jueves, 28 de noviembre de 2019

CANTAR DEL MIO CID Y EL CÓDICE DE VIVAR


El Cantar de mio Cid es un poema épico anónimo del siglo XII que refiere las hazañas de madurez del Cid, en torno al episodio central de la conquista de Valencia, tras ser desterrado de Castilla por el rey Alfonso. Éste lo condena al exilio por haber dado crédito a los envidiosos cortesanos enemigos del Cid, quienes lo habían acusado falsamente de haberse quedado parte de los tributos pagados a la corona por el rey moro de Sevilla. El texto conservado se inicia cuando el Cid y sus hombres se preparan para salir apresuradamente de Castilla, pues se acerca el final del plazo impuesto por el rey Alfonso. Tras dejar el pueblo de Vivar, de donde era natural, dejando allí su casa abandonada, el Cid, acompañado de un pequeño grupo de fieles, se dirige a la vecina ciudad de Burgos. Los ciudadanos salen a las ventanas a verlo pasar, dando muestras de su dolor, pero su pena por el héroe no es capaz de hacerles contravenir la orden real que prohíbe hospedar y abastecer al desterrado. El Cid y los suyos se ven entonces obligados a acampar fuera de la ciudad, a orillas del río, como unos marginados.
En esta situación reciben el auxilio de un caballero burgalés vasallo del héroe, Martín Antolínez, que prefiere abandonarlo todo antes que dejar al Cid a su suerte. Sin embargo, su ayuda no es suficiente, pues el héroe, que carece del oro supuestamente malversado, no posee los recursos necesarios para mantener a sus hombres. Por ello, con la ayuda del astuto Martín, urde una treta: empeñarles a unos usureros burgaleses, Rachel y Vidas, unas arcas aparentemente llenas de los tributos desfalcados, pero que en realidad están rellenas de arena. Consigue así seiscientos marcos de oro, cantidad suficiente para subvenir a las necesidades más inmediatas. A continuación el Cid y los suyos siguen viaje hacia San Pedro de Cardeña, un monasterio benedictino donde se ha acogido la familia del héroe, mientras este se halle en el destierro. La estancia es, sin embargo, muy breve, porque el plazo para salir del reino se agota. Tras una desgarradora despedida, el Cid prosigue viaje y, esa misma noche, llega la frontera de Castilla con el reino moro de Toledo. Antes de cruzarla, el héroe recibe en sueños la aparición del arcángel Gabriel, quien le profetiza que todo saldrá bien.
Animado por el aviso celestial, el Cid entra tierras toledanas dispuesto a sobrevivir en tan duras condiciones, iniciando su actividad primordial en la primera parte del destierro: la obtención de botín de guerra y el cobro de tributos de protección a los musulmanes. Para ello desarrolla una primera campaña en el valle del río Henares, compuesta de dos acciones combinadas: mientras el Cid, con una parte de sus hombres, consigue tomar la plaza de Castejon, la otra parte, al mando de Álvar Fáñez, su lugarteniente, realiza una expedición de saqueo río abajo, hacia el sur. Las dos operaciones resultan un éxito y se obtienen grandes ganancias, sin embargo, al ser el reino de Toledo un protectorado del rey Alfonso, es posible que éste tome represalias contra los desterrados. Por ello, el Cid vende Castejón a los moros y sigue viaje en dirección nordeste. La segunda campaña tendrá como escenario el valle del Jalón. Tras recorrerlo saqueándolo a su paso, el Cid establece un campamento estable, con dos objetivos: cobrar tributos a las localidades vecinas y ocupar la importante plaza de Alcocer. La caída de esta localidad, que el Cantar de mio Cid presenta como la clave estratégica de la zona, hace cundir la alarma entre la población musulmana circundante, que acude a pedir auxilio al rey Tamín de Valencia. Éste, preocupado por la pujanza del Cid, envía a dos de sus generales, Fáriz y Galve, para que lo derroten. Éstos lo asedian en Alcocer, pero el héroe, aconsejado por Álvar Fáñez, decide atacar a los sitiadores por sorpresa al amanecer, lo que le proporcionará una sonada victoria.
Pese al triunfo, el Cid considera que se halla en una situación difícil, así que, como en Castejón, vende Alcocer y prosigue viaje hacia el sudeste. En ese momento, ha adquirido ya tantas riquezas que se decide a enviar a Álvar Fáñez con un regalo para el rey Alfonso, como muestra de buena voluntad y un primer paso hacia la obtención de su perdón. Mientras su embajador va a Castilla, el Cid se adentra por el valle del Jiloca, hasta hacerse fuerte en un monte llamado El Poyo del Cid, nombre que, según el poema, se debe a este asentamiento de su héroe. Desde allí, el Cid realiza diversas incursiones y obliga a los habitantes de la zona a pagarle tributo. Más tarde se desplaza hacia el este, a la zona del Maestrazgo, que se hallaba bajo el protectorado del conde de Barcelona. Éste, al conocer la actuación del Cid, se propone darle un escarmiento y se dirige en su busca con un fuerte ejército. La batalla se producirá en el pinar de Tévar y, como siempre, el Cid resulta victorioso. Además de obtener un rico botín, el héroe y los suyos capturan a los principales  caballeros barceloneses y al propio conde. Éste, despechado, decide dejarse morir de hambre, pero al cabo de tres días, cuando el Cid le propone dejarlo en libertad sin pagar rescate, a cambio de que coma a su mesa, el conde accede muy contento, olvidando sus anteriores promesas.



Tras su victoria (bélica y moral) sobre el conde de Barcelona, el Cid comienza su campaña en Levante. Su objetivo último ya no es el saqueo y la ocupación transitoria, como en Castejón y Alcocer, sino la conquista definitiva de Valencia y la creación de un nuevo señorío, donde el héroe y sus vasallos puedan vivir permanentemente. Para ello, el héroe comienza por controlar la zona que rodea Valencia, para estrechar el cerco en torno a ella. Tras la toma de Murviedro (Sagunto), los moros valencianos intentan detener su avance asediándolo allí. Sin embargo, como había pasado antes en Alcocer, las tropas del Cid los derrotan por completo, lo que aún les da más ímpetu en sus propósitos de conquista. Al cabo de tres años, han ocupado casi todo el territorio levantino, dejando aislada a Valencia. Sus habitantes, desesperados, piden ayuda al rey de Marruecos, pero éste no puede dársela. Perdida toda esperanza de socorro, el Cid cierra el cerco y, tras nueve meses de asedio, cuando el hambre aprieta ya a los valencianos, se produce la rendición.
La conquista de Valencia no asegura aún su posesión. Al conocer la noticia, el rey moro de Sevilla organiza una expedición para intentar recuperarla, pero fracasará por completo, al ser derrotado por el Cid y los suyos, que completan con el enorme botín las grandes riquezas obtenidas tras la toma de la ciudad. Afianzada la situación, el Cid toma una serie de medidas para garantizar la adecuada colonización de la ciudad y su organización interna. Incluso aprovecha la llegada de un clérigo guerrero, el francés Jerónimo, para instaurar un obispado valenciano. Además, envía de nuevo a Álvar Fáñez con un nuevo regalo para el rey Alfonso, al que pedirá permiso para que la familia del Cid se reúna con él en Valencia. La embajada es un éxito, pues el rey acepta complacido la dádiva y concede el permiso solicitado. Además, provoca efectos contrarios entre los cortesanos, pues despierta la envidia de los calumniadores que habían provocado su exilio (encabezados por Garcí Ordóñez) y la admiración de otros aristócratas, entre ellos los infantes de Carrión, que se plantean la posibilidad de casar con las hijas del Cid y beneficiarse así de sus riquezas.




Acompañadas por Álvar Fáñez, la esposa y las hijas del Cid, junto con sus damas, se dirigen a Valencia. Mientras tanto, el Cid es informado allí de la decisión real y envía una escolta a buscarlas a Medinaceli, extremo de la frontera castellana. Desde allí, la comitiva avanza hacia Valencia, donde el héroe la espera impaciente. Su llegada es motivo un recibimiento a la vez solemne y alegre. La llegada de la familia del Cid se corresponde con un período de calma y felicidad. Sin embargo, la llegada de la siguiente primavera (época en que los ejércitos se movilizaban) les trae el ataque del rey Yúcef de Marruecos. Se va a librar entonces el mayor de los combates descritos en el Cantar de mio Cid, pues es el único que dura dos días seguidos. Pese a la superioridad numérica del adversario, el empleo de una sabia táctica dará una vez más el triunfo al Cid y a los suyos. Gracias al importante botín obtenido, el héroe puede enviar un tercer regalo al rey Alfonso, de nuevo por mano de Álvar Fáñez. La alegría del rey es tan grande como la ira de los cortesanos enemigos del Cid y el prestigio de éste mueve por fin a los infantes de Carrión a pedirle al rey que gestione sus bodas con Elvira y Sol, las hijas del Cid. El rey accede y decide a la vez otorgar formalmente su perdón al Cid.
La reconciliación del monarca y el héroe se produce en una solemne reunión de la corte junto al río Tajo, que dura tres días. El primero, el Cid es recibido a su llegada por el rey, quien lo perdona públicamente y luego los agasaja a él ya sus hombres. El segundo día es el Cid quien organiza un banquete en honor del rey. Por último, al tercer día, se abordan las negociaciones matrimoniales. El Cid se muestra bastante remiso a este matrimonio, pero accede por deferencia hacia el rey. Acordado, pues, el enlace, la reunión se disuelve y el Cid y los suyos, acompañado por los infantes y por numerosos nobles castellanos que quieren acudir a sus bodas, regresan a Valencia. Allí tienen lugar las nupcias, que se celebran con el lujo apropiado al nivel social que ha alcanzado el Cid y con profusión de celebraciones caballerescas, que duran quince días. Tras las bodas, los infantes se quedan a vivir en Valencia, siendo la convivencia satisfactoria durante un par de años.
Cierto día, un león propiedad del Cid se escapa de su jaula, sembrando el terror por el alcázar de Valencia. El héroe está durmiendo y sus caballeros, que están desarmados, lo rodean para protegerlo, mientras que sus yernos huyen despavoridos y se esconden donde pueden. Cuando el Cid se despierta, conduce de nuevo al león a su jaula como si nada. La admiración que despierta el gesto del héroe es, sin embargo, menor que las burlas que provocan los infantes por su notoria cobardía. Ésta quedará confirmada poco después, cuando las tropas del rey Bucar de Marruecos acudan a intentar de nuevo recuperar Valencia. Allí, frente a las proezas de los demás hombres del Cid, sus yernos huirán ante los moros, y sólo la buena voluntad de los principales caballeros impide que el héroe se entere de ello. Sin embargo, las críticas de que son objeto por parte del resto de sus hombres y la riqueza obtenida tras el reparto del botín les hacen urdir un plan para vengarse de las ofensas sufridas. Para ello, deciden abandonar Valencia con la excusa de mostrarles a las hijas del Cid sus propiedades en Carrión, a fin de dejarlas abandonadas por el camino.
Así lo ponen en práctica y, colmados de regalos por el Cid, se ponen en marcha. Por el camino, intentan asesinar a Avengalvón, el gobernador musulmán de Molina, aliado del Cid. Sin embargo, este descubre sus planes y, por consideración hacia el héroe, los deja marchar. Los infantes y su séquito siguen su marcha, hasta llegar al robledo de Corpes. Allí, tras hacer noche, envían a su gente por delante y se quedan a solas con sus esposas, a las que golpean brutalmente y dejan abandonadas a su suerte. Afortunadamente, su primo Félez Muñoz, al que el Cid había enviado en su compañía, acude a rescatarlas y da aviso al Campeador. Éste, además de enviar a sus caballeros para que traigan de regreso a sus hijas, manda a Muño Gustioz, uno de sus mejores hombres, a querellarse ante el rey don Alfonso. Éste, que había sido el promotor de los desdichados matrimonios, acepta la demanda del Cid y convoca una reunión judicial de la corte, a fin de dictaminar lo más justo.



Las cortes se reúnen en Toledo y a ellas acuden el rey, los infantes de Carrión con sus deudos (a los que se suma Garcí Ordóñez) y el Cid con sus principales caballeros. Éste reclama a sus yernos los dos excelentes espadas, Colada y Tizón que les había regalado al despedirse de ellos. Los infantes se las devuelven y respiran satisfechos, creyendo que el héroe se conforma con eso. Sin embargo, a continuación les reclama los tres mil marcos de la dote de sus hijas, que la disolución del matrimonio les obliga a restituir. Los infantes, que unen a sus anteriores defectos el ser unos dilapidadores, deben devolverle al Cid esa suma en especie, pues carecen de liquidez. Con todo, se avienen a ello pensando, como antes, que la demanda se acaba ahí. De nuevo se equivocan, pues el héroe ha dejado para el final el asunto más grave: la afrenta recibida por el maltrato y abandono de sus hijas. De acuerdo con los usos de la época, se produce un desafío de los caballeros del Cid a los infantes, a los que se suma su hermano mayor, Asur González. El rey acepta los desafíos y determina que las correspondientes lides judiciales se efectuarán en Carrión al cabo de tres semanas. En ese momento, los embajadores de los príncipes de Navarra y de Aragón llegan a la corte para pedir la mano de las hijas del Cid, lo que provoca gran satisfacción en la corte.
El héroe da instrucciones a sus caballeros y regresa a Valencia. Vencido el plazo, se reúnen en Carrión los hombres del Cid y los de Carrión, bajo la supervisión del rey. Tienen entonces lugar los tres combates, con todas las formalidades previstas por la ley. En ellos, los caballeros del Cid, Pedro Bermúdez, Martín Antolínez y Muño Gustioz, vencen a los dos infantes y a su hermano, que quedan infamados a perpetuidad. Los campeones del Cid regresan satisfechos a Valencia, donde son acogidos con gran alegría. En este momento, el héroe, recuperada su honra y emparentado con los reyes de España, ha alcanzado su cumbre. Tras ella, nada queda por contar, salvo recordar que su muerte acaeció en la solemne fiesta de Pentecostés.



El mayor de los cantares de gesta españoles de la Edad Media y una de las obras clásicas de la literatura europea es el que por antonomasia lleva el nombre de su héroe: el Mio Cid. Este cantar se ha conservado en su forma poética en un único códice, que actualmente se custodia en la Biblioteca Nacional de Madrid. Se trata de un códice en cuarto (con dimensiones medias de 198 × 150 mm), de 74 hojas (originalmente 78), elaborado con pergamino, posiblemente de cabra, grueso y de preparación algo tosca. Consta de once cuadernillos, cosidos entre sí mediante cinco nervios y encuadernados con tabla forrada de badana barnizada de negro y estampada con orlas de oro (del que quedan muy pocos restos) y conserva parte de dos broches de cuero y metal con los que se mantenía cerrado. Esta encuadernación es del siglo XV y fue la segunda que experimentó el códice, sin que se tenga certeza sobre la fecha de la anterior, seguramente coetánea de su escritura. La impaginación o distribución del texto en la página se realizó mediante un pautado a punta seca en el primer cuadernillo y a punta de plomo (o quizá de plata) en los restantes. Dicho pautado está formado por dos líneas maestras verticales y otras dos horizontales, que delimitan una caja de escritura que varía entre los 174 x 121 mm y los 163 × 112 mm. El texto está escrito a renglón seguido, con una media de 25 líneas por plana, en letra gótica libraria híbrida de notular y textual (también denominada cursiva formada), a una sola tinta (sin duda negra en su origen, pero que hoy se ve de color pardo), escrita sin lujo, pero con esmero. Todos los versos se inician con una mayúscula gótica. En catorce ocasiones se emplean capitales lombardas de gran tamaño como iniciales ornamentales de sobria decoración, las cuales, sin embargo, no parecen desempeñar ninguna función específica en relación con el contenido. También hay dos ilustraciones que representan sendas cabezas femeninas de largas melenas, realizadas en el margen derecho del f. 31r, las cuales se ha pensado que podrían aludir a las hijas del Cid, allí mencionadas, aunque esto es muy inseguro, entre otras cosas porque la segunda cabeza es copia, con peor mano, de la primera, lo que hace pensar en un mero ejercicio de pluma, de los que pueblan los márgenes de los manuscritos medievales, antes que en una figura relativa al contenido.



Este manuscrito lleva una suscripción de copista que fija su realización en el año 1245 de la era hispánica, correspondiente al 1207 de la cristiana:

               Quien escrivió este libro dél’ Dios paraíso, ¡amén! Per Abbat le escrivió en el mes de mayo
                en era de mill e dozientos cuaraenta e cinco años.

Sin embargo, el códice que nos transmite esta indicación no es de principios del siglo XIII, sino del siguiente, y probablemente deba situarse, por sus características paleográficas, entre 1320 y 1330. Cabe pensar, entonces, en que el copista sufrió un error o incluso en una alteración deliberada de esa suscripción. En realidad, los numerales aparecen en el texto original en cifras romanas, “mill. & .C.C.   xL.v· años”, con un espacio entre las centenas y las decenas que podría haber contenido una tercera C, lo que permitiría fechar el colofón en la era de 1345, es decir, el año 1307, una fecha más acorde con la que puede deducirse de la constitución material del manuscrito. Esta hipótesis fue la habitualmente defendida desde que Tomás Antonio Sánchez (con el auxilio de Juan Antonio Pellicer) publicó por primera vez el Cantar de mio Cid en 1779, y se convirtió en canónica tras la monumental edición de Ramón Menéndez Pidal aparecida en tres volúmenes entre 1908 y 1911. Sin embargo, para admitir esta hipótesis, hay que suponer que dicha C fue raspada para envejecer artificialmente el códice ya en la Edad Media, puesto que en la copia extraída en 1596 por el genealogista Juan Ruiz de Ulibarri (cuando el manuscrito se conservaba en el concejo de Vivar) la fecha se lee ya como en la actualidad, lo que supone un planteamiento anticuario ajeno a la mentalidad medieval y, por lo tanto, obliga a imaginar una operación anacrónica. Por otra parte, la posibilidad de inspeccionar el códice único en 1993 con un video-microscopio de superficie y una cámara de reflectografía infrarroja me permitió determinar que en realidad no había nada raspado en ese punto, por lo que no pudo haberse eliminado la supuesta tercera C.



Esto plantea la cuestión de por qué un manuscrito del siglo XIV presenta una suscripción fechada un siglo antes. Esta situación puede sorprender, con razón, a un lector moderno, pero en la Edad Media no era extraño, en particular en los scriptoria o talleres de copia de los monasterios benedictinos, que cuando un códice se copiaba, se hiciera íntegramente, es decir, conservando incluso el colofón del modelo seguido, a fin de saber de qué ejemplar antiguo procedía la nueva copia. Esto daba lugar a lo que técnicamente se denomina una subscriptio copiata, que obviamente no transmite los datos de producción (copista, fecha y a veces lugar) de un manuscrito dado, sino de su modelo. Esta posibilidad se ve reforzada teniendo en cuenta que muy probablemente el códice conservado procede originariamente del monasterio de San Pedro de Cardeña, donde estaba enterrado el Cid, lo que hace de la subscriptio copiata una operación normal. En todo caso, puede darse por seguro que el códice que se conserva procede de un modelo perdido que databa de mayo de 1207 y había sido escrito, es decir, copiado a mano, por cierto Per Abbat o Pedro Abad. Lo que hay que dejar bien claro es que ni la fecha es la de composición de la obra ni el nombre propio es el de su autor, puesto que se trata de una típica suscripción de copista, de las que se conservan otras muchas similares en multitud de manuscritos medievales.



viernes, 22 de noviembre de 2019

EGIPTO FARAONICO,GRAN POTENCIA DE ORIENTE PROXIMO




Con el siglo XIV se inicia la llamada Edad Micénica griega. Las ciudades del Peloponeso, con Micenas a la cabeza, arrebataron gradualmente a Creta su dominio sobre el mar Egeo. Al parecer, los griegos micénicos eran el resultado de la fusión entre un pueblo indoeuropeo que llevaba ya siglos ocupando el norte de Grecia con un pueblo nativo no indoeuropeo, conocido como Pelásgico, que ocupaba las costas y las islas. No tenemos muchos detalles de este periodo, pero de algún modo los indoeuropeos grecohablantes absorbieron la cultura de los pelásgicos (que a su vez éstos habían tomado de los cretenses) y se convirtieron en una clase dominante.  Prueba de ello es que en 1400 a.C. cayó definitivamente en manos de los griegos micénicos la ciudad de Cnosos, y a partir de entonces la escritura lineal A (no descifrada) fue sustituida por una escritura de aspecto similar, la lineal B, que ha resultado ser una forma de griego arcaico. Los documentos descifrados contienen recetas e instrucciones para el trabajo. No hay literatura, ni ciencia, ni historia, por lo que podemos pensar que los micénicos eran una mezcla sencilla de comerciantes, navegantes y guerreros. Tal vez los griegos indoeuropeos fueron los que promovieron la rebelión contra el dominio cretense y ello les diera a su vez el predominio sobre los pelásgicos. La lengua pelásgica debió de conservarse en un segundo plano frente a la griega durante varios siglos. Por su parte, los griegos situados más hacia el interior no recibieron con igual intensidad la antigua cultura cretense, sino que permanecieron en un estadio más primitivo frente a los griegos micénicos. Es probable que esta diferenciación cultural se corresponda con la diferenciación de dos de los dialectos más importantes del griego clásico: los griegos micénicos debían de hablar el dialecto jónico, mientras los griegos del interior debían de hablar el eólico. La cultura micénica se extendió hasta el sur y el centro de Italia. 



Mientras tanto Canaán florecía bajo el protectorado egipcio. Los fenicios revolucionaron la escritura. Todos los sistemas de escritura conocidos hasta entonces se basaban en asignar un signo a cada palabra. Esto hacía que la escritura fuera un arte muy complejo, pues había que recordar cientos de signos distintos. Ocasionalmente, algunos signos se usaban con valor fonético para modificar el significado de otro signo, pero los fenicios fueron los primeros que desarrollaron la idea y crearon un sistema de escritura alfabética, es decir, un sistema en el que cada signo representa un sonido, de tal modo que con un reducido inventario de signos (alfabeto) se puede representar cualquier palabra. Para ello eligieron palabras que empezaran por cada uno de los signos de su lengua y convinieron en usar sus signos para representar únicamente a dicho sonido inicial. Por ejemplo, la palabra "buey" era aleph, cuyo primer sonido era una oclusión glótica que no existe en castellano, y su signo pasó a ser la primera letra del alfabeto cananeo. Las siguentes fueron beth, gimel y daleth, que significan "casa", "camello" y "puerta", respectivamente, pero que para los fenicios pasaron a representar los sonidos b, g y d, respectivamente. El alfabeto fenicio no tenía signos para las vocales. Ello se debe a que en las lenguas semíticas cada raíz léxica está asociada a un grupo específico de consonantes, de modo que las vocales sólo tienen una función de apoyo, en todo caso con un valor gramatical que puede deducirse del contexto, es decir, en la lengua cananea no había grupos de palabras como "peso" y "piso", que comparten las mismas consonantes con significados completamente distintos, por lo que, si se escribían las consonantes, cualquier hablante podía reconstruir las vocales. La escritura ha sido inventada independientemente por varias culturas a lo largo de la historia, pero todos los sistemas de escritura alfabética conocidos provienen del fenicio.
Por otra parte, el comercio fenicio se enriqueció con productos novedosos. Mejoraron las técnicas egipcias de fabricación del vidrio, pero sobre todo descubrieron la púrpura, un tinte rojo extraído de unos moluscos con el que se elaboraban tejidos de color brillante que no desteñían al ser lavados. Los fenicios guardaron celosamente el secreto de la elaboración de este tinte, con lo que monopolizaron su comercio durante siglos. La púrpura fue muy codiciada, y se vendía a precios elevados. Entre las ciudades que más se beneficiaron de estas innovaciones estaban Tiro y Sidón.


 
En 1387 A.C. ocupó el trono de Egipto Amenofis III, hijo de Tutmosis IV y de la princesa de Mitanni con la que se casó. Bajo su reinado Egipto disfrutó de un largo periodo de paz. El nuevo faraón se casó también con una princesa de Mitanni, llamada Tiy, de la que estaba profundamente enamorado, como se deduce de diversas inscripciones. Construyó para ella un monumental lago de recreo de más de un kilómetro de largo en la orilla occidental del Nilo. Durante su reinado el dios Atón siguió ganando protagonismo. Es posible que Amenofis III, influido por sus padres y su esposa, llegara a considerarlo como a su dios principal, si bien oficialmente mantuvo los ritos tradicionales. Sin embargo, parece ser que su hijo no recibió una educación religiosa "tradicional", sino que nunca llegó a identificarse con las antiguas creencias egipcias.




La alianza entre Egipto y Mitanni había perjudicado gravemente al reino hitita. En 1385 A.C. el rey Arnuanda I murió enfrentándose a invasiones y rebeliones internas, y fue sucedido por su hijo Tudhaliyas II, quien, reuniendo los restos del ejército real, logró recuperar el control del estado.
Mientras tanto, Babilonia seguía sumida en el periodo de decadencia que produjo la invasión de los casitas. Mitanni cayó en una crisis interna debido a disputas en la sucesión al trono, al igual que había ocurrido en el reino hitita en los años anteriores, mientras que éste se recuperó con las campañas militares del príncipe Shubbiluliuma, hijo de Tudhaliyas II, que fue proclamado rey en 1371, después de que una conspiración derrocara a su hermano Tudhaliyas III.  



En 1370 A.C. murió Amenofis III. En su honor se construyó un magnífico templo, cuya entrada estaba flanqueada por dos enormes estatuas suyas. Una de ellas tenía la propiedad de emitir una nota al amanecer. Sin duda los sacerdotes habían preparado algún dispositivo mecánico que dio lugar a muchas leyendas. El trono fue ocupado por el que en un principio se llamó Amenofis IV, pero que en 1366 A.C., cuatro años después, cambió por el de Akenatón. Su antiguo nombre significaba "Amón está complacido", mientras que el nuevo era "Agradable a Atón". Con ello el nuevo faraón declaraba su apostasía respecto del dios principal de los egipcios, Amón-Ra, y su intento de sustituirlo por el dios Atón. El nuevo faraón tenía ideas revolucionarias en materia religiosa. Al principio representaba a Atón con cuerpo humano y cabeza de halcón, pero pronto abandonó esta imagen y la sustituyó por una representación del Sol, como un disco del que partían rayos que terminaban en manos. Al igual que Ra, el dios Atón era para Akenatón el dios del sol, pero el faraón negaba todos los mitos que los egipcios habían reunido en torno a Amón-Ra. Para Akenatón, su dios era el mismo Sol, no un dios antropomorfo que dominaba el Sol, sino el mismo Sol, un ente celeste que proporcionaba la luz, el calor y la vida a la Tierra y velaba por todas las criaturas. Más aún, Akenatón no se conformó con elevar el rango de Atón entre los dioses egipcios, sino que lo convirtió en sumo hacedor y afirmó que era el único dios verdadero. Se trata del primer caso de monoteísmo en la historia (la tradición judía remonta su monoteísmo al principio de los tiempos, pero es muy improbable que Abraham tuviera a su dios por único).
Akenatón trató de abolir la religión egipcia, objetivo que, naturalmente, era imposible incluso para el monarca más poderoso del mundo. Se encontró con la incomprensión del pueblo y con la oposición implacable de los poderosos sacerdotes. Decidió construir una nueva capital dedicada íntegramente al culto a Atón. La llamó Aketatón (el horizonte de Atón) y fue emplazada a mitad de camino entre Menfis y Tebas. Allí construyó templos y palacios para sí mismo y para la nobleza que le era leal. El templo de Atón era un edificio singular, pues carecía de techo, para que el Sol pudiera lucir siempre en su interior. Akenatón terminó aislándose en su nueva capital desatendiendo los asuntos exteriores. Se dedicó casi exclusivamente a perseguir al antiguo clero, a rectificar inscripciones eliminando las referencias a los dioses y a difundir sus creencias en el entorno reducido de su familia y la corte. 




La mujer de Akenatón se llamaba Nefertiti,muy conocida porque se conserva un hermoso busto de piedra con su imagen. Probablemente era una princesa asiática, como su madre. La familia real (el matrimonio y sus seis hijas) ocupaba un lugar central en el nuevo culto que ideó el faraón. Sus himnos hablan de amor universal y revelan un pensamiento místico y humanista. Akenatón propició también un arte natural y verista. Hasta entonces, los egipcios representaban siempre las cabezas de perfil, el tronco de frente y las piernas de nuevo de perfil, de modo que las poses resultaban artificiales y las expresiones faciales eran siempre similares. En cambio, Akenatón y Nefertiti se retrataron en poses informales, en escenas cotidianas, jugando con sus hijas, en momentos de afecto, etc. El propio Akenatón es representado como un hombre feo, barrigudo y de muslos gruesos, un realismo inusitado en Egipto.
Durante el reinado de Amenofis III había ascendido al poder un general semita llamado Yanhamu, que llegó a ser gobernador de los territorios egipcios en Palestina. No fue el único cananeo que gozó de una posición de prestigio en Egipto. Es probable que alguno de ellos (o varios) diera origen al mito bíblico sobre José, un cananeo que ascendió de la esclavitud a virrey de Egipto. Bajo el reinado de Akenatón Yanhamu estuvo en Egipto, y es plausible que ocupara el alto cargo de "director de los graneros", lo que acabaría vinculándolo con una antigua leyenda egipcia, originariamente atribuida a Imhotep, según la cual José interpretó los sueños del faraón y previno siete años de hambre, y así ordenó a tiempo almacenar las provisiones necesarias para alimentar al pueblo en los años de escasez. 


Mientras tanto, el rey hitita Shubbiluliuma había recuperado las provincias que su reino había perdido años atrás y en 1365 asoló Mitanni. Formó así un imperio (conocido como Nuevo Reino Hitita) al que los reyes del suroeste de Anatolia y el norte de Siria estaban sometidos por tratados desiguales. Al tiempo que Mitanni decaía, en Asiria surgió un rey poderoso, Ashur-Uballit, que logró la total independencia de su reino respecto de Mitanni.
Se suponía que Mitanni era aliado de Egipto, pero Akenatón no respondió a las peticiones de ayuda, ni tampoco a las de los virreyes y generales de Egipto en Siria, que le informaban de que las posiciones egipcias se veían seriamente amenazadas y solicitaban que enviara a Yanhamu con un ejército.


 En efecto, unas nuevas tribus nómadas semíticas habían surgido de Arabia, al igual que sucediera con los amorreos tiempo atrás, y amenazaban las posesiones egipcias en Canaán. Eran los hebreos. Pese a la negligencia de Akenatón, los ejércitos egipcios pudieron impedir que los hebreos se instalaran permanentemente al oeste del Jordán. Sin embargo, los recién llegados formaron tres reinos al este: Amón, Moab y Edom. Los hebreos adoptaron la lengua cananea (estrechamente emparentada con la suya), así como el alfabeto, con algunas adaptaciones. Paulatinamente fueron asimilando diversos aspectos de la cultura cananea.
En 1362 A.C. murió Akenatón, con seis hijas, pero sin ningún hijo que pudiera sucederle. El trono fue ocupado por uno de sus yernos, Smenkere, que teóricamente profesaba el culto a Atón, pero no hizo nada para impedir que todas las innovaciones religiosas promovidas por Akenatón quedaran en el olvido. Los conversos a la nueva religión la abandonaron rápidamente, los sacerdotes recuperaron todo su poder. En 1352 A.C. ocupó el trono un segundo yerno de Akenaton, que en principio se llamaba Tutankatón, pero que cambió su nombre por el de Tutankamón, confirmando así el retorno a la religión tradicional. Tebas pasó a ser de nuevo la capital del imperio. La ciudad de Aketatón fue abandonada y se convirtió en una especie de "ciudad fantasma". Como faraón, Tutankamón no tuvo gran importancia: tenía unos doce años cuando inició su reinado y murió sobre los veinte. No obstante ha pasado a la historia por ser el único faraón cuya tumba no fue saqueada por los ladrones. Ello se debió a que en la construcción de una tumba para un faraón posterior la entrada de la tumba de Tutankamón fue cubierta por unas piedras de forma accidental, y así pasó desapercibida.



A la muerte de Tutankamón, en 1338 A.C. el trono egipcio no tenía heredero. Finalmente se hizo con el poder un devoto de la religión de Akenatón, llamado Ay, que al parecer no era de sangre real, pero se casó con la viuda de Tutankamón para legitimar su título. Ay intentó reconstruir la obra de Akenatón, pero se trataba de un intento desesperado. Los sacerdotes buscaron el apoyo de un general competente, Horemheb, al que lograron convertir en faraón en 1333 A.C. casándolo con una princesa. Horemheb erradicó definitivamente el culto a Atón y reorganizó el país. Envió expediciones para restablecer el control egipcio sobre Nubia, pero prefirió no enfrentarse a los hititas en Siria.
En 1330 A.C.murió el rey asirio Ashur Uballit, que fue sucedido por su bisnieto Enlil-ninari.

Babilonia empezaba a dar muestras de recuperación tras la invasión de los casitas. Éstos habían reconstruido el templo de Marduk y ahora patrocinaron la reconstrucción de Ur.
En 1322 A.C.murió el rey hitita Shubbiluliuma victima de una epidemia, que al año siguiente mató también a su hijo y sucesor Arnuanda II. El trono pasó entonces al segundo hijo de Shubbiluliuma, Mursil II. El nuevo rey supo mantener el poder del Nuevo Reino conteniendo eficazmente las revueltas relativamente frecuentes de los reinos sometidos. Ocupó las posiciones egipcias en Siria y sometió completamente a Mitanni.


En 1319 A.C.murió el rey asirio Enlil-ninari, que fue sucedido por su hijo Arik-den-ili, que a su vez fue sucedido en 1308 A.C.por su hijo Adad-ninari I.
En 1306 A.C.murió el faraón Horemheb y es reemplazado por uno de sus generales, Ramsés I, con el que comienza la XIX dinastía. En realidad sus dos antecesores no pertenecían a la familia de la XVIII dinastía salvo por matrimonios de conveniencia, pero los egipcios los incluyeron en ella. Ramsés I era ya mayor, por lo que reinó poco más de un año. En 1304 A.C. fue sucedido por su hijo Seti I. El nuevo faraón restableció todo el poderío del Nuevo Imperio egipcio. Recuperó las posiciones de Siria, si bien no pudo aplastar a los hititas, con los que tuvo que firmar una paz de compromiso. 

EL SISTEMA FEUDAL Y SU ORGANIZACION



 El feudalismo es la forma de organización política, social y económica que caracterizó principalmente la Edad Media europea, basada en un sistema de relaciones de dependencia entre diferentes individuos. Esta mínima definición sólo persigue recoger en sentido amplio lo que comúnmente puede entenderse por ese proceso histórico, complejo y heterogéneo, que es el feudalismo; sin embargo, el debate teórico sobre este concepto y su alcance, tanto espacial como temporal, ha sido enconado ya desde la historiografía del siglo XIX y a lo largo del siglo XX.
Tradicionalmente, se han establecido dos posturas básicas en torno al feudalismo y, en mayor o menor medida, las múltiples definiciones dadas para el mismo se alinean junto a una o a otra. No obstante, en el estudio del tema y, sobre todo en las últimas décadas, las diferencias se van limando por parte de los historiadores, que tratan de dar una visión de conjunto de la sociedad, evitando divisiones netas en las múltiples facetas que pueden observarse.
Simplificando los diferentes planteamientos, puede decirse que uno de los enfoques dados al estudio del feudalismo es el llamado institucionalista, de orientación jurídico-política, más restringido; el otro, de orientación socioeconómica, más amplio. El primero considera el feudalismo como un sistema institucional que establece una relación de dependencia entre señor y vasallo, relación de base jurídica y militar y que afecta, por tanto, sólo a las clases dirigentes, constituidas por hombres libres. En dicho sistema, se establecía una obligación de fidelidad por parte de un hombre libre hacia otro, de su misma clase, pero de jerarquía superior, que era “señor” del primero. Dicha obligación, contraída por juramento en la ceremonia del homenaje, iba acompañada de la prestación de servicios por parte del vasallo, normalmente de carácter militar y también de asesoramiento o consejo, los denominados auxilium y consilium. Por su parte, el señor otorgaba un beneficio al vasallo, denominado feudo, que generalmente consistía en tierras e, incluso, cargos. Algunos autores (visiblemente influidos por la historiografía francesa) se refieren a este sistema de relaciones feudo-vasalláticas que gira en torno al feudo con el término feudalidad ("féodalité" en francés).
Frente a este enfoque restrictivo, la segunda visión antes mencionada parte de la corriente historiográfica llamada materialismo histórico y define el feudalismo como un “modo de producción”, en el que se establecía una relación de dependencia entre el propietario de la tierra y el productor, es decir, entre señor y campesino; en este caso, se originaba una obligación económica por la que los campesinos dependientes debían trabajar las tierras de los señores y, además, contribuir con los excedentes de sus pequeñas parcelas, que sólo poseían en usufructo pero de las que no eran propietarios. Esta concepción hace hincapié, pues, en los aspectos socioeconómicos de la organización medieval, y considera la gran propiedad territorial como la unidad de producción fundamental; en otras palabras, dicho sistema se había producido en el contexto de una sociedad agrícola y rural, en la que el eje de la organización feudal no era el feudo sino el régimen de dependencia señorial. Para los primeros, habría una neta distinción entre el sistema feudal, basado en las relaciones señor-vasallo, y el sistema señorial, basado en las relaciones señor- campesino, aunque ambos se dieran a la vez y se entrecruzaran, como afirmaba Sánchez Albornoz. Para los segundos, en cambio, ambos estarían fundidos, hasta el punto de considerar, como en el caso de Marc Bloch, que precisamente el régimen señorial sería el elemento esencial de la sociedad feudal, siendo, además, la relación de servidumbre de los campesinos con respecto a los señores la relación más genuina y típicamente feudal.
Los defensores de la concepción restringida, denominada comúnmente institucionalista, entre cuyos representantes puede citarse a Friedrich L. Ganshof, Joseph R. Strayer, Claudio Sánchez Albornoz o Luis García de Valdeavellano, el feudalismo, aunque tuvo sus precedentes en los siglos de la Antigüedad Tardía y Alta Edad Media, se conformó y tuvo su apogeo entre los siglos X al XIII en el área del imperio carolingio, correspondiente a los territorios francoalemanes, aunque se extendió fundamentalmente por Europa occidental, especialmente en la zona de Cataluña e Inglaterra, si bien aquí con características especiales. Para los defensores de la concepción amplia, de base socieconómica, como Marc Bloch, Maurice Dobb, Pierre Vilar o los españoles Abilio Barbero y Marcelo Vigil, aunque se admite que el feudalismo tuvo su apogeo y desarrollo en la misma época señalada, se hace un mayor hincapié en su proceso de formación en los siglos anteriores y se considera que tuvo un mayor alcance geográfico: así, al menos para algunos autores como Pierre Bonnassie y Pierre Toubert, el desarrollo adquirido en el sur de Europa, no sólo en Cataluña, sino en el resto de España o en Italia, sería mucho mayor que en Francia y Alemania. Pero lo que, sobre todo, caracteriza a estos autores del enfoque socioeconómico, es que la pervivencia, alcance y las características más definitorias del feudalismo, como son las relaciones señores-campesinos, se extenderían prácticamente por toda Europa hasta fines del siglo XVIII o principios del XIX, es decir, hasta la caída del Antiguo Régimen y hasta que, en definitiva, lo que iba a ser el modo de producción capitalista sustituyó al feudal, después de un tiempo de transición entre ambos que puede situarse entre los siglos XVI al XVIII.
Autores como Jacques Le Goff y Georges Duby en Francia, en el ámbito de la historia de las mentalidades, Rodney Hilton en Inglaterra, o Julio Valdeón en España, aunque partiendo de la segunda concepción mencionada que arranca del materialismo histórico, han aproximado ambas posturas y han establecido líneas de trabajo que toman como punto de partida una concepción global de la organización de la sociedad medieval que contempla los diversos aspectos que configuraron la Europa feudal. La distinción entre feudo y señorío puede mantenerse en sus sentidos más restringidos y no debe equipararse, pero ambos ejes del sistema feudal y señorial son realidades de una misma sociedad, cuyo análisis independiente comporta una visión parcializada y distorsionada del conjunto. Como ponen de manifiesto Barbero y Vigil, "a través de esta distinción, se presenta la realidad social de una manera dislocada". La necesidad de un estudio global puede verse reflejada también en las consideraciones de estos autores: "Precisamente una concepción unitaria y orgánica de la sociedad, pero también dinámica y contradictoria, articulada por un sistema de relaciones de dependencia, desde lo económico a lo político, eliminaría muchas de las sutiles distinciones y problemas artificales que se han creado en torno a la sociedad feudal".


De entre los múltiples factores que pueden considerarse como definidores de la situación vivida en la zona occidental del Imperio desde los siglos IV al X, algunos de ellos contienen los elementos claves para la aparición del feudalismo como forma de organización social a partir del primer milenio. La progresiva ruina del Imperio romano, especialmente tras la crisis del s.III d.C. y las transformaciones que tuvieron lugar en todo el ámbito territorial de la misma al hacer su presencia en ella los pueblos bárbaros constituyen la base lejana y primera de la formación del feudalismo. A lo largo de los últimos siglos de su existencia, el Bajo Imperio romano sufrió una crisis abierta, tanto política como social y económica; el poder imperial se debilitó progresivamente hasta que, ante la presión cada vez mayor de los distintos pueblos germánicos en sus fronteras y dentro de ellas, terminó por fragmentarse defintivamente cuando cayó el último emperador romano, Rómulo Augústulo (que ni siquiera era reconocido por Bizancio), en el año 476. Los territorios del antiguo Imperio de Occidente pasaron a ser controlados por los llamados pueblos bárbaros: francos, ostrogodos, visigodos... y se configuraron así nuevas realidades políticas. Pero estos pueblos sufrieron un indudable proceso de aculturación y romanización que hizo que perviviesen elementos propios del mundo romano y que la sociedad se transformase lentamente. Los cambios que se habían operado en el mundo romano continuaron y, en gran medida, se aceleraron con la nueva situación política, no sólo en las épocas de lucha abierta y de asentamiento de estos pueblos, sino cuando éste ya se había producido de forma definitiva. Junto a la debilidad del poder político, hay que señalar una ruralización cada vez mayor de la sociedad, el declive tanto de las ciudades como del comercio y la consiguiente expansión de los dominios territoriales rurales, las diversas crisis económicas que condujeron al empobrecimiento de los campesinos y a una bipolarización de la sociedad en dos clases fundamentales, la de los posesores de la tierra y la de los productores o trabajadores de la misma, a pesar de que el régimen esclavista, aunque en retroceso, se mantuviese con diversos altibajos. Precisamente en la desaparición o mantenimiento de dicho régimen se halla una de las diatribas más importantes en el debate historiográfico, pues para los que siguen el concepto restringido del feudalismo el número de esclavos sólo disminuyó, aunque siguió estando presente como articulación socioeconómica. Por el contrario, para los partidarios del concepto amplio del feudalismo, la existencia o no de esclavos no influyó para que el modo de producción esclavista fuese sustituido por el modo de producción feudal, puesto que la base de la economía se había desplazado de uno a otro modo; es evidente que aún en épocas más tardías hubo esclavos en Europa, pero fueron más bien dentro del ámbito doméstico. Lo que ya no se volvió a encontrar en el continente fueron las grandes explotaciones agrarias cultivadas por esclavos, pues el trabajo en la tierra fue organizado mediante vínculos feudales.
A lo largo de los siglos IV al VIII estas circunstancias mínimamente presentadas se generalizaron en el ámbito de Occidente y contienen en sí muchos de los elementos que darán lugar a la formación del feudalismo. En época carolingia, durante los siglos IX y X, estos elementos se perfilaron aún con mayor nitidez, hasta el punto de que no sólo puede afirmarse que el feudalismo estaba plenamente constituido en los territorios carolingios en esta última centuria, sino que ya desde los siglos anteriores puede hablarse de las fases iniciales del mismo. Ello es debido a que, como se ha indicado, no se trata simplemente de una forma política, social y económica que se dio en un momento concreto, sino que fue un auténtico proceso histórico complejo desarrollado a lo largo de siglos que fue configurándose y alcanzó a todas las formas de vida y a la propia mentalidad. Por eso, sin pretender extender el feudalismo a las dilatadas coordenadas espaciotemporales que proponen algunos estudiosos, puede decirse, en términos restringidos, que tuvo su apogeo en Europa occidental entre los siglos X al XIII lo que puede denominarse como feudalismo clásico; pero, a la vez, puede afirmarse que comenzó a desarrollarse en los siglos anteriores y que persistió aún durante los siglos XIV al XV.
El primer rasgo definitorio del feudalismo fue, como señala Georges Duby, “la descomposición de la autoridad monárquica”. En efecto, ya durante los siglos V al VIII esta debilidad -observable también en los últimos momentos del Imperio romano- se hizo patente en las monarquías de los pueblos germánicos. Los reyes vieron su poder amenazado en múltiples ocasiones por luchas nobiliarias y familiares; conseguir el trono y el control dependía en buena medida de la estabilidad política de un rey y su fuerza frente a una nobleza cada vez más poderosa, que no dudaba en arrebatárselo mediante traición o luchas armadas. Por ejemplo, en el caso de la Hispania visigoda se sucedieron las conjuras y deposiciones de reyes, especialmente en el siglo VII. Incluso existe constancia de muchas de ellas que no llegaron a consumarse, como las rebeliones de Witerico (después rey) contra Recaredo o del duque (dux) Paulo de la Septimania contra Wamba, pero que reflejan, si no una debilidad absoluta del poder político real, sí al menos la creciente fuerza de los grupos de nobles y las luchas por el poder, circunstancia que fue calificada en la Crónica del llamado pseudo-Fredegario como “la enfermedad de los godos” (morbus gothorum). Por este motivo, los reyes se rodeaban de clientelas fieles, los llamados fideles, que les prestaban juramento de lealtad y contraían una obligación militar y de vasallaje permanente.


La formación del Imperio carolingio no deja de ser, en última instancia, la ascensión al trono de una familia noble procedente de la región de Austrasia que consiguió el poder desde su rango de mayordomo de palacio de la corte merovingia, como lo había sido el iniciador de la misma, Pipino de Landen, en el siglo VII. Pero, al igual que ocurrió en la corte visigoda o en la merovingia, los dirigentes de esta dinastía, ya desde Carlos Martel o el propio Carlomagno, necesitaban del apoyo de los nobles para poder gobernar, por lo que se procuraban “fieles”, es decir, vasallos que les jurasen fidelidad. A cambio, el rey les otorgaba beneficios, tierras y cargos palatinos. A pesar de que la época de Carlomagno o la llamada Renovatio Imperii de Otón I supusieron un fortalecimiento de la monarquía y el intento de una reconstrucción imperial, la realidad demostró que la debilidad del poder seguía existiendo. Carlomagno se sirvió de las relaciones feudovasalláticas para sustentar su poder, pero básicamente lo que hizo, como ocurría en general con todas las monarquías, fue incluir ésta en el entramado feudal, constituyéndose en la cima de la pirámide de toda la sociedad. El rey terminó por ser el primus inter pares, es decir, el primero de los señores feudales, con lo que su poder real no dejaba de estar en la misma categoría de los demás aunque fuera el principal.
 
Precisamente esta relación de vasallaje es otra de las características distintivas del feudalismo (cuando no la más fundamental, desde la postura institucionalista según se ha indicado), ya que esta obligación contraída entre el rey y sus vasallos se dio entre señores poderosos y otros inferiores, que se ponían bajo la protección de los primeros, los obedecían y los ayudaban militarmente y, a cambio, obtenían un beneficio (feudo), generalmente tierras. El aumento de prestigio y poder (siempre en alza) de la aristocracia y el enriquecimiento de los señores y sus dominios territoriales, frente a la debilidad política de las monarquías y la delegación cada vez mayor que hacían de los poderes públicos, hizo que se multiplicasen las relaciones de dependencia entre distintos individuos libres. De este modo, las relaciones feudo-vasalláticas se dieron entre los individuos de la clase poderosa, de los guerreros, entre hombres libres y sus “señores”. Estas relaciones afectaban, pues, a un sector reducido de la sociedad y puede decirse que se habían producido tanto en el mundo romano como entre los pueblos germánicos. En efecto, durante la Antigüedad Tardía confluyeron dos tradiciones distintas. Una de ellos es la encomendatio romana, es decir, el clientelismo. Ya en el Bajo Imperio se había desarrollado a diferentes niveles sociales. Unos eran hombres libres que se ponían bajo la protección de otros más poderosos y superiores, incluso del propio emperador; otros, en un ámbito más general, pequeños propietarios rurales que se cobijaban en los grandes propietarios al amparo de la seguridad que podían ofrecerles en épocas conflictivas y en momentos de crisis económicas a las que no podían hacer frente. Esta situación generaba una obligación personal entre el señor que otorgaba una protección (patrocinium) y el protegido o cliente, que debía mostrarle obediencia y respeto. El señor otorgaba una donación gratuita a su cliente (beneficium). La otra tradición fue la del comitatus de origen germánico, relaciones de dependencia personal de carácter militar entre hombres guerreros en torno a un jefe, cuya recompensa por su fidelidad era, originariamente, la promesa del botín de guerra. Aunque distintas en su origen y desarrollo, ambas terminaron por ser dos aspectos de una misma realidad: la expansión de relaciones de dependencia entre individuos que terminó por abarcar todos los ámbitos de la vida. En otras palabras, este tipo de relaciones articuló progresivamente el tejido social, ya fuese entre individuos de una misma clase, la de los señores, ya fuese entre individuos de distinta clase, la de éstos frente a la mayoría de la población.
Pero este hecho no puede, por otra parte, desligarse de los mencionados factores socioeconómicos, hasta el punto de que las relaciones entre señores y vasallos, es decir, entre hombres libres de las elites sociales, corrieron paralelas a las que se crearon entre señores y campesinos, claras relaciones de dependencia económica de los segundos hacia los primeros, pero que, con el paso del tiempo, fueron también jurídicas, políticas, fiscales, etc.
En los siglos V al VIII, los grandes dominios territoriales eran los que constituían la forma básica de propiedad y el eje de articulación de una sociedad fuertemente ruralizada y con una cada vez más clara división en dos grupos. En efecto, en esta nueva etapa las antiguas clases senatoriales y aristocráticas romanas mantuvieron su fuerza y prestigio y poco a poco se fueron fusionando con las aristocracias germánicas, de origen fundamentalmente militar, dando lugar a una clase poderosa y rica, propietaria de los grandes dominios territoriales, los potentiores, frente al resto de la población, pequeños propietarios, pero, sobre todo, campesinos dependientes y colonos, los humiliores, que, aunque cada vez más empobrecidos, aún mantenían su status jurídico de hombres libres frente a los esclavos.
Por otro lado, en la misma clase de los poderosos quedaba incluida la Iglesia, que no sólo mantuvo la posición que alcanzó ya en época romana, desde que el cristianismo pasó a ser religión oficial, sino que la consolidó e incrementó cuando se produjo la conversión al catolicismo de los diferentes pueblos godos; este hecho trajo consigo una progresiva integración de las jerarquías eclesiásticas dentro de la clase dirigente, a la vez que un aumento considerable de su ya rico patrimonio, motivado por diversas donaciones y adquisiciones, y que también contó con campesinos dependientes de sus dominios y siervos. A esto hay que añadir los grandes beneficios que obtuvo la Iglesia con la inmunidad, especialmente en la zona franca, ya desde el siglo VI, con lo que quedaba exenta de obligaciones para con el Estado (no así los habitantes de sus dominios, que pagaban a los inmunistas a través de los procuradores) y tenía también el derecho judicial, que constituía una importante fuente de ingresos. En época de Carlomagno, esta inmunidad era prácticamente total para todas las iglesias y monasterios carolingios.


Las otras formas de propiedad, las pertenecientes a pequeños propietarios libres, eran los alodios. Aunque mantenían algunos privilegios frente a los campesinos dependientes, como ser juzgados por tribunales públicos, su difícil situación económica, debida a las cargas fiscales y tributos, hizo que paulatinamente fuesen desapareciendo, ya que muchos se veían obligados a entregarlos a los grandes propietarios y convertirse en colonos.
Los dominios territoriales se vieron incrementados y perfectamente definidos en los ámbitos europeos del mundo carolingio durante los siglos IX y X y se convirtieron en señoríos rurales al conseguir tener dominio sobre los campesinos no sólo económico, sino jurídico y fiscal. Aunque quizá no de forma tan claramente establecida, pero de similares características, esta consolidación del poder de la aristocracia frente al campesinado también se dio en otras zonas, como Inglaterra, Lombardía, Cataluña, e incluso en el resto de la Hispania no controlada por los árabes. Según se deduce de la documentación carolingia, especialmente de la legislación imperial y los registros de contabilidad eclesiásticos conocidos como Polípticos, en estos dominios señoriales se hallaban por un lado las reservas, que incluían las residencias señoriales y todas sus dependencias, las llamadas cortes, las tierras cultivadas o sin cultivar, incluidas las iglesias que muchos de estos señoríos habían construido dentro de la propiedad. En el lado contrario estaban los mansos o tenencias, pequeñas parcelas cedidas en usufructo a los campesinos que las cultivaban. A cambio de ello estos prestaban servicios a los señores en las tierras de reserva y pagaban rentas por los mansos de que disponían.
Esta situación condujo inevitablemente a la bipolarización de la sociedad, según se ha mencionado. Contribuyó a ello, también, la tendencia a la desaparición del modo de producción esclavista propio de la sociedad romana. Precisamente otro de los elementos definitorios de la formación del feudalismo fue el paso de este modo esclavista al de las relaciones de dependencia del señorío y el campesinado típicas de la organización feudal. A pesar de la legislación coercitiva de todos estos siglos, a pesar también de que incluso la Iglesia se mostraba abiertamente esclavista y ella misma era propietaria de esclavos, la masa de esclavos fue disminuyendo lentamente a causa de diversos factores: falta de adquisición de nuevos contigentes conseguidos como botín de guerra, menor desarraigo social al ser esclavos procedentes de zonas próximas o, especialmente, campesinos libres reducidos a la condición de esclavos por razones económicas, pero, sobre todo, igualación cada vez mayor en los recursos y nivel de vida entre esclavos y campesinos dependientes. Todo ello derivó en la preferencia por el trabajo de campesinos libres, más eficaces, de mayor movilidad para el cultivo de mansos alejados de las reservas y mejores para la obtención de mayor beneficio para los señores por el trabajo de campesinos y esclavos manumitidos que pagan sus contribuciones por los mansos. Estos y otros factores contribuyeron a que el modo esclavista, con altibajos, retrocesos y avances, fuese desapareciendo progresivamente.



Así pues, en estos siglos se formó una fuerte aristocracia fundiaria, laica y eclesiástica, que estableció relaciones de dependencia económica con la clase de los humiliores. Esta situación no sólo se consolidó aún más claramente en época carolingia (donde la dependencia alcanzó a todos los otros ámbitos sociales, políticos, jurídicos y militares), sino que, incluso, se justificó ideológicamente por parte de los intelectuales, casi siempre eclesiásticos, del momento. Así se definió el nuevo orden feudal, que, como explica Duby, se basó en dos clases sociales pero en tres órdenes que se ajustaban a la realidad económica: la Iglesia, es decir, los oratores, encargados de rezar por la salvación de todos; los que guerrean y protegen a todos, es decir, los bellatores, y por último los que trabajan para mantener a unos y otros, esto es, los campesinos, los laboratores. Algunos textos medievales son tremendamente elocuentes en este sentido, como los seleccionados por Julio Valdeón en su libro El feudalismo. Entre ellos el del clérigo franco del siglo X, Adalberón de Laon, que dice: "El orden eclesiástico forma un solo cuerpo, pero la división de la sociedad comprende tres órdenes. La ley humana distingue otras dos condiciones, los nobles y los siervos. Los nobles son los guerreros, los protectores de las iglesias. Defienden a todo el pueblo, a grandes y a pequeños. La otra clase es la de los siervos. Esta raza de desgraciados no posee nada, si no es a costa de muchos sacrificios. Así pues, la Ciudad de Dios es en realidad triple. Unos oran, otros combaten y otros trabajan".






EL TELEGRAMA DE SERVIA ....LA GUERRA QUE EMPEZÓ POR UN TELEGRAMA


BELGRADO. Los millones de muertos, la caída de imperios y la desolación que trajo la I Guerra Mundial comenzaron con un simple telegrama, un documento que se expone ahora en una exposición con la que Serbia recuerda el conflicto.




El telegrama con el que el ImperioAustro-Húngaro declaró la guerra a Serbia, el 28 de julio de 1914, que desencadenó la I Guerra Mundial, forma parte de la exposición “La Primera Guerra Mundial en los documentos del Archivo de Serbia”. / EFE



El 28 de julio de 1914 las autoridades serbias recibieron un escueto telegrama con la declaración de guerra por parte del Imperio Austro-Húngaro.
Un simple telegrama pero que anunció el “comienzo de la mayor tragedia de la historia de la humanidad hasta entonces”, explica a Efe Ljubinka Skodric, una de las responsables de la exposición “La Primera Guerra Mundial en los documentos del Archivo de Serbia”, que acaba de inaugurarse en Belgrado.
Aquel mensaje “de importancia mundial” supuso una forma poco común, alejada de los usos diplomáticos para declarar una guerra, explica esta archivera.
Tan heterodoxa fue la manera en la que Austria-Hungría inició el conflicto, que Belgrado incluso sospechó de la autenticidad del mensaje y el entonces primer ministro del Reino de Serbia, Nikola Pasic, pidió a sus diplomáticos en Rumanía que lo confirmaran, como demuestra otro documento original expuesto en la muestra.
Así, entre los 35 documentos históricos puede verse el ultimátum presentado por Viena después del asesinato en junio de 1914 en Sarajevo de Francisco Fernando, el heredero al trono de los Habsburgo, a mano del nacionalista serbio Gavrilo Princip.
“Lo más litigioso del ultimátum fue un punto que exigía que representantes de las autoridades austrohúngaras efectuasen en el territorio de Serbia investigaciones sobre la implicación de Serbia en el atentado, algo que ningún país soberano en la actualidad podría aceptar”, según Skodric.
La muestra exhibe la negativa respuesta serbia a las exigencias de Viena, la nota de descontento de la Embajada Austro-Húngara y la notificación de ruptura de relaciones diplomáticas con Serbia.
Entre los documentos presentados está un circular de Pasic a los diplomáticos serbios, fechada el 1 de julio de 1914, en la que se refiere a las acusaciones contra Serbia en las prensa austríaca y húngara y en las que él mismo condena el atentado y lo define como el acto de “de un joven fanático y exaltado”.
También se expone el pésame oficial en el que el Gobierno serbio expresó su “profundo pesar con motivo del asesinato del heredero y su esposa, y la consternación por ese crimen”.
Skodric indicó que la mayoría de los documentos se exponen por primera vez al público.
El Archivo de Serbia, que guarda medio millón de documentos sobre este país en la I Guerra Mundial, inicia con esta muestra la conmemoración del centenario del conflicto, durante las que se organizarán otras exposiciones.
La muestra central se presentará el 28 de julio paralelamente en Belgrado y en las ciudades serbobosnias de Banja Luka, Trebinje y Andricgrad, un pueblo ideado por el director de cine serbio Emir Kusturica.
Kusturica anunció recientemente una recogida de firmas para rehabilitar la figura de Princip y que se anule el juicio que hace un siglo lo condenó por traición y asesinato a 20 años de cárcel.
Princip murió en la cárcel en 1918.



La iniciativa de Kusturica argumenta que la condena por traición fue ilegal, ya que la anexión de Bosnia por parte de Austria-Hungría nunca llegó a ser ratificada formalmente por el Parlamento del Imperio, por lo que Princip no era súbdito de Viena.
La mayoría de los serbios consideran  como un luchador por la libertad, mientras que entre los bosnios musulmanes y croatas es dominante la opinión de que fue un terrorista. 


Gavrilo Princip, ¿asesino o héroe nacional?
- Foto vía magacin.org -

Dado que Gavrilo Princip era físicamente débil y había mala alimentación en la cárcel, se agravó su salud, llegando a pesar apenas 40 kg y perdiendo el brazo izquierdo tras infectarse gravemente por una herida. Muy débil y enfermo de tuberculosis, Princip falleció en Terezín el 28 de abril de 1918, casi 4 años después del atentado. Según dicen, Princip se arrepintió en sus últimos días de este asesinato una vez supo de las terribles consecuencias que éste trajo. Es considerado un héroe por algunos eslavos y por otros el detonante de uno de los conflictos bélicos más terribles de la historia que generó millones de muertes.

Este asesinato conmocionó a toda Europa y creó cierta simpatía por la causa austriaca a nivel internacional. Ya no había vuelta atrás y en poco tiempo, estalló la Primera Guerra Mundial.
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