lunes, 29 de julio de 2019

HAYREDDIN BARBARROJA,CORSARIO DE ARGEL





 Barbarroja, el célebre corsario de Argel, sembró el terror en el Mediterráneo occidental durante la primera mitad del siglo XVI. Él y su hermano mayor, Aruj, navegaron sin temor saqueando puertos y ciudades, y cargando sus galeras de infinitas riquezas y un número enorme de cautivos. Pero Hayreddín Barbarroja no fue un simple hombre de fortuna con patente de corso, sino un diestro guerrero con olfato político que se convirtió en valioso servidor del sultán otomano Solimán el Magnífico, desafió a todo un emperador, Carlos V, y fundó en Argelia un reino cosmopolita y próspero.



Hayreddín era hijo de un albanés que tras renegar del cristianismo se había asentado en Mitilene, en la isla griega de Lesbos, donde llevaba una vida modesta como alfarero junto a su mujer, viuda de un sacerdote griego. Aruj, el hermano mayor, fue el primero que se lanzó a la aventura del mar, quizás en la marina del Imperio otomano o tal vez en algún navío mercante o corsario. Pero en 1503 el barco en el que viajaba fue atacado y capturado por un galeón de la orden de los caballeros hospitalarios, entonces asentada en Rodas. Apresado, Aruj pasó dos años como galeote en un navío de los caballeros, hasta que logró escapar y pudo reunirse con su hermano Hayreddín. Ambos se establecieron entonces en la isla de Djerba, frente a Túnez; el lugar era una auténtica madriguera de corsarios, a los que se sumaron con entusiasmo.
Sus ataques contra galeras cristianas que surcaban la zona, especialmente españolas, les reportaron importantes ganancias y atrajeron la atención del señor musulmán de Túnez, con el que formaron una asociación. Su flota ascendía ahora a una docena de navíos, y con ellos Aruj y Hayreddín se atrevieron a atacar las plazas españolas del norte de África, como Bugía, donde Aruj perdió un brazo por un tiro de arcabuz.




El bastión de Argel

A estas alturas, Aruj soñaba con dejar de ser un simple corsario y convertirse él mismo en jefe de un Estado soberano de la costa norteafricana. La oportunidad le llegó en 1516, cuando el gobernador de Argel le pidió ayuda para expulsar a los soldados españoles del vecino Peñón de Argel. Aruj acudió presto, pero en vez de combatir a los españoles aprovechó la primera oportunidar para deshacerse del gobernador –se dijo que lo ahogó cuando estaba tomando el baño diario en su casa– y proclamarse señor de Argel, ante el alborozo de sus partidarios.
Con la toma inmediatamente posterior de Tenes y Tremecén, Aruj creó un poderoso reino en el norte de África. Era todo un desafío para la monarquía española de Carlos V, y la reacción no se hizo esperar. En 1518, una armada hispana partió de Orán y asaltó Tremecén, acorralando a Aruj. En su huida, éste se refugió en un corral de cabras, y allí un soldado español lo alcanzó con una lanza y lo decapitó.
En Argel, Hayreddín tomó el relevo de su hermano como jefe de los corsarios. Frente a la redoblada presión española, hizo gala de astucia política y decidió buscar la ayuda del sultán otomano. A cambio de la protección militar prestada por Constantinopla, que envió enseguida dos mil jenízaros, Argel se convirtió en una nueva provincia (sanjak) del Imperio otomano. De esta forma, Hayreddín pudo continuar en los años siguientes con la actividad corsaria y a la vez consolidar su Estado, conquistando nuevas plazas en Berbería, como Colo y Bona. Pese a ello, la principal amenaza a su dominio seguía estando a las puertas mismas de Argel, en el Peñón ocupado por los españoles. En 1529, mientras Carlos V estaba en Italia para coronarse emperador y Solimán asediaba Viena, Hay-reddín se lanzó al asalto de la fortaleza cristiana. Tras 15 días consecutivos de bombardeos, la guarnición española, diezmada, hubo de rendirse. Las crónicas españolas cuentan que Barbarroja mandó matar a palos en su presencia al capitán del fortín, Martín de Vargas.



Héroe de los musulmanes

La fama de Hayreddín se extendió por todo el mundo musulmán del Próximo Oriente. Desde Levante llegaron a Argel corsarios experimentados en busca de fortuna, como Sinán el Judío o Alí Caramán. Del mismo modo, cuando el condotiero genovés Andrea Doria, a instancias de Carlos V, se adentró en el Mediterráneo oriental y consiguió capturar los puertos de Corón, Modón y Naupacto, en el Peloponeso, Solimán mandó llamar de inmediato a Hay-reddín. Éste se apresuró a atender la convocatoria. Para impresionar al sultán, abarrotó sus navíos con presentes de lo más suntuoso: tigres, leones, camellos cargados de sedas y paños de oro, vasos de plata y oro, y también doscientas mujeres destinadas al harén de Estambul, así como buen número de esclavos jóvenes. Solimán, sin duda complacido, nombró a Hayreddín gran almirante de la flota otomana.
Al mando de 80 galeras y 20 fustas, Barbarroja inició entonces una vigorosa campaña naval a lo largo y ancho del Mediterráneo. Tras reconquistar Corón y Naupacto, la armada de Hayreddín aterrorizó las costas de Italia. En Nápoles, tras intentar prender a la hermosísima condesa Julia Gonzaga, que logró escapar por muy poco, Hayreddín y sus hombres saquearon numerosos templos y sepulturas. Barbarroja amenazó incluso Roma, donde el papa Clemente VII agonizaba, abandonado por los cardenales que habían huido tras saquear el erario apostólico. Pero, en realidad, toda la correría de Hayreddín era una estratagema para distraer la atención de la cristiandad de su verdadero objetivo, Túnez, que tomó por sorpresa.


El duelo con Carlos V

El éxito de Hayreddín fue breve, ya que Carlos V se puso al frente de una poderosa expedición que logró la reconquista de Túnez, tras semanas de duro asedio y cruentos combates. De vuelta en Argel, Barbarroja no se arredró y buscó una ocasión para desquitarse. Sin dilación se embarcó con rumbo a la isla de Menorca, base de la escuadra imperial española. Al llegar a Mahón hizo colocar en los mástiles los estandartes e insignias de los barcos españoles hundidos en Argel el año anterior, y de esta guisa penetró sin resistencia en el puerto. Al darse cuenta del engaño, la escasa guarnición intentó defender las murallas, pero se rindió al cabo de unos días bajo promesa de que se respetaran las vidas y los bienes de los habitantes. El pacto sirvió de poco. Barbarroja saqueó la ciudad y apresó, según las crónicas, a 1.800 personas para venderlas como esclavos.
En los años siguientes, Barbarroja, con una flota de 150 naves, siguió con sus razzias por las costas de los territorios cristianos del Mediterráneo, desde las islas griegas e Italia hasta la península Ibérica. En 1538 derrotó a una gran armada al mando de Andrea Doria cuando éste le había acorralado en el puerto otomano de Préveza, en Grecia, lo que dejó el Mediterráneo oriental en manos de los turcos. En 1541 también rechazó la gran expedición dirigida por Carlos V en persona contra Argel. Dos años más tarde Hayreddín emprendió otra de sus legendarias correrías. De nuevo saqueó las costas del sur de Italia, capturando cientos de esclavos. Tras tomar la fortaleza de Gaeta, cuentan las crónicas que se enamoró, ya septuagenario, de la hija del gobernador español, María la Gaitana, que se llevó consigo.



Aclamado en Estambul

Desde Italia, Hayreddín se dirigió a Marsella y Tolón, donde fue acogido con todos los honores por las autoridades, en cumplimiento de la alianza entre Francia y el Imperio otomano, unidos por su rivalidad frente a Carlos V. Algunos navíos de Barbarroja recorrieron la costa española, saqueando diversas ciudades costeras, como Rosas, Cadaqués, Palamós y Villajoyosa.
En 1545, Barbarroja se retiró a Estambul, donde vivió el último año de vida, dictando serenamente sus memorias. Falleció el 4 de julio de 1546. Su tumba, el Mausoleo Verde (Yesil Turbe), construida por el famoso arquitecto Mimar Sinan, «el Miguel Ángel otomano», aún se alza en la orilla europea del Bósforo, en el barrio de Besiktas. Durante años, ninguna nave turca abandonó Estambul sin realizar una salva en honor a su más temido corsario al pasar ante su sepultura, donde se lee el siguiente epitafio: «Ésta es la tumba del guerrero de la fe, el almirante Hayreddín Barbarroja, conquistador de Túnez y Argel. Dios lo tenga en su misericordia».

jueves, 25 de julio de 2019

FIODOR DOSTOYEVSKI..."EL IDIOTA"


La novela El idiota  fue empezada a escribir por Fiodor Mijailovich Dostoyevski  en septiembre de 1867, en Ginebra, y fue terminada en Florencia a principios de 1869. A medida que la iba escribiendo se fue publicando en el Ruskii Vestnik («El Noticiero Ruso» o «El Mensajero Ruso») de Mijaíl Kátov, quien abonaba a Dostoyevski, necesitado, como siempre, de dinero, 150 rublos por folio. El 15 de febrero de 1867, el escritor se había casado con Anna Grigórievna Snitkina, la fiel y entregada esposa que hizo todo lo posible por evitarle preocupaciones para que se dedicase exclusivamente a su pasión de escribir. La había conocido en 1866, cuando la contrató como taquígrafa y le dictó en octubre la novela El jugador. El 22 de febrero de 1868, en medio de la redacción de nuestra novela, nació, primer fruto de este segundo matrimonio, su hija Sofía, que moriría el 12 de mayo siguiente.
El protagonista de El idiota, el príncipe Liov  Nikoláyevich Mischkin, representa el más elevado arquetipo espiritual y moral salido nunca de la pluma de este gigante de la literatura universal, personaje portador de un ideal moral tan alto que sólo puede ser comparado con Don Quijote, el inmortal personaje cervantino tan admirado por el propio Dostoyevski. Al igual que el Caballero de la Triste Figura, el príncipe Mischkin constituye un complejísimo epítome del ideal moral cristiano, que, en el caso del novelista ruso, se inspira de manera clara y directa en la figura de Jesús de Nazaret y en la enseñanza ética del Evangelio, una figura que para Dostoyevski no es sólo el Verbo hecho carne, el Dios-Hombre, sino la encarnación suprema y absoluta de la bondad, de la misericordia, de la humildad, de la piedad, de la compasión, de la dignidad, de la defensa de la vida y de la libertad auténtica, que son los rasgos que trata de trazar en el personaje de Mischkin, pero, como toda privilegiada encarnación de su portentosa imaginación creadora, dotándolo de una personalidad, de una sutileza y de una hondura psicológica inigualables, pues a Dostoyevski lo que le obsesiona es el alma del hombre, su espíritu, que es lo que lo conecta con Dios. Frente al hombre-dios que se materializará en algunos de los protagonistas de su posterior novela Demonios, un hombre-dios que, precisamente por renunciar a Dios renuncia al hombre y niega por completo la posibilidad de la libertad, Mischkin tiene como modelo y referente de su conducta a Jesús, el Dios-Hombre que mantendrá ese clamoroso silencio en la Leyenda del Gran Inquisidor frente al nonagenario anciano que representa el nihilismo y la muerte de la libertad.

El príncipe Myspkin es dado de alta de una casa de reposo de enfermos mentales en Suiza y vuelve a San Petersburgo, su ciudad natal, con poco dinero. Allí se entera de que es dueño de una rica herencia y se manifiesta no apegado al dinero. En los salones de la ciudad imperial se muestra como un verdadero cristiano: perdona las ofensas, piensa bien de todos, no cede al mal. Al principio le miran con escepticismo y sonrisas enigmáticas, pero termina haciéndose simpático a todos. 
Llega un momento en que la historia toma un giro de infortunio. El príncipe es objeto de disputa entre mujeres y se ve arrastrado a asistir a un crimen. Es incapaz de impedirlo. Lo llevan a la cabecera de un enfermo de tuberculosis moribundo. La única reacción que le sale es decir: 


                          Muérete y envídianos a nosotros la suerte que tenemos de vivir





A causa de los efectos de su enfermedad, se piensa que es un idiota, pero también por su carácter franco y su inocente bondad. Durante el viaje, entabla conversación con Parfyon Rogoyÿn y con un funcionario apellidado Lebedev, que le hablan de una mujer de vida borrascosa llamada Natasya Filipovna, de la que Rogoyÿn parece estar absolutamente prendado. Recién llegado a Petersburgo, el joven acude a visitar al general Yepanchin, ya que piensa equivocadamente que su esposa, Lizaveta Prokoyevna, y él pueden ser parientes lejanos. Así conoce a las tres hijas del matrimonio y a Gravila Ardalionovich (Ganya), un funcionario que trabaja para el general como secretario. Tras contemplar un retrato de Natasya Filipovna, el príncipe queda profundamente impresionado por esta mujer. 

Como necesita un lugar en donde residir, Myskhin alquila una habitación en el domicilio de Ganya y así entra en contacto con su familia y el resto de huéspedes. Natasya celebra una fiesta en su casa y el príncipe se presenta allí sin ser invitado. Granya le propone matrimonio pero ella lo rechaza y lo humilla delante de todos. Rogoyÿn irrumpe en la celebración, con un grupo de camaradas, tan borrachos como él, y le ofrece cien mil rublos a cambio de aceptar su propuesta de matrimonio. El príncipe Myskhim no puede soportar que se humille de tal modo a una mujer y le pide a Natasya que se case con él, delante de toda la concurrencia.
El autor ruso ayuda a esclarecer  desde su obra mas irónica radiografiando el acontecer socio-político de una Rusia a punto de esos cambios sociales históricos que signaron el rumbo de una nueva historia. Aquí también el autor demuestra su maestría para definir perfiles psicológicos en personajes con interesantísimos mundos interiores. Además, pese a pertenecer a una sólida posición social debido a su clase social aristocrática, como la mayoría de su clase no tiene un peso partido por la mitad. Miskin, solitario y enfermizo toda su vida debió retornar a San Petersburgo tras la muerte de su tutor y allí se encontró con una serie de situaciones determinantes para el resto de su existencia. 
Es una gran novela repleta de personajes reales que podían encontrarse en la Rusia de aquellos tiempos y es también la novela donde mas claramente Dostoievski se burla de la sociedad rusa ante los ojos de este pobre idiota, que no es más que un ser bueno e ingenuo desacostumbrado a las maldades de la sociedad. Es su aventura-novela más autobiográfica y valorada: el príncipe Mishkin, el idiota, y Dostoievski (1821-1881), el autor, conllevan maneras de vivir y sentir, casi idénticas o por lo menos singularmente comunes. 
El 23 de abril de 1849 Fiódor Dostoyevski fue aprehendido y encarcelado por formar parte de El Círculo, un grupo intelectual y liberal, calumniado por complotar contra el zar NicolásI. Unos meses más tarde era procesado y condenado a muerte. Sufría de epilepsia, durante esa época sus ataques fueron progresando y multiplicándose cada vez más. La figura del príncipe Mishkin, protagonista de El idiota, aparece retratada como la figura de un hombre bondadoso- la fuerte representación de la nobleza- probo, cordial, espontáneo, humilde, al que acaban minándolo sus bajas pasiones, signadas por los acontecimientos que el destino le va entretejiendo. 
Todos los estereotipos de la sociedad rusa de mitad de Siglo XIX -sociedad que lo tenía devastado- se hallan admirablemente dibujados en las setecientas páginas de una novela que tuvo su mayor logro en el hecho de poder adelantarse a su tiempo. El príncipe Mishkin, adorable, cautivador, tanto que le complacería al lector sacarlo del libro de Fiodor y llevárselo a vivir consigo, al que empieza a enternecerse con él, justo en el mismo instante en el que lee la descripciónescrupulosa que realiza Dostoievski de él (una de las mejores de la literatura universal), persigue la perfección moral dentro de una sociedad desgastada por el rencor, los celos, el poder, la mezquindad, él imagina, supone y da por sentado que todo el mundo es misericordioso, descree que existan personas con malas intenciones: cándido y compasivo, por demás; su compasividad lo enreda, lo aturde y, el idiota, pierde al amor por la vida.
Dostoievski deja a través de su obra una reflexión sobre la actitud perversa que el hombre adopta en sociedad, tal vez arrastrado por la malevolencia de los demás, ser incapaz de comprender a una persona buena, porque primero lo consideraron un falsario y, más tarde -cuando se convencen de su sinceridad- un idiota. 
Adentrarse en la lectura de El idiota es como observar un cuadro bellísimo cargado de infinitos matices, que despierta al espectador un cúmulo inagotable de sensaciones. La Rusia zarista, hasta mediados del Siglo XIX, apenas contaba con una breve trayectoria literaria escasamente relevante. Tal vez sea necesario buscar los motivos en la profunda espiritualidad del pueblo ruso, que encontró una vertiente de expresión conveniente en la literatura. Las letras rusas por aquellos años –aun dentro de las hormas del Realismo narrativo imperante- se diferencian de las de otros países en ese elemento espiritual que es parte principal de la novela del imperio zarista. 
En Rusia, los autores abordan sus temas de la realidad pero van un paso más allá que los de otros lugares: si en éstos el propósito perseguido es puramente documental, de reproducción fotográfica de la sociedad, en aquélla tratan de desentrañar que encontramos en los recovecos del alma humana para percibir y entender la esencia del hombre ruso y, con ello, del hombre en general. Naturalmente, esto comporta una crítica –en ocasiones, rigurosísima- de la sociedad, especialmente de la aristocracia, revelada como una clase indolente y frívola que supone un obstáculo para el progreso del país. Y es que Rusia, aún sometida a un sistema feudal en plena era de la industrialización, necesitaba de alguien que avivara las conciencias a favor del progreso. 
Sin embargo, el autor, aunque también luchó persiguiendo ese objetivo, fue un intelectual muy interesado en el estudio del ser humano. Esto ocurre en El jugador, pero, especialmente en “El idiota”, que nos muestra al príncipe Myspkin, un hombre que, tras estar recluido varios años en un hospital psiquiátrico, regresa a San Petersburgo. Como su perversión les hace incompetentes para comprender que el príncipe es un hombre bueno e ingenuo, pronto lo terminan bautizando como el idiota

EL "GRAN PRIVILEGIO" LA BULA DE ORO SICILIANA Y CARLOS IV

Los historiadores consideran la Bula de Oro Siciliana como un documento trascendental que testimonia la creciente influencia y poder del Estado Checo en la Europa de las postrimerías del siglo XII. El documento confirmó la independencia de las Tierras Checas a la vez que verificó su integración al Sacro Imperio Romano, lo que ofrecía a los soberanos de Bohemia nuevas amplias perspectivas en política interna y exterior.
Con la obtención de ese edicto de manos del emperador romano-germánico Federico II, culminaron los empeños del rey de Bohemia Přemysl Otakar I por garantizar a su país la sucesión del trono y un mayor respeto de parte de las demás naciones del centro de Europa. De un día a otro, el principado de Bohemia se convirtió en Reino, según sostiene el historiador Josef Žemlička. 
“El rey checo Přemysl Otakar I obtuvo la Bula de Oro Siciliana el 26 de septiembre de 1212. Además de confirmar la sucesión del reino, el documento aseguraba la integridad del territorio del Estado Checo, incluyendo Moravia y la diócesis de Praga. Přemysl recibió bajo su poder asimismo algunos territorios imperiales al oeste de la frontera de Bohemia”.
El nombre del documento, la Bula de Oro Siciliana, surgió no obstante mucho más tarde, a comienzos del siglo XX. Hasta ese entonces se le había llamado ‘El gran privilegio’, destacándose la importancia que había tenido en su época.

La nueva determinación se debe a que el documento lleva un sello dorado del emperador Federico II. En el momento de la firma del escrito, Federico no había sido nombrado oficialmente todavía como emperador y por eso había utilizado la bula de oro y el sello que tenía como rey de Sicilia.
Hablando del aporte del documento para la nación checa, es preciso explicar también el motivo por el que el emperador se lo entregó al rey de Bohemia. Para ello debemos rememorar algunos hechos ocurridos en Europa en las postrimerías del siglo XII que influyeron en la situación en Bohemia.
Hay que decir que ya antes de Přemysl Otakar I,había obtenido el título real Vratislav II Premislita, quien fue coronado en 1085, siéndole reconocidos así los méritos por el servicio militar para el emperador Enrique VI.

Concretamente en 1158, el título real le fue asignado por el emperador Federico Barbarossa del Sacro Imperio Romano Germano a Vladislao II Premislita, por su apoyo en los combates contra los pueblos insurgentes del norte de Italia. Pero a diferencia del documento obtenido posteriormente por Přemysl Otakar I, en los dos casos anteriores no se trató de un título real hereditario, (según señala Josef Žemlička)...
”Přemysl, hijo de Vladislao II Premislita y Judith de Turingia, también tuvo que demostrar sus cualidades. En 1198 falleció el emperador Enrique VI y se iniciaron las luchas por la corona imperial que duraron 15 años. Přemysl Otakar prometió apoyar al hermano menor de Enrique, el duque Felipe de Suecia, que le iba a garantizar ventajas para el futuro. Pero Přemysl pasó más tarde a respaldar al rival de Felipe, Oto IV de Braunschweig, que fue coronado en Aquisgrán como emperador romano-germánico. Sin embargo, Přemysl ayudó al final a conquistar la corona a Federico II, quien fue sucesor legítimo de Enrique VI y fue apoyado también por el papa Inocencio. Y Federico, en agradecimiento le asignó a Přemysl el privilegio del trono hereditario, garantizado en la Bula de Oro Siciliana”.

Gracias a la Bula de Oro Siciliana, el rey de Bohemia tenía el derecho de investidura de los obispos de Olomouc y de Praga, iba a participar simbólicamente en las marchas de coronación de los reyes romano-germánicos hacia Roma, así como la obligación de asistir a determinadas reuniones del imperio.
Con ello, el soberano de Bohemia obtuvo el título de copero mayor y el cargo de príncipe elector que le autorizaba a tomar parte en las elecciones del rey romano-germánico.
La Bula ayudó a Přemysl Otakar I a mantenerse en el poder y le protegió ante diversos intentos de sus enemigos de destituirlo. Durante el reinado de los sucesores de Přemysl, el documento perdió su significado, debido a que fue sustituido por otros documentos más recientes.
No obstante, con la desaparición del último descendiente masculino de la dinastía de los Premislitas, fue rescatada la Bula de Oro Siciliana al ser buscado un nuevo sistema para la elección del soberano en las Tierras Checas.
Sin embargo,posteriormente en los tiempos del emperador romano germánico Carlos IV el documento volvió a recobrar su importancia y fue reconocido como una norma válida para todo el reino, según afirma Josef Žemlička.

”El rey Carlos IV tenía una gran admiración por los Premislitas, más cuando su madre, Elisa Premislita, fue descendiente de esa familia. Carlos IV decidió recobrar la Bula de Oro Siciliana y aplicar sus estipulaciones durante su reinado. En abril de 1348 Carlos elaboró una lista con unos 14 privilegios que en el pasado fueron dados al Reino Checo, incluida la Bula de Oro Siciliana y decidió que esas normas serían válidas para todo su reino. Carlos modificó en la Bula el pasaje sobre la sucesión del trono, lo que fue sumamente importante, ya que determinó quiénes deberían participar y decidir sobre el nuevo soberano, en caso de la desaparición de una dinastía real”.
El original de la Bula de Oro Siciliana se guarda actualmente en el Archivo Central del Estado, en Praga y forma parte de los documentos del Archivo del Reino de Bohemia.
En la exposición que tuvo lugar  en el Museo de Ostrava no se pudo ver ese valioso documento, pero hay allí otros importantes escritos, sellos, monedas, diversos tipos de armas y muestras de los hallazgos arqueológicos que datan del siglo XIII y que facilitan  hacerse una idea sobre aquellos lejanos tiempos y explican el gran aporte que significó la Bula de Oro Siciliana para el Reino de Bohemia.

Josef Žemlička señaló que algunos historiadores afirman que especialmente en el siglo XIX los patriotas checos acentuaban mucho el significado de la Bula de Oro Siciliana.
Entonces se formó un fuerte movimiento de resurrección nacional en el país y la Bula fue presentada como un documento que confirmaba el derecho de la nación checa a vivir en su propio Estado independiente.
Los especialistas indican que el aprecio por la Bula se debe en gran medida a su inusual aspecto y el sello dorado que lleva y al rol que le fue atribuido por el emperador Carlos IV. Este soberano hizo lo posible para enlazar durante su reinado con las antiguas tradiciones que fueron propagadas por sus antepasados de la famosa dinastía real nacional de los Premislitas.

La Bula de Oro fué por antonomasia la ley fundamental del Sacro Imperio Romano Germánico firmada por Carlos IV en 1356, que regulaba la elección imperial, la posición de los príncipes y diversos asuntos sobre la paz territorial. Esta Bula de Oro subsistió como constitución del Imperio hasta 1806.
 Desde la caída de los Staufen (mitad del s. XIII), el Imperio era electivo y desde finales del siglo XIII luchaban por la corona real alemana, con resultado variable, las tres estirpes regias, cuyas casas alcanzaron mayor poderío en el este del Imperio, la de los Habsburgo, la de los Luxemburgo y la de los Wittelsbach.
En su origen, la elección fue un derecho de todo el pueblo alemán. Aun cuando de hecho sólo actuaran los magnates eclesiásticos y laicos, el resultado se tenía "por voluntad y obra de la comunidad". El resto del pueblo quedó limitado al papel de circunstante y al derecho de aclamación, desaparecido más tarde, en el siglo  XVI.
Hasta final del siglo XII no existieron principios fijos sobre la regulación jurídica de la elección. Desde antiguo, sin embargo, tenía especial importancia el arzobispo de Maguncia, a quien correspondía la prima vox y la dirección de la elección.
 Estando así la situación institucional alemana, resultó elegido Emperador por los adversarios de Luis de Baviera, Carlos de Luxemburgo, rey de Bohemia, con el nombre de Carlos IV. Educado en París, dominaba el francés, alemán, latín, italiano y checo, gozó de las simpatías de la corte pontificia de Aviñón, pero despertó la desconfianza de los nacionalistas germánicos. Carlos IV, hombre práctico, sabía negociar, era buen diplomático y muy perseverante en sus ideas. La base de su poder era el reino de Bohemia y sus derechos imperiales los empleó en Alemania en beneficio de su dinastía, con la intención de estabilizar la situación.
Carlos miró el Sacro Imperio Romano Germánico como un anacronismo, pero no así a la monarquía alemana, a la que intentó dar un núcleo de organización para fortalecer en lo posible la institución Imperial. Como hemos visto, nada existía que pudiera llamarse constitución y sí sólo tradiciones y leyes confusas. Alemania era un conjunto de principados y ciudades estado entre los que la monarquía estaba a punto de convertirse en una mera ficción legal que sería la fuente de sus privilegios. La Dieta Imperial era una disforme asamblea de príncipes, irregularmente atendida y un instrumento débil. La discordia entre los príncipes electores había sido hasta entonces la causa principal de las guerras civiles. El intento de Carlos IV para definir este cuerpo y darle mayor solidaridad, se plasmó en la celebrada Bula de Oro de 1356, que se convirtió en una especie de ley fundamental. Carlos había preparado el terreno reduciendo las apetencias a electores


 Comprendía la Bula 31 artículos: cuatro reglamentaban el curso de las monedas, disminuían el número de peajes y proclamaban el restablecimiento de la paz pública; los 27 restantes definían las modalidades de la elección imperial. Su primera parte, que comprendía los 24 primeros artículos, fue publicada el 10 de enero de 1356 en Nuremberg; la segunda, el 25 de diciembre del mismo año en Metz.
El número de los príncipes electores se fijaba en siete, cada uno titular de una dignidad de la corte: los arzobispos de Maguncia, Colonia y Tréveris eran respectivamente archicancilleres de Alemania, Italia y Arles. Los cuatro electores laicos eran el rey de Bohemia, gran escanciador del Imperio; el conde del Palatinado, gran senescal; el duque de Sajonia, gran mariscal, y el margrave de Brandeburgo, gran chambelán. A la muerte del Emperador, el arzobispo de Maguncia convocaba a los electores en Francfort del Main, donde la elección debía tener lugar antes de 30 días, y el elegido, aunque el cuerpo electoral no estuviera completo, debía tener un mínimo de cuatro votos. La coronación se debería llevar a cabo en Aquisgrán, acto seguido. Durante la vacante, el conde Palatino del Rin asumiría el cargo de provisor imperii. Ley importantísima era la que formulaba que el elegido debía de abstenerse de actos de gobierno en tanto no confirmara los privilegios y derechos de los electores.
La Bula de Oro no fue una innovación; sino la reglamentación de las tradiciones y leyes que se empleaban desde siglos de una manera irregular. Más que un acto de autoridad, fue como una gran carta de los príncipes electores. Por ella se suprimía la coronación en Roma y toda la injerencia del Papa en la elección imperial. Pero aumentaba el poder latifundista de los grandes señores al proclamar la indivisibilidad de las tierras de los electorados y reconocer a sus titulares la plenitud de derecho y regalías. De hecho, venía a confirmar los derechos y poderes de los electores que se convirtieron más en aliados que en súbditos del Emperador.

domingo, 21 de julio de 2019

LAS GUERRAS ICONOCLASTAS...LA ICONOCLASIA E ICONODULIA


Conflicto civil acontecido durante los siglos VIII y IX en el Imperio Romano de Oriente. El motivo central de la disputa se centró en la existencia de dos interpretaciones del cristianismo: los iconódulos, partidarios de la adoración de imágenes, y los iconoclastas; estos últimos, posiblemente influidos por la prohibición islámica acerca de la veneración de figuras que representasen a la divinidad, se enzarzaron en un agrio combate contra los que, según opinión, cometían idolatría al rezar ante efigies de Cristo, ya que no reconocían otro elemento digno de veneración que la cruz. Al igual que en el resto de los movimientos heterodoxos de la Edad Media, el barniz espiritual del conflicto no quita para que también existieran hondas complicaciones sociales y políticas entre los diferentes grupos de población y de poder del imperio bizantino; a este respecto, hay que señalar la importancia de la guerra civil provocada por la irrupción de la iconoclastia, puesto que la debilidad interna de la organización imperial provocó, a lo largo de los más de ciento cincuenta años de conflicto, una serie de intentos, tanto del Islam como del Imperio búlgaro, por recortar la autoridad bizantina en Oriente y en los Balcanes. Por otra parte, tampoco hay que olvidar que la querella iconoclasta provocó el cisma entre las iglesias de Oriente y Occidente, además de ser causa, aunque indirecta, de la consolidación del gran rey franco Carlomagno como el principal poder político de Occidente.
El imperio bizantino estaba regido por la dinastía heráclida desde los tiempos del esplendor de Justiniano I, en el siglo VI. Sin embargo, apenas doscientos años más tarde, la maquinaria gubernamental del brillante legislador oriental comenzaba a dar muestras tanto de decadencia interna como de incapacidad fiscal, administrativa y militar para hacer frente al entonces emergente poder del Mediterráneo: el Islam. Así pues, tras un largo y constante asedio del califa musulmán Sulayman contra territorio imperial, un antiguo sirviente de Justiniano II y Anastasio II, León de Germanicia, hizo valer su condición de strategos (gobernador civil y militar) de Anatolia para, apoyándose en las tropas anatolias, armenias e isáuricas, sublevarse contra el legítimo emperador, Teodosio III. La debilidad del último emperador heráclido hizo entrar alstrategos sin ningún problema en Constantinopla, donde fue coronado emperador en marzo del año 717 con el nombre de León III. Dejando de lado las brillantes acciones militares que se llevaron a cabo bajo su mando contra la presión fronteriza islámica, el nuevo emperador, elevado a tal dignidad gracias al apoyo de parte del ejército bizantino, quiso controlar a la poderosa jerarquía eclesiástica imperial, para lo cual utilizó el problema de las imágenes; pese a esta visión un tanto política de la cuestión, tampoco se debe descartar que sus propias convicciones religiosas (era sirio, por lo que pudo haber entrado fácilmente en contacto con las ideas islámicas) desempeñaran un papel importante en su militancia iconoclasta.
La cuestión de la devoción por las imágenes comenzaba a ser un grave problema cristológico entre los sacerdotes cristianos. Según las investigaciones del historiador Franz Georg Maier: "a las imágenes se les atribuían poderes milagrosos y poco a poco fueron sustituyendo a las reliquias como principales objetos de devoción en las iglesias" (Maier, Bizancio). Hay que recordar que las imágenes habían estado prohibidas en la época primitiva del cristianismo, así como la expresa prohibición que figura en las páginas del Antiguo Testamento; pese a ello, fueron aceptadas como parte del culto cristiano en el Concilio del año 692. Las otras dos religiones del Libro, judaísmo e islamismo, también proclamaban acusaciones de idolatría contra aquellos que orasen ante imágenes religiosas, lo que, unido al dogma de fe de la imposibilidad de representar la esencia divina de Dios, dejaba a los teólogos cristianos de Oriente en una delicada situación a la hora de debatir con representantes de otros credos. Las primeras voces discordantes comenzaron a escucharse hacia el año 732, cuando Constantino de Nacolia y Tomás de Claudiópolis se enfrentaron agriamente con el patriarca de Constantinopla, Germán, personaje clave en la querella iconoclasta por su fervorosa defensa de las imágenes. La chispa definitiva se encendió en el año 726, cuando el emperador León III mandó retirar una representación pictórica de Jesucristo que presidía su palacio; la gran masa de población constantinopolitana se agrupó ante los soldados citados a tal efecto y se produjeron gravísimos incidentes, con un número indeterminado de fallecidos. Roto el equilibrio político y social, se inauguraba una época de terribles enfrentamientos civiles.
Las diferentes reacciones ante las noticias de Constantinopla no tardaron en llegar. El papa de Roma, Gregorio II suspendió las relaciones con el emperador de Oriente (especialmente el envío de impuestos), acusándole de interferir arbitrariamente en cuestiones de fe; al mismo tiempo, los cristianos orientales de Grecia, los helladikoi, enviaron un ejército al mando de Cosmas para "liberar al Imperio de la impiedad de León III" (Maier, Bizancio). Al parecer, en los primeros tiempos de enfrentamiento entre iconoclastas e iconódulos la formación de partidarios de uno y otro bando estaba más o menos definida: toda Grecia y los cristianos occidentales estaban a favor de las imágenes, además de todas las instituciones monacales de Oriente (sus riquezas y su prestigio alimentaban las ansias imperiales por hacerse con ellas) y el patriarca Germán de Constantinopla; por el lado opuesto, el ejército, la nueva dinastía Isauria y los pobladores orientales del Imperio, precisamente aquellos que estaban más en contacto con las religiones islámica y hebrea, eran contrarios a lo que creían una muestra de paganismo e idolatría. Es muy posible también que en la formación de los dos "partidos" influyeran cuestiones de índole política, puesto que siempre fueron los habitantes y militares de las themas (organización territorial bizantina de defensa) los más predispuestos a la iconoclastia al ser su situación era más desfavorable contra la presión militar de los enemigos del Imperio.
Ante la tenaz resistencia de los focos iconódulos bizantinos, el emperador León III intentó conseguir la aprobación conciliar de la destrucción de las imágenes. En el año 730, el patriarca Germán recibió la orden de aprobar el edicto imperial Honomakoncontra la adoración de representaciones divinas. Al negarse a hacerlo, el consejo supremo del Imperio, el Silention, condenó a Germán, lo desposeyó de su dignidad y nombró nuevo patriarca en la persona de su antiguo ayudante, Anastasio. Mientras otro motín popular se levantaba contra los soldados imperiales en la capital del Imperio, el papa Gregorio II reaccionó con rapidez: ante la solicitud de ayuda lanzada por el resto de los patriarcas orientales, el pontífice romano lanzó anatema contra la iconoclastia, excomulgó a Anastasio y declaró cismática a la línea religiosa propuesta por León III. La respuesta del emperador fue la de hacer prisioneros a los legados papales en Constantinopla y enviar un poderoso ejército a la península italiana, con el objetivo de secuestrar las rentas de Roma y pasarlas al tesoro real; asimismo, las provincias bizantinas orientales (Italia, Sicilia e Iliria) fueron retiradas de la jurisdicción de Gregorio II y puestas en manos del patriarca de Constantinopla. La política religiosa de los Isaurios siempre fue la de sojuzgar a la Iglesia y utilizar sus recursos para invertir en la necesidad más grande del Imperio: los ataques islámicos en Oriente y los ataques balcánicos en Occidente. Tanto León III como su hijo y sucesor, Constantino V, obtuvieron grandes victorias contra los califas abbasíes de Bagdad en la defensa del imperio. El prestigio obtenido por las victorias hizo a Constantino V llegar, en el año 754, a la celebración de un concilio ecuménico que proclamó la iconoclastia como dogma del cristianismo oriental. Como opina Maier:
 "el hecho de que el Emperador controlara la elección de los patriarcas y presidiera los Concilios facilitó evidentemente el cambio". (Maier, Bizancio).
 Tres años antes, la capital bizantina de Italia, Rávena, había caído en manos del rey lombardo Astolfo ante la pasividad de los habitantes, que no querían defender a un emperador impío. La ruptura de relaciones entre las antaño capitales imperiales, Roma y Constantinopla, trajo consigo el que Esteban II solicitase la ayuda del rey de los francos, Pipino el Breve, en el mismo año de la declaración iconoclasta (754).
Durante el gobierno del emperador Constantino V (741-775) se celebró, en el palacio de Hieria, un concilio "ecuménico" en el que se aprobó el famoso Horos, en el que se ordenaba la destrucción de las imágenes en los edificios bizantinos, y se anatematizó a los principales doctores iconódulos (Germán de Constantinopla y Juan Damasceno, principalmente). La persecución a los partidarios de las imágenes fue grande y sangrienta, pero su resistencia fue tenaz y en constante aumento. El papa Esteban IIIcondenó la iconoclastia en un sínodo celebrado a la par y separó sus intereses definitivamente de Constantinopla. Como opina Maier: "el primer movimiento iconoclasta condujo de manera inevitable a la constitución de una Iglesia occidental independiente y a la aparición del Sacro Imperio Romano, que de manera tan decisiva influirían en la consolidación de la Europa medieval". (Maier, Bizancio).
Tras la muerte de Constantino V, sus hijos León IV  y Constantino VI opusieron la cruz y la cara del conflicto que enfrentaba a los habitantes del Imperio. El primero de ellos, pese a su militancia iconoclasta, cesó las persecuciones sangrientas pero fortaleció el control imperial de la iglesia acaparando todas las potestades en el nombramiento de cargos religiosos, incluso los monacales. Sin embargo, su repentina muerte apenas cinco años de iniciado su gobierno deparó, además de los citados problemas, la querella por la sucesión. Finalmente, Constantino VI, que contaba a la sazón diez años de edad, fue elevado al trono gracias a la labor de su madre, la futura emperatriz Irene. Ambos eran iconódulos declarados, por lo que, con la ayuda de la burocracia palaciega y el apoyo del papa Adriano I, se celebró el séptimo Concilio Ecuménico en Nicea , en el que se volvió a instaurar el culto a las imágenes. Detrás del asunto espiritual estaba el puro interés político, ya que la regente Irene estaba siendo acosada por los partidarios de la dinastía Isauria (encabezados por Nicéforo, hermano de Constantino V y tío del emperador). Irene actuó con rapidez y, después de hacerse con el control y el apoyo de la Iglesia, aprovechó una derrota de su hijo contra los musulmanes y la consiguiente pérdida de apoyo popular de éste para destituirlo como emperador, cegarle los ojos y encerrarlo en un remoto palacio.
Los años del gobierno de Irene,fueron especialmente decisivos para el problema religioso. Además de contar con sus innegables dotes de mando y el apoyo de los dos militares más prestigiosos del Imperio, Estauracio y Aecio, la situación de los iconoclastas había sufrido un vuelco total. En el período transicional entre ambos siglos, la política de donaciones imperiales para la construcción y fomento de edificios iconódulos había esquilmado a la población de Constantinopla mediante constantes impuestos; debido a ello, los comerciantes constantinopolitanos habían pasado a engrosar las filas del "partido" iconoclasta, formando una oposición constante. Además, la situación en el exterior también le era desfavorable, puesto que a pesar de la pacificación de los Balcanes, el avance del Islam continuaba siendo imparable en las provincias orientales. Por último, las relaciones con el papado no habían sido resueltas por el concilio de Nicea, ya que un sínodo pontificio celebrado en el año 794 había condenado las propuestas de Nicea pese a contemplar una vuelta a la ortodoxia, además de que la coronación de Carlomagno como emperador de Occidente (800) se hiciese tras poner la  excusa de que el trono imperial estaba ocupado por una mujer. Aunque ello sólo significaba que Roma ya no necesitaba al imperio de Oriente para mantener su actividad, lo cierto fue que la oposición acabó por dar un golpe de estado apoyada en una nueva revuelta iconoclasta, cuyo resultado fue la coronación imperial del hermano de Constantino V: Nicéforo I. Atrás quedaba la política de construcción iconódula de Irene, que legó al mundo uno de sus más bellos templos: la basílica de Santa Sofía en Constantinopla.
La muerte de Nicéforo en una campaña contra los búlgaros  llevó al trono a Miguel I, un iconódulo convencido que trató de sofocar cualquier levantamiento y que hizo cuantiosas donaciones para reparar los desagravios anteriores. Sin embargo, las convulsiones iconoclastas iban a regresar tras la muerte de Miguel en el campo de batalla contra los búlgaros . El funesto suceso fue aprovechado para un armenio,strategos de Anatolia, para coronarse emperador con ayuda de sus soldados: León V. Los primeros años de su reinado estuvieron presididos por las intervenciones militares: el khan búlgaro Krum asedió Constantinopla en el 814, pero León el Armenio logró derrotar a las tropas balcánicas y firmar una paz estable. Mientras tanto, las disidencias internas entre los musulmanes facilitaron su política interior, continuando con las reformas de su antecesor. Con respecto al problema religioso, León el Armenio volvió a establecer las prácticas iconoclastas, como prueba de continuidad dinástica. Ayudado por los consejos de Juan Gramático y el obispo Antonio Casimatas, celebró un sínodo en el año 815 mediante el cual se restituía el Horos del año 754. El siguiente paso fue el de destruir todas las imágenes divinas de la basílica de Santa Sofía, entre disturbios callejeros causados por los enfrentamientos entre diferentes partidarios de uno y otro bando. La inexistencia de unión en el "partido" iconódulo fue la causa del  dominio de la Iglesia por parte del emperador. Sin embargo, una conjura urdida por los funcionarios de palacio acabó por asesinar a León el Armenio mientras Oficiaba la  Misa . Se eligió como emperador, pese a la traición y el sacrilegio cometido, a la mano causante de tales hechos: Miguel II.Las reformas militares y fiscales ocuparon más el gobierno de Nicéforo I que las cuestiones religiosas, pues la extrema situación a la que la política de donaciones iconódulas de sus antecesores había llevado al fisco imperial amenazaba con convertirse en una losa infranqueable en la defensa de Bizancio. El emperador se preocupó más de tener en la jerarquía eclesiástica hombres de su confianza que de las verdaderas creencias de éstos. El retroceso del "partido" iconódulo se debió más bien a las disidencias internas entre sus miembros que a la persecución imperial, pese a que algunas medidas tomadas contra los monjes, por ejemplo, fueron utilizadas en los documentos como auténticas persecuciones religiosas en lugar de medidas políticas, que es lo que fueron realmente.

La turbia situación que vivía Bizancio auspició el levantamiento de uno de los más reputados militares imperiales: Tomás el Eslavostrategos de Anatolia. Tras requisar los impuestos de su Thema y recibir el apoyo de las ciudades (entre ellas Cibirra, donde se encontraba la flota del imperio), se dirigió a Constantinopla con un gran número de tropas formadas por todas las minorías oprimidas por el gobierno (armenios, eslavos, asirios y caldeos), además de contar con el apoyo tácito de los iconódulos. Tras dos años de agrias disputas en los que Tomás llegó, incluso, a aliarse con el califa al-Mamoun, finalmente fueron reducidas las fuerzas rebeldes en el año 823.
Aunque finiquitado casi antes de nacer, el intento de golpe de estado efectuado por Tomás el Eslavo había sido lo suficientemente fuerte para que el sucesor de Miguel II, Teófilo I, tomase plena conciencia de las diferentes implicaciones que podría tomar una hipotética reorganización del "partido" iconódulo. Debido a ello, desde el mismo momento de su coronación (829) comenzó a dictar medidas contra la iconodulia, incluida la legalización de la tortura como medio de lograr la definitiva imposición de los postulados iconoclastas. Aunque es muy posible que las fuentes (todas favorables al culto de las imágenes) exageren la crueldad de los métodos, no se puede negar que el destierro, la prisión y los procesos más procaces fuesen aplicados con frecuencia a los iconódulos, especialmente a los miembros de comunidades monacales. A pesar de ello, el ideal monástico encontró un hueco en el organigrama imperial a raíz de la propagación de una corriente heterodoxa mucho más peligrosa que la iconodulia: el paulicianismo. Las predicaciones de los monjes en los más insospechados lugares servirían para erradicar el movimiento herético, lo que, unido a la amplia y exitosa cantidad de reformas efectuadas por Teófilo, uno de los grandes emperadores bizantinos, sirvió para que tras su muerte, ocurrida en el año 842, el regreso al culto de las imágenes fuese establecida por el patriarca Metodio, durante un sínodo efectuado en el año 843, ya en época de Miguel III. El absoluto control de la Iglesia y del ejército por parte del emperador, y el clima de bonanza económica que respiraba Bizancio, hicieron posible que la querella iconoclasta terminara de soliviantar los ánimos orientales. Además, el cansancio, las muertes, los destierros y los innumerables conflictos acontecidos durante más de un siglo minaron cualquier tipo de protesta, acabando así con el que los historiadores llaman, algo injustamente, el siglo perdido de Bizancio.