domingo, 12 de enero de 2020

DOÑA JUANA DE CASTILLA...APODADA "LA LOCA"


                     
A la muerte de su esposo Felipe «el Hermoso», la Reina Juana de Castilla inició una larga procesión por todo el reino con el ataúd del Rey a la cabeza. Durante ocho meses, Juana caminó pegada al catafalco de su esposo en un cortejo fúnebre que despertó asombro e incluso miedo entre la población. Este supuesto arranque de locura provocó la reclusión de la Reina en Tordesillas (Valladolid) hasta su muerte cuarenta y seis años después. En la actualidad, los historiadores se plantean si Fernando «el Católico» –padre de Juana y responsable de su «cautiverio» aprovechó la enajenación transitoria de su hija para apartarla bruscamente de la Corona.



Nacida en Toledo el 6 de noviembre de 1479, Juana de Castilla recibió una educación esmerada de orientación humanista por empeño de su madre, Isabel «la Católica», quien bien sabía lo complicado que era para una mujer progresar en una sociedad dominada por los hombres. Pronto, la Infanta castellana destacó en el dominio de las lenguas romances y el latín, en interpretación musical y en danza. Era, en consecuencia, la educación típica de un miembro secundario de la Familia Real. No en vano, Juana de Castilla fue una niña normal que no dio prueba de sufrir ningún tipo de trastorno mental hasta la madurez.

No mucho tiempo después, en 1504, el fallecimiento de Isabel «la Católica» inició una disputa entre Fernando «el Católico» y Felipe «el Hermoso» por hacerse con el control de Castilla, donde Juana quedó atrapada entre el fuego cruzado. Para rematar una década minada de muertes de gente cercana a ella, Felipe I (que llegó a ser Rey de Castilla por dos meses) falleció súbitamente en 1506. Según las fuentes de la época, «se encontraba Felipe en Burgos jugando a pelota cuando, tras el juego, sudando todavía, bebió abundante agua fría, por lo cual cayó enfermo con alta fiebre y murió unos días después».

La actitud de la Reina durante el cortejo fúnebre que llevó el cuerpo de su marido por buena parte de Castilla extendió entre la población la creencia de que tenía graves problemas mentales. Sea como fuere el grado y naturaleza de locura de la Reina, su padre no estaba dispuesto a dejar pasar otra vez la ocasión de hacerse con la Corona de Castilla y recluyó rápidamente a su hija en Tordesillas, donde residiría hasta su muerte.

Las aguas del Duero bajan, a su paso por Tordesillas, preñadas de murmullos de tiempos pasados. Sólo hay que sentarse a escucharlos. Allí, junto al puente medieval, donde la silueta de la villa vallisoletana se recorta en el cielo castellano, el río esparce por la orilla los rumores de una lenta agonía, los lamentos de una reina encerrada en su palacio durante casi medio siglo. Juana I de Castilla llega a Tordesillas en marzo de 1509 con el cadáver de su esposo, Felipe el Hermoso, muerto dos años antes, todavía sin enterrar. Reina sin trono, a sus 29 años lejos estaba de imaginar que su cautiverio duraría 46, hasta su muerte en 1555.
Pero, ¿donde está el palacio donde Juana la Loca lloró su soledad? Tenemos ante nosotros , a un lado, las casas del tratado, donde Portugal y Castilla se repartieron el mundo conocido en 1494, y la antigua iglesia de San Antolín. Al otro, el monasterio de Santa Clara. Entre ambos, la mirada escudriña sin éxito en busca del palacio-prisión de la reina. El drama turístico de Tordesillas es que de la residencia real construida durante el reinado de Enrique III no queda nada en pie. El lugar donde se levantaba, entre la iglesia de San Antolín y el convento de Santa Clara, está ahora ocupado por edificios de viviendas. Otro rey, Carlos III, ordenó derribar el edificio de dos plantas en 1773 porque amenazaba ruina. El silencio de la Historia cayó entonces como una fría losa sobre la memoria de la reina loca.
¿Dónde rastrear, pues, el drama de la hija de los Reyes Católicos en esta villa?  Debemos dirigir los pasos, plaza mayor abajo, hacia el monasterio de Santa Clara, antiguo palacio real de Alfonso XI, de inconfundible estilo mudéjar. Allí, en su capilla dorada, se guarda un realejo, un viejo órgano portátil castellano, que pudo pertenecer a la reina Juana, muy aficionada a la música. En el inventario de sus bienes realizado tras su muerte figura, al menos, un instrumento de estas características.

Para llegar al mirador de la iglesia de San Antolín hay que subir los 57 escalones del torreón donde, supuestamente, Juana la Loca se dejaba ver para recordar al pueblo que seguía cautiva.

Pese a la proximidad del monasterio con el palacio de Doña Juana, la reina nunca puso un pie aquí, aunque su mirada debió perderse en multitud de ocasiones entre estos muros, donde yacía enterrado su esposo. El 15 de abril de 1555 ella también fue enterrada en la capilla de los Saldaña, pero Felipe el Hermoso ya no estaba allí. Su cuerpo había sido trasladado a Granada treinta años antes, el mismo camino que seguirían los restos de la reina en 1574 por orden de su nieto, Felipe II. La capilla mayor se puede visitar hoy en día, pero hay que abandonarse al instinto para adivinar la fosa donde estuvo enterrada la reina.


Saliendo del monasterio siguiendo el curso del Duero, caminamos delante de los terrenos donde se levantó el antiguo palacio, cuya fachada medía 75 metros de largo, con cierta amargura. En los jardines situados enfrente, que Carlos III cedió al municipio tras la demolición del edificio, no es difícil imaginar la terrible melancolía de una reina que, probablemente esquizofrénica, tendría muchos momentos de lucidez. Rescatada fugazmente del olvido por los comuneros, que quisieron sentarla en el trono e incluso la visitaron en palacio, la derrota de la causa revolucionaria en 1521 añadió un motivo más para dar la espalda a la soberana.  Todavía podemos observar por nosotros mismos las huellas de ese olvido recorriendo los aledaños de la plaza mayor, donde las famililas nobles que apoyaron la lucha comunera borraron sus escudos solariegos para no dejar pistas a Carlos V de su respaldo a la reina loca.
Sobre la actual calle de San Antolín, un pasadizo elevado conectaba el palacio con la iglesia del mismo nombre, hoy museo, lo que permitía a Doña Juana asistir a los oficios religiosos sin tener que salir a la calle (de hecho, sólo abandonó el palacio durante unos meses por una epidemia de peste en 1533). La leyenda dice que la reina solía asomarse a la ventana del torreón del templo y a sus pies, los tordesillanos erigieron hace unos años una estatua de Doña Juana, quizá queriendo compensarla por tantos años de olvido.
Para llegar al mirador de la iglesia de San Antolín hay que subir los 57 escalones del torreón donde, supuestamente, Juana la Loca se dejaba ver para recordar al pueblo que seguía cautiva. A primera hora del atardecer, el sol centellea en las tranquilas aguas del Duero y la vista nuestra, como quizá la de la reina cinco siglos atrás, se pierde en la vasta extensión de la meseta castellana, en el cielo velazqueño que invita a seguir adelante. El viento alborota los cabellos e insufla al ánimo una desbordante sensación de libertad que a la soberana, así al menos preferimos imaginarlo, debía reconciliarle fugazmente con esa vida que no le dejaron vivir.


viernes, 10 de enero de 2020

TRATADO DE ALMIZRA Y LA DIPLOMACIA DEL MEDIEVO



 El Tratado de Almizra lo firmaron Jaime I el Conquistador y el infante castellano Alfonso, hijo de Fernando III y posterior rey Alfonso X el Sabio. El primero tenía treinta y seis años; el segundo veintitrés. En sus campañas militares de expansión por la península, sus antecesores establecieron en el siglo XII una intensa actividad diplomática para distribuirse la conquista futura de tierras en poder musulmán. Los Tratados de Tudilén en 1151 (en Navarra, cerca de Aguas Caldas) y de Cazola en 1179 (lugar que algunos investigadores sitúan en la calzada de Medinaceli a Ariza, en el llamado Corral de Cacala) dibujaban la frontera de ambas Coronas al sur del Júcar. Por el acuerdo de Tudilén, suscrito por Alfonso VII y Berenguer IV, se le adjudicaba a Aragón, además de las tierras que quedaban al sur del río, el derecho a anexionarse el Reino de Murcia, salvo los castillos de Lorca y Vera. Por el de Cazola, que firmaron el aragonés Alfonso II y el castellano Alfonso VII, se revisaban estos límites y se desplazaban hacia el norte. La línea la marcaba, ahora, Biar por el interior y Calpe por el mar, pasando para Castilla lo que estaba al sur de estas poblaciones; es decir, el Reino de Murcia. El pacto, con las habituales menciones de que su vigencia era a perpetuidad y obligaba a los sucesores, dejaba avisadas a ambas partes con un compromiso: "que ninguno de los dos quite o disminuya al otro algo de la parte a cada uno asignada, ni de otro modo ninguno de los dos maquine astutamente algún obstáculo contra la ya dicha división". Nada, por tanto, hacía presagiar conflictos insalvables entre los dos reinos cristianos. Sin embargo, las dificultades llegaron sesenta y cinco años después con nuevos protagonistas.




Para entonces, tras la conquista de Baleares por la Corona de Aragón, el rey Jaime I había emprendido con éxito la del Reino de Valencia, pero las negociaciones que los castellanos tenían abiertas en 1244 con el alcaide musulmán de Játiva para que les entregase esta plaza motivó que Jaime I pretendiera Villena, Sax, Caudete y Bugarra. La conquista de Játiva correspondía al Reino de Valencia; la de Villena, Sax, Caudete y Bugarra, que acabaron entregándose a Jaime I, incumbía a Castilla. Aunque las relaciones políticas seguían siendo amistosas (prueba de ello era el acuerdo de matrimonio entre el infante Alfonso con la todavía niña Violante, hija de Jaime I y su segunda esposa Violante de Hungría), el peligro de entrar en guerra llevó a unos y a otros a concertar una entrevista de urgencia en marzo de 1244. Como lugar de encuentro se escogió el castillo de Almizra, que estaba ya en poder del Reino de Valencia.
Durante siglos, sólo una fuente proporcionó información de lo que ocurrió en su recinto en cuatro jornadas: la "Crònica" o "Llibre dels Feits" de Jaime I. El relato comienza a ocuparse de la cita con la solicitud de Alfonso. "Enviá'ns messatge l'infant don Alfonso que es volia veer ab nós, e pregà'ns que li exíssem a Almiçra", dictó el autor de la "Crònica", que asistió en compañía de sus hombres de confianza y su esposa Violante. Jaime I invitó al infante a aposentarse en el castillo, pero éste prefirió acampar con sus tiendas a la falda del monte, "al peu del puig d'Almiçra". El juego diplomático lo abordaron las dos partes con distinto estilo. Mientras que Jaime I asumió personalmente las negociaciones, el infante Alfonso delegó en el Maestre de Uclés y en Diego de Vizcaya. Con ello no sólo confiaba el peso de su estrategia a las habilidades de dos colaboradores más experimentados sino que evitaba la adopción de decisiones inmediatas, puesto que sus embajadores demoraban respuestas con la excusa de tenerlas que consultar.

El litigio sobre Játiva, cuya plaza llegaron los emisarios castellanos a reclamar como dote de la hija de Jaime I al futuro matrimonio con el infante, centró las discusiones y obligó al Conquistador a poner su ardor en la defensa de esta población. Jaime I dio de sí mismo en la "Crònica" una imagen de dureza en el debate, hasta el punto de atribuirse una amenaza a los castellanos: "Qui en Xátiva volrà entrar sobre nós haurá de pasar". La tensión llega a tal extremo que ordenó, en cierto momento, ensillar la caballería con el propósito de regresar a sus posiciones, dando por terminadas las vistas. Sólo las lágrimas de Violante de Hungría y su insistencia en la necesidad de llegar a una solución pacífica aportaron calma, lo que forzó también al Maestre de Uclés y Diego de Vizcaya a comunicar a Alfonso la oportunidad de replantear sus peticiones. El desenlace no fue más que una cesión de ambas partes: Alfonso renunció a Játiva y, a cambio, recuperaba Sax, Villena, Caudete y Bugarra. El encuentro se resolvía con el trazado de una frontera que, según la "Crònica", corría desde Almizra por Biar, Castalla y Jijona hasta conectar con el mar. Tras redactar las cláusulas del convenio, el escribano anotó la fecha: "Data Almiçrano cum ibi haberent colloquium septimo kalendas Aprilis anno MCCXL quarto era MCCLXXX secunda", lo que vertido al calendario actual equivale al 26 de marzo de 1244.
Las consecuencias políticas del encuentro pueden deducirse sobre cualquier mapa que represente esta frontera. Castilla aseguraba su salida al mar a través del Reino de Murcia y cerraba el avance de un posible competidor, militarmente respetable, en la futura conquista del sur peninsular. A la Corona de Aragón, en cambio, la solución le frenaba por ese extremo (luego, con el Tratado de Corbeil de 1258, también fijaría su límite por el norte) En realidad, todo quedaba en Almizra como en el Tratado de Cazola, pacto que Roque Chabás, el historiador y clérigo de Denia, ya consideró en 1909 "de funestas consecuencias" porque sirvió "de barrera a la expansión aragonesa". Sin posibilidad para la Corona de Aragón, pues, de extenderse hacia el oeste, donde lindaba con Navarra y Castilla, Almizra confirmó lo pactado cuarenta y cinco años antes y subrayaba ese tope meridional. Cualquier acción futura de expansión pasaba por una de estas dos opciones: el mar Mediterráneo o vulnerar los pactos. Esa es la razón por la que Joan Fuster calificaba también al Tratado de Almizra como una "hipoteca intolerable sobre el futur de la Corona".

                  

La estrategia diplomática de los castellanos merece, en cambio, un comentario. La historiografía valenciana ha tendido a magnificar la contundencia política de Jaime I y su papel pacificador en las jornadas de Almizra, presentando a los castellanos como vencidos. Los resultados del encuentro y el análisis de algunos detalles de su propio relato permiten, en cambio, otras hipótesis. Hay que observar que los embajadores del infante mantuvieron su reclamación de Játiva hasta el límite, hasta el momento en que Jaime I decidió zanjar la discusión. Pero replegaron velas cuando percibieron el riesgo de no obtener acuerdo. Esta reacción podría inducir a la sospecha de que para Castilla no era Játiva el punto innegociable y que su interés estaba más en clarificar la frontera al sur del Júcar, solución que, por lo pronto, contenía la presencia militar de la Corona de Aragón a las puertas del Reino de Murcia. Vistos los resultados cabe preguntarse si Játiva, en cuya defensa puso toda su vehemencia Jaime I, fue durante aquellos días de marzo de 1244 una verdadera obsesión para los castellanos o una argucia encubridora de sus verdaderas intenciones, que posiblemente consistían en asegurar el cumplimento de lo pactado en Cazola. Es una duda razonable. De hecho, la vigencia jurídica del Tratado de Almizra no fue definitiva; se mantuvo sólo sesenta años. Y no fue Castilla (que incluso recibió, años después, ayuda militar de Jaime I para defender ciertos puntos ante revueltas musulmanas) quien la rompió sino Jaime II, nieto del rey Conquistador, que ocupó el Reino de Murcia en los últimos años del siglo XIII, forzando la Sentencia Arbitral de Torrellas del 8 de agosto de 1304 por la que se describió una nueva frontera. En ella se añadían al Reino de Valencia poblaciones y tierras que en 1244 quedaron para Castilla: entre ellas, Villena, Novelda, Alicante, Elche, Crevillente y Orihuela.


Pero tan apasionante como los sucesos que concluyeron con el entendimiento pacífico de Almizra es la historiografía que se ocupó del encuentro. La "Crònica" es un relato memorial, personal y, en consecuencia, parcial al que no tuvieron más remedio que referirse los investigadores hasta la primera década del siglo XX. Ni el infante Alfonso ni ningún otro testigo dejaron escrita su versión. No era posible cotejar, por tanto, el relato de Jaime I con otras visiones de los hechos. Sólo la documentación podía confirmar, cuestionar o completar lo contado por Jaime I. Incluso el trazado de la frontera se conocía por los topónimos mencionados en la "Crònica", donde no se citaba su fecha. El texto exacto del documento suscrito no se conoció hasta 1905, año en que publicó su primera transcripción latina Andrés Giménez Soler en las páginas del "Boletín de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona". Utilizaba la copia conservada en el Archivo de la Corona de Aragón de Barcelona. Sin embargo, es muy probable que el descubrimiento de este documento no se debiera a él sino a Roque Chabás, tal vez en su visita al Archivo de 1886. Ya en 1887 este investigador dianense dio en "El Archivo", la revista histórica que fundó y dirigió, una fecha muy aproximada del pacto de Almizra (el 24 de marzo de 1244) con un error de dos días. Difícilmente hubiera podido proporcionar semejante dato sin conocimiento del papel. Por Teodoro Llorente sabemos, además, que el documento se conocía ya en 1889. Con todo, Chabás no publicó su transcripción latina hasta 1909, cuando ya se le habían adelantado Giménez Soler y el abogado valenciano Salvador Carreres Zacarés, que la incluyó y la tradujo al castellano en su tesis doctoral presentada el 2 de junio de 1908. Veintiún días después se este acto académico, se leía una ponencia de Chabás en el I Congreso de Historia de la Corona de Aragón celebrado en Barcelona. En ella informaba que el hallazgo del Tratado de Almizra "fue casual, pues salió de un legajo de papeles sin catalogar". Al año siguiente, en su obra "Episcopologio valentino", el dianense llegaba a más y se atribuía ese hallazgo al aludir al documento, "encontrado entre las Cartas de papel, núm 127, del Archivo General de la Corona de Aragón, por el autor de estos estudios". Nadie se lo discutió.



El texto del documento confirmaba el trazado citado por Jaime I. Pero a primeros del siglo XX todavía estaba pendiente de resolver una cuestión. ¿Dónde estuvo la antigua Almizra? En la confusión tenía parte de culpa la primera edición impresa de la "Crònica", en 1557, en la que se colaba, junto a la mención "Almizra" la de "Algezira". Bernardino Gómez Miedes, en su "Historia del Muy Alto e invencible Rey Don Jaime de Aragón, Primero de este nombre llamado El Conquistador" de 1584, perpetró en cambio el primer desaguisado cuando escribió de Almizra que "agora es Almansa". La costumbre en siglos siguientes, muy arraigada en cronistas e historiadores clásicos, de copiarse unos a otros prolongó la incertidumbre. Gerónimo Zurita habló de Alcira en el siglo XVI en sus "Anales de la Corona de Aragón"; Francisco Diago, en el siglo XVII, también escribía "Alzira" en sus "Anales del Reyno de Valencia", mientras que Escolano identificaba el lugar con Almansa en la primera parte de sus "Décadas" y suponía en la segunda parte que estaba cercano a Biar. Juan B. Perales, en las anotaciones que hizo en 1879 a la obra de Escolano, insistió en Almansa, lo que no pasó inadvertido a Roque Chabás en 1887, que le consideró "muy cándido" y le enmendó: "Una Almizra hemos visto hemos visto cerca de Gandía y otra Almizra inmediato a Benejama que con ella pagaba en 1255 la contribución de quinientos sueldos. Allí se formaron las paces entre suegro y hierno [sic]".
Aceptando, pues, una insinuación de Escolano, Chabás imprime un giro en la historiografía, que a partir de entonces comenzará a abandonar la posibilidad de que Almizra sea Almansa. Más decidido estuvo Teodoro Llorente, que ya emparentó el lugar con Campo de Mirra en 1889. Las sospechas de Chabás y la manifestación de Llorente debieron condicionar juicios futuros; pero lo curioso es que la conclusión a la que se llegaba estaba en el ánimo de otros desde fines del siglo XVIII. Era el caso del informe que encargó Francisco Fabián y Fuero, arzobispo de Valencia, para enviarlo al ministro Floridablanca en 1791. En las anotaciones sobre el "Despoblado de Almizra" se registraba que "en las inmediaciones de la partida de Campo había un pueblo grande con su Castillo llamado Almizra". Campo, que todavía no disfrutaba entonces de independencia municipal, fue el nombre anterior de Campo de Mirra hasta 1849. Al no publicarse, este informe no tuvo influencia alguna en la historiografía decimonónica.



Los titubeos no se acabaron hasta el siglo XX. Todavía en 1905, al transcribir Giménez Soler el texto del Tratado, dejó que se le colara el topónimo Almansa, si bien Carreres Zacarés no tardó en corregirlo y en transcribir Almizra. La aparición del alicantino Figueras Pacheco, que se sumaba a su identificación con Campo de Mirra en el volumen dedicado a la provincia de Alicante de la "Geografía General del Reino de Valencia", es otro capítulo. Las más de mil doscientas páginas del tomo las escribió este estudioso ciego entre 1912 y 1916. "A juzgar por el nombre que tiene este pueblo y por su situación en las inmediaciones de Biar y de la línea divisoria de los antiguos reinos de Valencia y Murcia –apuntaba–, no parece aventurado inclinarse por Campo de Mirra, con preferencia a la villa de Almansa, para fijar el solar ocupado en el siglo XIII por el castillo de Almizra". Más adelante añadía que en la cumbre del monte San Bartolomé existían "vestigios de un castillo o fortaleza, que quizá sean los de la renombrada Almizra". El debate estaba cerca de finalizar, aunque la certificación definitiva no llegó hasta los años veinte, curiosamente de la mano de alguien que no era historiador.


En 1921 un joven maestro tomaba posesión de su destino en las escuelas de Campo de Mirra. Se llamaba Joaquín Cartagena, procedía de Guardamar del Segura y su inquietud educativa le llevó a escribir y editar por su cuenta en 1925 un opúsculo titulado "Notas de Campo de Mirra". En una de sus páginas incluyó el boceto de escudo de armas local que contenía "un castillo almenado, símbolo del famoso de Almizra". Convenció al Ayuntamiento para que solicitara el reconocimiento oficial del escudo. Se iniciaron los trámites administrativos, pero al poco tiempo, en julio de 1926, se recibió un oficio de la Gobernación de Alicante por el que se comunicaba al alcalde un informe emitido por la Real Academia de la Historia. Se desaconsejaba en él el boceto propuesto y se expresaban algunas directrices que invitaban a corregir el diseño. Lo trascendente de este informe residía, en cambio, en una manifestación que confirmaba las tendencias de últimas décadas sobre la situación de Almizra. "El actual Ayuntamiento de Campo de Mirra, corresponde en parte por sus términos jurisdiccionales, con la antigua población de Almiçra", aseveraba la copia mecanografiada. Incluso sugería que en la parte inferior del escudo se incluyera, con relación al pacto que suscribieron Jaime I el Conquistador y el infante Alfonso, "dos manos rectas, opuestas y enlazadas en cuanto en heráldica denotan paz, alianza y amistad". El dibujo se adaptó a las recomendaciones académicas y fue aprobado en noviembre, pero lo importante para la historiografía que se ocupaba del Tratado de Almizra era que la iniciativa de un maestro provocó el final de una remota polémica. Una polémica inaugurada por Bernardino Gómez Miedes trescientos cuarenta y dos años atrás.

jueves, 2 de enero de 2020

CLEPSIDRA,EL RELOJ DE AGUA Y EL DESPERTADOR ARISTOTELICO


Clepsidra es el reloj de agua, que mide el tiempo sobre la base de lo que tarda una cantidad de agua en pasar de un recipiente a otro, de iguales dimensiones, que está debajo. Por extensión, se ha llamado también clepsidra al reloj de arena, con el que se mide el tiempo por medio de dos ampolletas o recipientes de forma cónica, de vidrio o cristal, unidos por el vértice, de modo que la fina arena contenida en el de arriba vaya pasando lenta, pero continuamente al de abajo. Lo que tarda en pasar es la unidad de medida del tiempo.
La clepsidra posee un valor simbólico, porque es el instrumento que más visiblemente representa, con la caída del agua o de la arena, el fluir constante del tiempo
Clepsidra proviene del vocablo latino clepsydra, que a su vez deriva del griego klepsydra, compuesta de hydro (agua) y klepto (yo robo). La idea es que el recipiente inferior roba el agua (o la arena) del superior.
Imagínese un mundo donde el tiempo no existiera, en donde los hombres se murieran con canas sin saber el significado de viejo y en donde el sol apareciera sin contar con un nuevo día. Aparenta ser imposible, no?
La medición del tiempo ha sido una de las grandes obsesiones de la humanidad y los primeros instrumentos de los que tenemos conocimiento datan de 2.800 años Antes de Cristo.
Primero se usaron las estrellas para medir el tiempo durante la noche, luego aparecieron los primeros relojes de sol y al pasar de los años con el incontrolable desarrollo de la humanidad han surgido gran cantidad de aparatos medidores de éste que nos recalcan constantemente la dependencia que nos une al tiempo.
Uno de los relojes o aparatos medidores del tiempo más antiguos e impresionantes es el creado por los Babilonios en 1400 A.C. y perfeccionado por los chinos y egipcios tiempo después, llamado comúnmente CLEPSIDRA, palabra que se deriva de Klepto (ladrón) y siderial( tiempo de salida) quedando un significado conjunto de "días robados".
Este significado es un excelente nombre para captar lo que es en sí la función del reloj, contar intervalos de tiempo ya pasados. Antiguamente en Atenas clepsidra era utilizado para regular la longitud de oraciones y algunos de los discursos que se hicieron en la corte.
El clepsidra desplazó los relojes de sol y fue utilizado en Europa hasta la llegada del reloj de péndulo, marcando una fuerte etapa del desarrollo en la medición del tiempo.


La antiquísima invención de la clepsidra se basa en el principio de que una cantidad dada de agua siempre requiere del mismo tiempo para pasar gota a gota de un recipiente a otro. Este aparato es entonces un cronómetro y no un reloj, pues marca una determinada cantidad de tiempo pero no da la hora. No ha llegado ninguna clepsidra antigua hasta nosotros. Sólo se conoce su funcionamiento por las descripciones de Vitrubio.
Las noticias más antiguas que tenemos de su existencia proceden de un texto jeroglífico hallado en la tumba deAmenemhat (Luxor, Egipto). En dicho texto, Amenemhat se presenta como inventor de lo que él llama merkhyt, una clepsidra diseñada en honor al rey Amenhetep I(1514-1494 a.C.). Si realmente la clepsidra fue su invento, y no sólo una mejora de un instrumento ya conocido, nos encontraríamos con un documento de incalculable valor histórico y científico, pues en él una persona concreta se señala autora de un instrumento horológico que durante milenios sería útil.


                                                                    
                                                                     Clepsidra de Karnak, siglo XIV a.C.

Más allá de este texto, la clepsidra más antigua que se conserva procede también de Egipto (Karnak) y data de la época de Amenhetep III, de la dinastía XVIII. Tallada de un bloque de calcita con forma de cono truncado invertido, Mide 35 cm. de altura, y su diámetro superior e inferior es de 49 cm y 27.5 cm., respectivamente.
El recipiente se llenaba de agua y ésta era evacuada por un pequeño orificio situado un poco por encima de la base del mismo. Doce escalas (para cada uno de los meses del año) marcadas en la pared interior de la clepsidra, estaban señaladas por marcas circulares, de modo que cuando el nivel del agua descendía de una marca a otra quería decir que había pasado una hora. Aunque en la horología egipcia el día se partía por igual en doce horas para lo noche y otras tantas para el día, lógicamente el valor de cada hora varíaba según la estación del año.

                             
Clepsidra de agua Ptolomeo II hallada en el Iseo Capense

Las clepsidras se decoraban en su exterior con motivos astronómicos, calendáricos y rituales. Una decoración similar la hallamos en el techo astronómico del templo funerario de Ramsés II donde, en el registro inferior, aparece la figura de un babuino sobre un pilar djed. El babuino es una forma de Thoth, dios del tiempo y es en esta posición donde en la clepsidra se situaría el orificio que permitiría la evacuación del agua desde el interior. Simbólicamente el mensaje era claro, Thoth controlaba el tiempo.
Sin medios mecánicos, a los egipcios les era muy complicado percatarse que sus clepsidras no definían lapsos de tiempo iguales para cada hora. Así, podemos comprobar cómo en la clepsidra de Karnak las primeras horas son mucho más largas que las últimas, en cada escala.


                                                        Dibujo de las escalas interiores, para los doce meses del año.

Un avance técnico que solventó este problema se produjo con el invento de lasclepsidras de flujo interior. El ejemplar mejor conservado hallado en Egipto data hacia el año 100 d.C. En éstas, lo que se hacía era llenar el recipiente de agua, por goteo, desde una fuente exterior constante. Por ello, estos relojes tienen una gran ventaja respecto a los de flujo exterior, pues si el aporte de agua era constante, las marcas efectuadas en el interior del cilindro debían señalar las horas con mucha mayor precisión.


Detalle de la decoración exterior de la clepsidra de Karnak.



  Detalle del techo astronómico de Ramsés II, con el babuíno como director del tiempo.

Las clepsidras pasaron de Egipto a Europa a través de Grecia y Roma. De hecho, como indica Favorinus, las clepsidras eran utilizadas usualmente en el senado romano “para prevenir las charlas, que como el rayo deben ser breves en sus discursos”. Sólo la introducción y posterior difusión de los relojes mecánicos llevaron al declive de las clepsidras a partir del siglo XVII.


 Una clepsidra de flujo exterior.






DE LA CLEPSIDRA AL DESPERTADOR ARISTOTELICO

En la Antigüedad, la división de las horas la marcaban los relojes solares. Pero, ¿qué ocurría por la noche? Los egipcios inventaron las clepsidras, un mecanismo que servía para medir el tiempo mediante el flujo regulado de un líquido desde un recipiente hacia otro. Es decir, eran una especie de relojes de agua. Los primeros relojes de agua consistían en una vasija de cerámica que contenía agua hasta cierto nivel, con un orificio en la base de un tamaño adecuado para asegurar la salida del líquido a una velocidad determinada y, por lo tanto, en un tiempo prefijado. El recipiente disponía en su interior de varias marcas, de tal manera que el nivel de agua indicaba los diferentes periodos, tanto diurnos como nocturnos.

Estos relojes de agua también se usaron en Grecia y Roma, aunque los atenienses fueron quienes más los perfeccionaron. El primero que se preocupó del tema fue Platón. Es cierto que el prototipo egipcio funcionaba a la perfección, ¿pero cómo podría conseguir que sus alumnos se despertaran antes del alba para que estuvieran en el trabajo con los primeros rayos de luz? Pensando el  filósofo ideó el primer despertador.
Todo parece indicar que combinó una clepsidra con un sifón, de forma que cuando el agua alcanzaba el límite del cuenco se precipitaba con fuerza en un recipiente cerrado del que se escapaba el aire por un silbato, produciendo un sonido muy agudo que servía así para despertar a sus alumnos en torno a las cuatro de la madrugada.
Más tarde, fue Aristóteles quien perfeccionó la técnica ayudándose de un sistema que, siglos más tarde, compartiría también el genio Salvador Dalí. Decía Diógenes Laercio en su obra “Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres V” que cuando Aristóteles se echaba a dormir, tomaba en la mano una bola de bronce, “poniendo debajo un cuenco, para que cuando le cayese la bola en el cuenco, se despertarse al ruido”.
Con esta idea, Aristóteles mejoró la clepsidra-despertador de Platón. Colocó sobre el flotador de una clepsidra unas bolas metálicas que iban poco a poco escalando por el recipiente según iba subiendo el nivel del agua. Así hasta que, una vez alcanzada la hora deseada, las bolas se precipitaban al vacío y caían sobre un cuenco de bronce, despertando así a quienes estaban cerca.
Un método rudimentario, pero indudablemente eficaz. Tanto es así, que como comentaba dos párrafos más arriba, el genial artista Salvador Dalí lo aplicó en sus siestas. Según el artista la siesta corta de media hora, era muy efectiva para inspirarse.  La técnica utilizada, inspirada seguro en el modelo aristotélico, consistía en sostener un cubierto (cuchara, tenedor…), algunos también dicen que usaba unas llaves, sobre un plato. Al entrar en el estado de ‘duermevela’, la mano soltaba el cubierto y caía en el plato; el ruido despertaba al artista de su siesta breve, pero suficiente para sentirse renovado.