martes, 25 de agosto de 2015

LOS VIKINGOS EN AMÉRICA .....VIKINGOS Y AMERIDIOS CARA A CARA





Siguiendo el rastro de ciertos objetos hallados en el Ártico canadiense, una arqueóloga escribe un capítulo perdido de la historia del Nuevo Mundo
Su textura sedosa y la especial suavidad al tacto enseguida llamaron la atención de Patricia Su­­therland. Las hebras de aquella cuerda procedían de un asentamiento abandonado en el extremo septentrional de la Tierra de Baffin, en Canadá, muy por encima del círculo polar Ártico y al norte de la bahía de Hudson. Hace unos 700 años cazadores indígenas se habían calentado en ese lugar con lámparas de aceite de foca. En la década de 1980, tras desenterrar en las mismas ruinas cientos de objetos, un misionero católico se ha­­bía quedado perplejo ante aquellos filamentos tan suaves. Esa cuerda, confeccionada con pelos cortos extraídos del pelaje de una liebre ártica, nada tenía que ver con las que fabricaban los cazadores árticos retorciendo tendones y nervios. ¿Cómo había llegado hasta allí? Sin haber hallado la respuesta, el anciano sacerdote embaló las he­­bras junto con el resto de los hallazgos y los despachó a Gatineau, Quebec, directos al Museo Canadiense de la Civilización.




Pasaron los años. Un buen día de 1999 Sutherland, experta en arqueología ártica del mencionado museo, observó las hebras al microscopio y descubrió que alguien había hilado los pelos cortos para crear aquellos suaves hilos. Los habitantes prehistóricos de la Tierra de Baffin, sin embargo, ni hilaban ni tejían: se vestían con cuero y pieles, que cosían dando unas puntadas con cuerdas fabricadas con tendones y nervios. ¿De dónde procedían, pues, aquellas hebras hiladas? Sutherland tuvo un presentimiento. Años antes, mientras participaba en las excavaciones de una granja vikinga en Groenlandia, había visto a sus colegas desenterrar del suelo de una tejeduría fragmentos de un hilo similar. Corrió a telefonear a un arqueólogo danés. Semanas después una experta en tejidos vikingos le confirmó que las hebras canadienses eran idénticas a las que hilaban las mujeres escandinavas de Groenlandia. «Me quedé petrificada», recuerda Sutherland.

El hallazgo suscitaba preguntas fascinantes que alimentaron más de una década de investigación. ¿Acaso un grupo de escandinavos había arribado a las remotas costas de la Tierra de Baffin y hecho buenas migas con los cazadores nativos? ¿Era aquel hilo la clave de un capítulo perdido de la historia del Nuevo Mundo?
Los navegantes vikingos fueron los grandes exploradores de la Europa medieval. Constructores de sólidas embarcaciones de madera que todavía hoy impresionan, zarparon de su Escandinavia natal en pos de nuevas tierras, oro y te­­soros. En el siglo VIII algunos navegaron rumbo a poniente, hasta lo que hoy es Escocia, Inglaterra e Irlanda, a cuyos habitantes pasaron a espada en unas incursiones que han quedado inmortalizadas en manuscritos medievales. Muchos se dedicaron al comercio. Ya en el siglo IX algunos mercaderes vikingos se dirigieron al este, recorriendo las costas de los mares Blanco y Negro y remontando los ríos de la Europa oriental. Fundaron ciudades en las principales rutas mercantiles euroasiáticas y se dedicaron al trueque de los artículos más preciados del Viejo Mundo: cristalería del valle del Rin, plata de Oriente Medio, conchas del mar Rojo, sedas de China…




Los más audaces pusieron rumbo hacia los confines occidentales, internándose en las traicioneras aguas brumosas del Atlántico Norte. En Islandia y Groenlandia los colonos vikingos establecieron sus granjas y acopiaron lujos árticos destinados a los mercados europeos, desde marfil de morsa hasta colmillos de narval que se vendían como cuernos de unicornio. Sin temor a lo desconocido, algunos jefes tribales navegaron aún más lejos en dirección oeste, surcando unas aguas cuajadas de icebergs que les llevarían a alcanzar el continente americano.
En algún momento entre los años 989 y 1020, un grupo de navegantes vikingos (quizá de hasta 90 hombres y mujeres) arribó a la costa de Terranova, donde levantaron tres robustos edificios y una serie de casas de turba destinadas a tejedu­rías, forjas y astilleros. En la década de 1960 un aventurero noruego, Helge Ingstad, y su esposa, la arqueóloga Anne Stine Ingstad, descubrieron y excavaron aquella antigua base de exploración en un lugar llamado L’Anse aux Meadows. Más adelante unos arqueólogos canadienses encontraron remaches navales de hierro y otros objetos de lo que parecía ser un naufragio vikingo frente a la costa de la Tierra de Ellesmere. Pero en años posteriores pocos rastros de la legendaria exploración vikinga del Nuevo Mundo salieron a la luz. Hasta que llegó Patricia Sutherland.


Bajo la suave luz matutina de la Tierra de Baffin, Sutherland y su equipo descienden en fila india por una vereda pedregosa hasta el exuberante valle de Tanfield. El fuerte viento de la víspera ha amainado y las densas nubes también son historia, por lo que un cielo azul brilla sobre la accidentada costa que los navegantes vikingos llamaran Helluland, «tierra de las piedras planas». Mucho antes de la llegada de los vikingos, los antiguos habitantes de la zona fundaron aquí un asentamiento conocido hoy como Nanook.
En su difícil avance ladera abajo, Sutherland escudriña la orilla por si hubiese osos polares. La arqueóloga se maravilla ante el musgo del valle, grueso y esponjoso: «Es puro verdor, hay turba de sobra para construir. Es el valle más verde de la zona».



En la actualidad investigadora de la Universidad de Aberdeen, en Escocia, Sutherland sonríe ante la perfección de ese escenario natural. A nuestros pies se abre una ensenada, un inmejorable puerto natural para un barco vikingo llegado del otro lado del Atlántico. Junto a algunas áreas cenagosas del valle, una charca microbiana de aspecto oleoso sugiere la presencia de limonita, la mena de hierro que los herreros vikingos trabajaban con maestría.
Con sus rizos, voz aniñada y metro y medio de estatura, Sutherland no da el tipo de jefa de expedición, pero esta arqueóloga de 63 años es un torbellino. Es la primera en levantarse y la última en cerrar la cremallera del saco de dormir. Y entre una cosa y la otra se diría que está en todas partes a la vez: preparando almuerzos para ancianos inuit, volteando tortitas, revisando la valla eléctrica antiosos del campamento…



En 1999, el hallazgo de los hilos la llevó de nuevo a los almacenes del Museo Canadiense de la Civilización, donde se entregó al estudio de piezas descubiertas por otros arqueólogos en los yacimientos de unos cazadores árticos que hoy conocemos como los dorset, quienes recorrieron el litoral oriental ártico durante casi dos milenios hasta su misteriosa desaparición a finales del siglo XIV. Observando detalladamente, a menudo al microscopio, cientos de objetos de supuesto origen dorset, Sutherland identificó más pedazos de hebras hiladas procedentes de cuatro yacimientos importantes (Nunguvik, valle de Tanfield, isla Willows e islas Avayalik), diseminados a lo largo de unos 2.000 kilómetros de costa, desde el norte de la Tierra de Baffin hasta el norte de Labrador. Sutherland también advirtió algo muy extraño en las colecciones de aquellos yacimientos: se habían desenterrado numerosas piezas de madera, pese al hecho de que estaban en un paisaje de tundra desarbolada. Para su asombro, descubrió fragmentos de lo que parecían palos de conteo, usados por los vikingos para llevar un registro de las transacciones mercantiles, y husos, que pudieron servir para hilar fibras. También identificó trozos de madera con agujeros de clavos cuadrados y posibles manchas de hierro. La datación por radiocarbono situó uno de los clavos en el siglo XIV, hacia el final del período vikingo de Groenlandia.
Cuanto más revisaba Sutherland las antiguas colecciones de la cultura dorset, más pruebas encontraba de la presencia vikinga en aquellas costas. Al examinar la industria lítica identificó casi 30 piedras de afilar tradicionales escandinavas, una pertenencia habitual de hombres y mujeres vikingos, además de varias tallas dorset de lo que parecían rostros europeos, de nariz larga, cejas prominentes y quizá barba.


Todo apuntaba hacia un contacto amistoso entre cazadores dorset y navegantes vikingos. Pero para reunir más pistas, Sutherland debía excavar, y el valle de Tanfield parecía el lugar más prometedor. En los años sesenta el arqueólogo estadounidense Moreau Maxwell exhumó parte de una peculiar estructura de pie­dra y turba, y su conclusión fue que se trataba de un tipo de vivienda construida por cazadores nómadas dorset. A Sutherland le resultaba difícil de creer. Los dorset construían casitas del tamaño de un dormitorio actual. La casa del valle de Tanfield, uno de cuyos muros superaba los 12 metros de largo, debió de ser muchísimo más grande.
Una fría tarde ártica Sutherland se inclina sobre un cuadrado de tierra en el interior de las misteriosas ruinas de piedra. Con la punta del paletín desprende un trocito de hueso de ballena. Lo limpia de tierra y deja a la vista dos orifi­cios perforados con taladro. Los dorset no tenían taladros –hacían agujeros con gubia, sin tanta precisión–, pero los carpinteros vikingos tenían brocas en sus cofres de herramientas y a menudo perforaban orificios para introducir las espigas con las que ensamblaban las piezas de madera.
Sutherland mete el hallazgo en una bolsa de plástico. Anteriores arqueólogos ya excavaron exhaustivamente las ruinas, explica, de modo que ella y su equipo deben buscar pistas minúsculas que en su día pasaron inadvertidas. En los sedimentos del interior de los muros, por ejemplo, Sutherland localizó minúsculos fragmentos de pieles que pertenecían a una especie de rata del Viejo Mundo, probablemente la rata negra, que sin duda tuvo que llegar al Ártico en barco.


Otras pistas halladas en las ruinas no son tan sutiles. Un miembro del equipo sacó a la luz una pala de hueso de ballena muy similar a las halladas en asentamientos vikingos groenlandeses. «Tiene el mismo tamaño y es del mismo material que las palas usadas para cortar los bloques de turba destinados a la construcción», comenta Sutherland. Y todo encaja: ella y sus colegas ha­­llaron restos de bloques de turba, el material que los vikingos usaban para levantar paredes aislantes, y una cimentación de rocas grandes que parecen haber sido cortadas y conformadas por alguien familiarizado con la cantería escandinava. Las dimensiones generales de la estructura, la tipología de los muros y un canal de desagüe revestido de piedras recuerdan ciertas características de las edificaciones vikingas de Groenlandia. En una zona todavía perviven los restos de una letrina. Del suelo, un integrante del equipo recuperó puñados de musgo, el equivalente vikingo a nuestro papel higiénico. «Los dorset se desplazaban constantemente y no construían este tipo de instalaciones», afirma Sutherland.
¿Pero por qué los vikingos se demorarían du­­rante tanto tiempo en aquel tempestuoso confín de Helluland hasta el punto de llegar a construir este edificio? ¿Qué tesoros buscaban?


A finales del siglo IX un rico comerciante vikingo llamado Ohthere se presentó en la corte del rey inglés Alfredo el Grande. Hombre efusivo y ataviado con ricos atuendos exóticos, relató el largo viaje que lo había llevado hasta las costas del mar Blanco, donde un pueblo del norte conocido como los sami lo había surtido de pieles de nutria y de marta, de suave plumón y de otros raros lujos árticos. Luego obsequió al rey con marfil de morsa del que podían tallarse piezas de ajedrez y otras obras de arte exquisitas.
Ohthere no era el único mercader vikingo que surtía a los europeos de la codiciada mercancía del gélido norte. Cada primavera partían hombres de los asentamientos de Groenlandia hacia un rico cazadero costero del norte, el Nordsetur. Aquellos groenlandeses medievales se cobraban morsas y otras piezas del Ártico, y cargaban sus barcos de cuero, pieles, marfil e incluso oseznos polares vivos para el comercio exterior. A dos o tres días de navegación al oeste de Nordsetur, al otro lado de las agitadas aguas del estrecho de Davis, aguardaba otro tesoro ártico, quizás aún más rico: Helluland. Sus montañas coronadas de glaciares infundían respeto, pero las aguas heladas eran un hervidero de morsas y narvales, y en la tierra abundaban los caribúes y pequeños animales de preciado pelaje.



Los navegantes vikingos que exploraron las costa de América del Norte hace mil años probablemente buscaban socios comerciales, como Ohthere. En Terranova (Vinland para ellos) los recién llegados se toparon con un recibimiento hostil: los aborígenes estaban bien armados y veían a los extranjeros como intrusos. Pero en Helluland pequeños grupos nómadas de cazadores dorset pudieron intuir las posibilidades y desenrollar la alfombra roja. Tenían pocas armas de combate, pero eran magistrales cazadores de morsas y tramperos en busca de piezas con cuyo suave pelaje podía confeccionarse un hilo exquisito. Más aún, algunos expertos creen que los dorset eran entusiastas del comercio. Llevaban siglos practicando el trueque con sus vecinos para obtener cobre y otros artículos raros.
Con poco que temer de los indígenas, bien pudiera ser que los vikingos construyeran un campamento estacional en el valle de Tanfield, quizá para cazar además de comerciar. Los ex­­tranjeros habrían tenido dos artículos que ofrecer a los cazadores dorset a cambio de pieles de zorro polar, abundante en la zona: pedazos de madera tallable y pequeños fragmentos de metal que podían afilarse y convertirse en hojas cortantes. Al parecer, floreció el comercio de pieles y de otros artículos de lujo. Las indagaciones arqueológicas sugieren que algunas familias dorset acampadas cerca de la avanzada vikinga pudieron haber preparado pieles de animales.



Hace 13 años, cuando se topó con las curiosas hebras, Sutherland no concebía la posibilidad de que hubiese un pequeño puesto comercial vikingo en plena costa de su amado Ártico. Pero hoy tiene mucho trabajo por delante. Solo se ha investigado una pequeña parte del valle de Tanfield, y sus hallazgos (nuevas pruebas de con­tacto no beligerante entre navegantes vikingos y aborígenes norteamericanos, y el descubrimiento del que tal vez sea el comercio europeo de pie­­les más antiguo de América) han suscitado una viva controversia entre muchos de sus colegas. Como ocurrió hace décadas con el descubrimiento de L’Anse aux Meadows, la lucha será larga y denodada. Pero Sutherland está resuelta a demostrar que los escépticos se equivocan.
Se cubre el rostro con la mosquitera y vuelve a cavar. «Creo que aquí hay más cosas que de­­senterrar, estoy convencida –dice con una sonrisa–. Y vamos a encontrar mucho más.»
http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/ng_magazine/reportajes/7725/vikingos_amerindios_cara_cara.html

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