jueves, 28 de noviembre de 2019

CANTAR DEL MIO CID Y EL CÓDICE DE VIVAR


El Cantar de mio Cid es un poema épico anónimo del siglo XII que refiere las hazañas de madurez del Cid, en torno al episodio central de la conquista de Valencia, tras ser desterrado de Castilla por el rey Alfonso. Éste lo condena al exilio por haber dado crédito a los envidiosos cortesanos enemigos del Cid, quienes lo habían acusado falsamente de haberse quedado parte de los tributos pagados a la corona por el rey moro de Sevilla. El texto conservado se inicia cuando el Cid y sus hombres se preparan para salir apresuradamente de Castilla, pues se acerca el final del plazo impuesto por el rey Alfonso. Tras dejar el pueblo de Vivar, de donde era natural, dejando allí su casa abandonada, el Cid, acompañado de un pequeño grupo de fieles, se dirige a la vecina ciudad de Burgos. Los ciudadanos salen a las ventanas a verlo pasar, dando muestras de su dolor, pero su pena por el héroe no es capaz de hacerles contravenir la orden real que prohíbe hospedar y abastecer al desterrado. El Cid y los suyos se ven entonces obligados a acampar fuera de la ciudad, a orillas del río, como unos marginados.
En esta situación reciben el auxilio de un caballero burgalés vasallo del héroe, Martín Antolínez, que prefiere abandonarlo todo antes que dejar al Cid a su suerte. Sin embargo, su ayuda no es suficiente, pues el héroe, que carece del oro supuestamente malversado, no posee los recursos necesarios para mantener a sus hombres. Por ello, con la ayuda del astuto Martín, urde una treta: empeñarles a unos usureros burgaleses, Rachel y Vidas, unas arcas aparentemente llenas de los tributos desfalcados, pero que en realidad están rellenas de arena. Consigue así seiscientos marcos de oro, cantidad suficiente para subvenir a las necesidades más inmediatas. A continuación el Cid y los suyos siguen viaje hacia San Pedro de Cardeña, un monasterio benedictino donde se ha acogido la familia del héroe, mientras este se halle en el destierro. La estancia es, sin embargo, muy breve, porque el plazo para salir del reino se agota. Tras una desgarradora despedida, el Cid prosigue viaje y, esa misma noche, llega la frontera de Castilla con el reino moro de Toledo. Antes de cruzarla, el héroe recibe en sueños la aparición del arcángel Gabriel, quien le profetiza que todo saldrá bien.
Animado por el aviso celestial, el Cid entra tierras toledanas dispuesto a sobrevivir en tan duras condiciones, iniciando su actividad primordial en la primera parte del destierro: la obtención de botín de guerra y el cobro de tributos de protección a los musulmanes. Para ello desarrolla una primera campaña en el valle del río Henares, compuesta de dos acciones combinadas: mientras el Cid, con una parte de sus hombres, consigue tomar la plaza de Castejon, la otra parte, al mando de Álvar Fáñez, su lugarteniente, realiza una expedición de saqueo río abajo, hacia el sur. Las dos operaciones resultan un éxito y se obtienen grandes ganancias, sin embargo, al ser el reino de Toledo un protectorado del rey Alfonso, es posible que éste tome represalias contra los desterrados. Por ello, el Cid vende Castejón a los moros y sigue viaje en dirección nordeste. La segunda campaña tendrá como escenario el valle del Jalón. Tras recorrerlo saqueándolo a su paso, el Cid establece un campamento estable, con dos objetivos: cobrar tributos a las localidades vecinas y ocupar la importante plaza de Alcocer. La caída de esta localidad, que el Cantar de mio Cid presenta como la clave estratégica de la zona, hace cundir la alarma entre la población musulmana circundante, que acude a pedir auxilio al rey Tamín de Valencia. Éste, preocupado por la pujanza del Cid, envía a dos de sus generales, Fáriz y Galve, para que lo derroten. Éstos lo asedian en Alcocer, pero el héroe, aconsejado por Álvar Fáñez, decide atacar a los sitiadores por sorpresa al amanecer, lo que le proporcionará una sonada victoria.
Pese al triunfo, el Cid considera que se halla en una situación difícil, así que, como en Castejón, vende Alcocer y prosigue viaje hacia el sudeste. En ese momento, ha adquirido ya tantas riquezas que se decide a enviar a Álvar Fáñez con un regalo para el rey Alfonso, como muestra de buena voluntad y un primer paso hacia la obtención de su perdón. Mientras su embajador va a Castilla, el Cid se adentra por el valle del Jiloca, hasta hacerse fuerte en un monte llamado El Poyo del Cid, nombre que, según el poema, se debe a este asentamiento de su héroe. Desde allí, el Cid realiza diversas incursiones y obliga a los habitantes de la zona a pagarle tributo. Más tarde se desplaza hacia el este, a la zona del Maestrazgo, que se hallaba bajo el protectorado del conde de Barcelona. Éste, al conocer la actuación del Cid, se propone darle un escarmiento y se dirige en su busca con un fuerte ejército. La batalla se producirá en el pinar de Tévar y, como siempre, el Cid resulta victorioso. Además de obtener un rico botín, el héroe y los suyos capturan a los principales  caballeros barceloneses y al propio conde. Éste, despechado, decide dejarse morir de hambre, pero al cabo de tres días, cuando el Cid le propone dejarlo en libertad sin pagar rescate, a cambio de que coma a su mesa, el conde accede muy contento, olvidando sus anteriores promesas.



Tras su victoria (bélica y moral) sobre el conde de Barcelona, el Cid comienza su campaña en Levante. Su objetivo último ya no es el saqueo y la ocupación transitoria, como en Castejón y Alcocer, sino la conquista definitiva de Valencia y la creación de un nuevo señorío, donde el héroe y sus vasallos puedan vivir permanentemente. Para ello, el héroe comienza por controlar la zona que rodea Valencia, para estrechar el cerco en torno a ella. Tras la toma de Murviedro (Sagunto), los moros valencianos intentan detener su avance asediándolo allí. Sin embargo, como había pasado antes en Alcocer, las tropas del Cid los derrotan por completo, lo que aún les da más ímpetu en sus propósitos de conquista. Al cabo de tres años, han ocupado casi todo el territorio levantino, dejando aislada a Valencia. Sus habitantes, desesperados, piden ayuda al rey de Marruecos, pero éste no puede dársela. Perdida toda esperanza de socorro, el Cid cierra el cerco y, tras nueve meses de asedio, cuando el hambre aprieta ya a los valencianos, se produce la rendición.
La conquista de Valencia no asegura aún su posesión. Al conocer la noticia, el rey moro de Sevilla organiza una expedición para intentar recuperarla, pero fracasará por completo, al ser derrotado por el Cid y los suyos, que completan con el enorme botín las grandes riquezas obtenidas tras la toma de la ciudad. Afianzada la situación, el Cid toma una serie de medidas para garantizar la adecuada colonización de la ciudad y su organización interna. Incluso aprovecha la llegada de un clérigo guerrero, el francés Jerónimo, para instaurar un obispado valenciano. Además, envía de nuevo a Álvar Fáñez con un nuevo regalo para el rey Alfonso, al que pedirá permiso para que la familia del Cid se reúna con él en Valencia. La embajada es un éxito, pues el rey acepta complacido la dádiva y concede el permiso solicitado. Además, provoca efectos contrarios entre los cortesanos, pues despierta la envidia de los calumniadores que habían provocado su exilio (encabezados por Garcí Ordóñez) y la admiración de otros aristócratas, entre ellos los infantes de Carrión, que se plantean la posibilidad de casar con las hijas del Cid y beneficiarse así de sus riquezas.




Acompañadas por Álvar Fáñez, la esposa y las hijas del Cid, junto con sus damas, se dirigen a Valencia. Mientras tanto, el Cid es informado allí de la decisión real y envía una escolta a buscarlas a Medinaceli, extremo de la frontera castellana. Desde allí, la comitiva avanza hacia Valencia, donde el héroe la espera impaciente. Su llegada es motivo un recibimiento a la vez solemne y alegre. La llegada de la familia del Cid se corresponde con un período de calma y felicidad. Sin embargo, la llegada de la siguiente primavera (época en que los ejércitos se movilizaban) les trae el ataque del rey Yúcef de Marruecos. Se va a librar entonces el mayor de los combates descritos en el Cantar de mio Cid, pues es el único que dura dos días seguidos. Pese a la superioridad numérica del adversario, el empleo de una sabia táctica dará una vez más el triunfo al Cid y a los suyos. Gracias al importante botín obtenido, el héroe puede enviar un tercer regalo al rey Alfonso, de nuevo por mano de Álvar Fáñez. La alegría del rey es tan grande como la ira de los cortesanos enemigos del Cid y el prestigio de éste mueve por fin a los infantes de Carrión a pedirle al rey que gestione sus bodas con Elvira y Sol, las hijas del Cid. El rey accede y decide a la vez otorgar formalmente su perdón al Cid.
La reconciliación del monarca y el héroe se produce en una solemne reunión de la corte junto al río Tajo, que dura tres días. El primero, el Cid es recibido a su llegada por el rey, quien lo perdona públicamente y luego los agasaja a él ya sus hombres. El segundo día es el Cid quien organiza un banquete en honor del rey. Por último, al tercer día, se abordan las negociaciones matrimoniales. El Cid se muestra bastante remiso a este matrimonio, pero accede por deferencia hacia el rey. Acordado, pues, el enlace, la reunión se disuelve y el Cid y los suyos, acompañado por los infantes y por numerosos nobles castellanos que quieren acudir a sus bodas, regresan a Valencia. Allí tienen lugar las nupcias, que se celebran con el lujo apropiado al nivel social que ha alcanzado el Cid y con profusión de celebraciones caballerescas, que duran quince días. Tras las bodas, los infantes se quedan a vivir en Valencia, siendo la convivencia satisfactoria durante un par de años.
Cierto día, un león propiedad del Cid se escapa de su jaula, sembrando el terror por el alcázar de Valencia. El héroe está durmiendo y sus caballeros, que están desarmados, lo rodean para protegerlo, mientras que sus yernos huyen despavoridos y se esconden donde pueden. Cuando el Cid se despierta, conduce de nuevo al león a su jaula como si nada. La admiración que despierta el gesto del héroe es, sin embargo, menor que las burlas que provocan los infantes por su notoria cobardía. Ésta quedará confirmada poco después, cuando las tropas del rey Bucar de Marruecos acudan a intentar de nuevo recuperar Valencia. Allí, frente a las proezas de los demás hombres del Cid, sus yernos huirán ante los moros, y sólo la buena voluntad de los principales caballeros impide que el héroe se entere de ello. Sin embargo, las críticas de que son objeto por parte del resto de sus hombres y la riqueza obtenida tras el reparto del botín les hacen urdir un plan para vengarse de las ofensas sufridas. Para ello, deciden abandonar Valencia con la excusa de mostrarles a las hijas del Cid sus propiedades en Carrión, a fin de dejarlas abandonadas por el camino.
Así lo ponen en práctica y, colmados de regalos por el Cid, se ponen en marcha. Por el camino, intentan asesinar a Avengalvón, el gobernador musulmán de Molina, aliado del Cid. Sin embargo, este descubre sus planes y, por consideración hacia el héroe, los deja marchar. Los infantes y su séquito siguen su marcha, hasta llegar al robledo de Corpes. Allí, tras hacer noche, envían a su gente por delante y se quedan a solas con sus esposas, a las que golpean brutalmente y dejan abandonadas a su suerte. Afortunadamente, su primo Félez Muñoz, al que el Cid había enviado en su compañía, acude a rescatarlas y da aviso al Campeador. Éste, además de enviar a sus caballeros para que traigan de regreso a sus hijas, manda a Muño Gustioz, uno de sus mejores hombres, a querellarse ante el rey don Alfonso. Éste, que había sido el promotor de los desdichados matrimonios, acepta la demanda del Cid y convoca una reunión judicial de la corte, a fin de dictaminar lo más justo.



Las cortes se reúnen en Toledo y a ellas acuden el rey, los infantes de Carrión con sus deudos (a los que se suma Garcí Ordóñez) y el Cid con sus principales caballeros. Éste reclama a sus yernos los dos excelentes espadas, Colada y Tizón que les había regalado al despedirse de ellos. Los infantes se las devuelven y respiran satisfechos, creyendo que el héroe se conforma con eso. Sin embargo, a continuación les reclama los tres mil marcos de la dote de sus hijas, que la disolución del matrimonio les obliga a restituir. Los infantes, que unen a sus anteriores defectos el ser unos dilapidadores, deben devolverle al Cid esa suma en especie, pues carecen de liquidez. Con todo, se avienen a ello pensando, como antes, que la demanda se acaba ahí. De nuevo se equivocan, pues el héroe ha dejado para el final el asunto más grave: la afrenta recibida por el maltrato y abandono de sus hijas. De acuerdo con los usos de la época, se produce un desafío de los caballeros del Cid a los infantes, a los que se suma su hermano mayor, Asur González. El rey acepta los desafíos y determina que las correspondientes lides judiciales se efectuarán en Carrión al cabo de tres semanas. En ese momento, los embajadores de los príncipes de Navarra y de Aragón llegan a la corte para pedir la mano de las hijas del Cid, lo que provoca gran satisfacción en la corte.
El héroe da instrucciones a sus caballeros y regresa a Valencia. Vencido el plazo, se reúnen en Carrión los hombres del Cid y los de Carrión, bajo la supervisión del rey. Tienen entonces lugar los tres combates, con todas las formalidades previstas por la ley. En ellos, los caballeros del Cid, Pedro Bermúdez, Martín Antolínez y Muño Gustioz, vencen a los dos infantes y a su hermano, que quedan infamados a perpetuidad. Los campeones del Cid regresan satisfechos a Valencia, donde son acogidos con gran alegría. En este momento, el héroe, recuperada su honra y emparentado con los reyes de España, ha alcanzado su cumbre. Tras ella, nada queda por contar, salvo recordar que su muerte acaeció en la solemne fiesta de Pentecostés.



El mayor de los cantares de gesta españoles de la Edad Media y una de las obras clásicas de la literatura europea es el que por antonomasia lleva el nombre de su héroe: el Mio Cid. Este cantar se ha conservado en su forma poética en un único códice, que actualmente se custodia en la Biblioteca Nacional de Madrid. Se trata de un códice en cuarto (con dimensiones medias de 198 × 150 mm), de 74 hojas (originalmente 78), elaborado con pergamino, posiblemente de cabra, grueso y de preparación algo tosca. Consta de once cuadernillos, cosidos entre sí mediante cinco nervios y encuadernados con tabla forrada de badana barnizada de negro y estampada con orlas de oro (del que quedan muy pocos restos) y conserva parte de dos broches de cuero y metal con los que se mantenía cerrado. Esta encuadernación es del siglo XV y fue la segunda que experimentó el códice, sin que se tenga certeza sobre la fecha de la anterior, seguramente coetánea de su escritura. La impaginación o distribución del texto en la página se realizó mediante un pautado a punta seca en el primer cuadernillo y a punta de plomo (o quizá de plata) en los restantes. Dicho pautado está formado por dos líneas maestras verticales y otras dos horizontales, que delimitan una caja de escritura que varía entre los 174 x 121 mm y los 163 × 112 mm. El texto está escrito a renglón seguido, con una media de 25 líneas por plana, en letra gótica libraria híbrida de notular y textual (también denominada cursiva formada), a una sola tinta (sin duda negra en su origen, pero que hoy se ve de color pardo), escrita sin lujo, pero con esmero. Todos los versos se inician con una mayúscula gótica. En catorce ocasiones se emplean capitales lombardas de gran tamaño como iniciales ornamentales de sobria decoración, las cuales, sin embargo, no parecen desempeñar ninguna función específica en relación con el contenido. También hay dos ilustraciones que representan sendas cabezas femeninas de largas melenas, realizadas en el margen derecho del f. 31r, las cuales se ha pensado que podrían aludir a las hijas del Cid, allí mencionadas, aunque esto es muy inseguro, entre otras cosas porque la segunda cabeza es copia, con peor mano, de la primera, lo que hace pensar en un mero ejercicio de pluma, de los que pueblan los márgenes de los manuscritos medievales, antes que en una figura relativa al contenido.



Este manuscrito lleva una suscripción de copista que fija su realización en el año 1245 de la era hispánica, correspondiente al 1207 de la cristiana:

               Quien escrivió este libro dél’ Dios paraíso, ¡amén! Per Abbat le escrivió en el mes de mayo
                en era de mill e dozientos cuaraenta e cinco años.

Sin embargo, el códice que nos transmite esta indicación no es de principios del siglo XIII, sino del siguiente, y probablemente deba situarse, por sus características paleográficas, entre 1320 y 1330. Cabe pensar, entonces, en que el copista sufrió un error o incluso en una alteración deliberada de esa suscripción. En realidad, los numerales aparecen en el texto original en cifras romanas, “mill. & .C.C.   xL.v· años”, con un espacio entre las centenas y las decenas que podría haber contenido una tercera C, lo que permitiría fechar el colofón en la era de 1345, es decir, el año 1307, una fecha más acorde con la que puede deducirse de la constitución material del manuscrito. Esta hipótesis fue la habitualmente defendida desde que Tomás Antonio Sánchez (con el auxilio de Juan Antonio Pellicer) publicó por primera vez el Cantar de mio Cid en 1779, y se convirtió en canónica tras la monumental edición de Ramón Menéndez Pidal aparecida en tres volúmenes entre 1908 y 1911. Sin embargo, para admitir esta hipótesis, hay que suponer que dicha C fue raspada para envejecer artificialmente el códice ya en la Edad Media, puesto que en la copia extraída en 1596 por el genealogista Juan Ruiz de Ulibarri (cuando el manuscrito se conservaba en el concejo de Vivar) la fecha se lee ya como en la actualidad, lo que supone un planteamiento anticuario ajeno a la mentalidad medieval y, por lo tanto, obliga a imaginar una operación anacrónica. Por otra parte, la posibilidad de inspeccionar el códice único en 1993 con un video-microscopio de superficie y una cámara de reflectografía infrarroja me permitió determinar que en realidad no había nada raspado en ese punto, por lo que no pudo haberse eliminado la supuesta tercera C.



Esto plantea la cuestión de por qué un manuscrito del siglo XIV presenta una suscripción fechada un siglo antes. Esta situación puede sorprender, con razón, a un lector moderno, pero en la Edad Media no era extraño, en particular en los scriptoria o talleres de copia de los monasterios benedictinos, que cuando un códice se copiaba, se hiciera íntegramente, es decir, conservando incluso el colofón del modelo seguido, a fin de saber de qué ejemplar antiguo procedía la nueva copia. Esto daba lugar a lo que técnicamente se denomina una subscriptio copiata, que obviamente no transmite los datos de producción (copista, fecha y a veces lugar) de un manuscrito dado, sino de su modelo. Esta posibilidad se ve reforzada teniendo en cuenta que muy probablemente el códice conservado procede originariamente del monasterio de San Pedro de Cardeña, donde estaba enterrado el Cid, lo que hace de la subscriptio copiata una operación normal. En todo caso, puede darse por seguro que el códice que se conserva procede de un modelo perdido que databa de mayo de 1207 y había sido escrito, es decir, copiado a mano, por cierto Per Abbat o Pedro Abad. Lo que hay que dejar bien claro es que ni la fecha es la de composición de la obra ni el nombre propio es el de su autor, puesto que se trata de una típica suscripción de copista, de las que se conservan otras muchas similares en multitud de manuscritos medievales.



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