolás
Briser. Por la misma época un tal Frank de Hale, capitán en Calais, base
inglesa al norte de Francia durante la guerra de los Cien Años, contaba
con un presupuesto de 104 libras para pagar «diversos mensajes y otros
espías [...], para espiar y saber la voluntad y los hechos de los
enemigos de Francia», así como de 50 marcos para la propagación de
rumores falsos.
De todos los espías, el
más útil era el agente captado, es decir, un espía enemigo descubierto y
obligado a trabajar como agente doble. Aunque en la mayoría de los
casos el agente descubierto era eliminado, se daba el caso de que pasara
al servicio del príncipe que lo había capturado. Así pasó con Thomas
Turberville, apresado por los franceses en 1294 y obligado a servirles
en la corte de Eduardo I de Inglaterra, puesto que sus hijos fueron
retenidos como rehenes en Francia. Al año siguiente Turberville fue
desenmascarado, juzgado y, por último, ejecutado públicamente en la
ciudad de Londres.
Por muy difícil que fuera captar agentes que
obtuvieran una información veraz y útil, aún lo era más transmitirla
hasta territorio seguro. Desde muy temprano en la historia se idearon
sistemas de cifrado para proteger la información secreta. Los más
sencillos consistían en sustituir letras por cifras. Al trocar las
letras del mensaje en series de números o símbolos sin sentido aparente,
se conseguía proteger la información. Eso sí, previamente había que
entregar la clave de la cifra para el descodificado a receptor y emisor.
Decenas de documentos bajo cifra descansan en el Archivo General de
Simancas, ideados por el embajador de Isabel la Católica en Inglaterra,
el doctor Rodrigo González de Puebla, y más tarde por el cardenal
Granvela, con instrucciones y negociaciones sobre la boda del futuro
Felipe II con la reina de Inglaterra.
Por el contrario, los
agentes ocasionales –mercaderes, religiosos, músicos, campesinos,
artesanos– empleaban métodos de espionaje más imaginativos. Los
mercaderes al servicio del Consejo de los Diez, gestores del secreto en
la Serenísima República de Venecia, desarrollaron un método metafórico
en sus mensajes: cuando escribían paños bermejos, se referían a la
armada turca; la armada española era codificada como paños verdes y el
número de paños solicitados coincidía con las unidades militares; si
recomendaban el uso del mantel de mesa estaban requiriendo la
artillería, y si era obligatorio realizar el pago de una libra de seda
por envío, los agentes requerían una partida de pólvora con urgencia.
No
obstante, aun siendo importante proteger el contenido de los mensajes
mediante cifras, lo era más garantizar el canal de comunicación entre
los espías y los oficiales de la Corona encargados de transmitir los
contenidos al gobierno. Durante la guerra de los Cien Años, Inglaterra
desarrolló un corredor protegido para transmitir este tipo de
informaciones. El punto de partida de los diversos agentes en el
continente era la ciudad de Calais y el paso seguro para la entrega de
información se realizaba entre la ciudad francesa de Wissant y la
inglesa de Dover. Una vez en territorio insular, se habilitó un pasillo
seguro hasta Londres, jalonado de postas, con parada obligatoria en las
ciudades de Southwark, Canterbury y Rochester. En 1373 se disponía de un
presupuesto de un marco por hombre y caballo al día.
En
cualquier caso, en contra de la imagen romántica del espía aventurero
difundida por la literatura y el cine, para la mayoría de las personas
el espionaje constituía la más deshonesta de las actividades, pues se
fundamentaba en la traición de la confianza obtenida. A través de la
historia, el fin cantado de los espías fue la muerte, tras ser sometidos
a los más variados métodos de tortura. Muy pocos espías desenmascarados
lograron sobrevivir y los que lo hicieron fue a costa de doblar la
traición. Asimismo, muy pocos hombres honorables se permitieron tal
práctica en el Medievo; sólo en el siglo XX la figura del espía fue
apartada del descrédito generalizado, de la infamia y de la calumnia.
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