Siguiendo el rastro de ciertos objetos hallados en el Ártico canadiense,
una arqueóloga escribe un capítulo perdido de la historia del Nuevo
Mundo
Su textura sedosa y la especial suavidad al tacto enseguida llamaron
la atención de Patricia Sutherland. Las hebras de aquella cuerda
procedían de un asentamiento abandonado en el extremo septentrional de
la Tierra de Baffin, en Canadá, muy por encima del círculo polar Ártico y
al norte de la bahía de Hudson. Hace unos 700 años cazadores indígenas
se habían calentado en ese lugar con lámparas de aceite de foca. En la
década de 1980, tras desenterrar en las mismas ruinas cientos de
objetos, un misionero católico se había quedado perplejo ante aquellos
filamentos tan suaves. Esa cuerda, confeccionada con pelos cortos
extraídos del pelaje de una liebre ártica, nada tenía que ver con las
que fabricaban los cazadores árticos retorciendo tendones y nervios.
¿Cómo había llegado hasta allí? Sin haber hallado la respuesta, el
anciano sacerdote embaló las hebras junto con el resto de los
hallazgos y los despachó a Gatineau, Quebec, directos al Museo
Canadiense de la Civilización.
Pasaron los años. Un buen día de
1999 Sutherland, experta en arqueología ártica del mencionado museo,
observó las hebras al microscopio y descubrió que alguien había hilado
los pelos cortos para crear aquellos suaves hilos. Los habitantes
prehistóricos de la Tierra de Baffin, sin embargo, ni hilaban ni tejían:
se vestían con cuero y pieles, que cosían dando unas puntadas con
cuerdas fabricadas con tendones y nervios. ¿De dónde procedían, pues,
aquellas hebras hiladas? Sutherland tuvo un presentimiento. Años antes,
mientras participaba en las excavaciones de una granja vikinga en
Groenlandia, había visto a sus colegas desenterrar del suelo de una
tejeduría fragmentos de un hilo similar. Corrió a telefonear a un
arqueólogo danés. Semanas después una experta en tejidos vikingos le
confirmó que las hebras canadienses eran idénticas a las que hilaban las
mujeres escandinavas de Groenlandia. «Me quedé petrificada», recuerda
Sutherland.
El hallazgo suscitaba preguntas fascinantes que
alimentaron más de una década de investigación. ¿Acaso un grupo de
escandinavos había arribado a las remotas costas de la Tierra de Baffin y
hecho buenas migas con los cazadores nativos? ¿Era aquel hilo la clave
de un capítulo perdido de la historia del Nuevo Mundo?
Los navegantes vikingos fueron los grandes exploradores de la Europa
medieval. Constructores de sólidas embarcaciones de madera que todavía
hoy impresionan, zarparon de su Escandinavia natal en pos de nuevas
tierras, oro y tesoros. En el siglo VIII algunos navegaron rumbo a
poniente, hasta lo que hoy es Escocia, Inglaterra e Irlanda, a cuyos
habitantes pasaron a espada en unas incursiones que han quedado
inmortalizadas en manuscritos medievales. Muchos se dedicaron al
comercio. Ya en el siglo IX algunos mercaderes vikingos se dirigieron al
este, recorriendo las costas de los mares Blanco y Negro y remontando
los ríos de la Europa oriental. Fundaron ciudades en las principales
rutas mercantiles euroasiáticas y se dedicaron al trueque de los
artículos más preciados del Viejo Mundo: cristalería del valle del Rin,
plata de Oriente Medio, conchas del mar Rojo, sedas de China…
Los
más audaces pusieron rumbo hacia los confines occidentales,
internándose en las traicioneras aguas brumosas del Atlántico Norte. En
Islandia y Groenlandia los colonos vikingos establecieron sus granjas y
acopiaron lujos árticos destinados a los mercados europeos, desde marfil
de morsa hasta colmillos de narval que se vendían como cuernos de
unicornio. Sin temor a lo desconocido, algunos jefes tribales navegaron
aún más lejos en dirección oeste, surcando unas aguas cuajadas de
icebergs que les llevarían a alcanzar el continente americano.
En
algún momento entre los años 989 y 1020, un grupo de navegantes vikingos
(quizá de hasta 90 hombres y mujeres) arribó a la costa de Terranova,
donde levantaron tres robustos edificios y una serie de casas de turba
destinadas a tejedurías, forjas y astilleros. En la década de 1960 un
aventurero noruego, Helge Ingstad, y su esposa, la arqueóloga Anne Stine
Ingstad, descubrieron y excavaron aquella antigua base de exploración
en un lugar llamado L’Anse aux Meadows. Más adelante unos arqueólogos
canadienses encontraron remaches navales de hierro y otros objetos de lo
que parecía ser un naufragio vikingo frente a la costa de la Tierra de
Ellesmere. Pero en años posteriores pocos rastros de la legendaria
exploración vikinga del Nuevo Mundo salieron a la luz. Hasta que llegó
Patricia Sutherland.
Bajo la suave luz matutina de la Tierra de
Baffin, Sutherland y su equipo descienden en fila india por una vereda
pedregosa hasta el exuberante valle de Tanfield. El fuerte viento de la
víspera ha amainado y las densas nubes también son historia, por lo que
un cielo azul brilla sobre la accidentada costa que los navegantes
vikingos llamaran Helluland, «tierra de las piedras planas». Mucho antes
de la llegada de los vikingos, los antiguos habitantes de la zona
fundaron aquí un asentamiento conocido hoy como Nanook.
En su
difícil avance ladera abajo, Sutherland escudriña la orilla por si
hubiese osos polares. La arqueóloga se maravilla ante el musgo del
valle, grueso y esponjoso: «Es puro verdor, hay turba de sobra para
construir. Es el valle más verde de la zona».
En la actualidad
investigadora de la Universidad de Aberdeen, en Escocia, Sutherland
sonríe ante la perfección de ese escenario natural. A nuestros pies se
abre una ensenada, un inmejorable puerto natural para un barco vikingo
llegado del otro lado del Atlántico. Junto a algunas áreas cenagosas del
valle, una charca microbiana de aspecto oleoso sugiere la presencia de
limonita, la mena de hierro que los herreros vikingos trabajaban con
maestría.
Con sus rizos, voz aniñada y metro y medio de estatura,
Sutherland no da el tipo de jefa de expedición, pero esta arqueóloga de
63 años es un torbellino. Es la primera en levantarse y la última en
cerrar la cremallera del saco de dormir. Y entre una cosa y la otra se
diría que está en todas partes a la vez: preparando almuerzos para
ancianos inuit, volteando tortitas, revisando la valla eléctrica
antiosos del campamento…
En 1999, el hallazgo de los hilos la llevó de nuevo a los almacenes
del Museo Canadiense de la Civilización, donde se entregó al estudio de
piezas descubiertas por otros arqueólogos en los yacimientos de unos
cazadores árticos que hoy conocemos como los dorset, quienes recorrieron
el litoral oriental ártico durante casi dos milenios hasta su
misteriosa desaparición a finales del siglo XIV. Observando
detalladamente, a menudo al microscopio, cientos de objetos de supuesto
origen dorset, Sutherland identificó más pedazos de hebras hiladas
procedentes de cuatro yacimientos importantes (Nunguvik, valle de
Tanfield, isla Willows e islas Avayalik), diseminados a lo largo de unos
2.000 kilómetros de costa, desde el norte de la Tierra de Baffin hasta
el norte de Labrador. Sutherland también advirtió algo muy extraño en
las colecciones de aquellos yacimientos: se habían desenterrado
numerosas piezas de madera, pese al hecho de que estaban en un paisaje
de tundra desarbolada. Para su asombro, descubrió fragmentos de lo que
parecían palos de conteo, usados por los vikingos para llevar un
registro de las transacciones mercantiles, y husos, que pudieron servir
para hilar fibras. También identificó trozos de madera con agujeros de
clavos cuadrados y posibles manchas de hierro. La datación por
radiocarbono situó uno de los clavos en el siglo XIV, hacia el final del
período vikingo de Groenlandia.
Cuanto más revisaba Sutherland
las antiguas colecciones de la cultura dorset, más pruebas encontraba de
la presencia vikinga en aquellas costas. Al examinar la industria
lítica identificó casi 30 piedras de afilar tradicionales escandinavas,
una pertenencia habitual de hombres y mujeres vikingos, además de varias
tallas dorset de lo que parecían rostros europeos, de nariz larga,
cejas prominentes y quizá barba.
Todo apuntaba hacia un contacto
amistoso entre cazadores dorset y navegantes vikingos. Pero para reunir
más pistas, Sutherland debía excavar, y el valle de Tanfield parecía el
lugar más prometedor. En los años sesenta el arqueólogo estadounidense
Moreau Maxwell exhumó parte de una peculiar estructura de piedra y
turba, y su conclusión fue que se trataba de un tipo de vivienda
construida por cazadores nómadas dorset. A Sutherland le resultaba
difícil de creer. Los dorset construían casitas del tamaño de un
dormitorio actual. La casa del valle de Tanfield, uno de cuyos muros
superaba los 12 metros de largo, debió de ser muchísimo más grande.
Una
fría tarde ártica Sutherland se inclina sobre un cuadrado de tierra en
el interior de las misteriosas ruinas de piedra. Con la punta del
paletín desprende un trocito de hueso de ballena. Lo limpia de tierra y
deja a la vista dos orificios perforados con taladro. Los dorset no
tenían taladros –hacían agujeros con gubia, sin tanta precisión–, pero
los carpinteros vikingos tenían brocas en sus cofres de herramientas y a
menudo perforaban orificios para introducir las espigas con las que
ensamblaban las piezas de madera.
Sutherland mete el hallazgo en
una bolsa de plástico. Anteriores arqueólogos ya excavaron
exhaustivamente las ruinas, explica, de modo que ella y su equipo deben
buscar pistas minúsculas que en su día pasaron inadvertidas. En los
sedimentos del interior de los muros, por ejemplo, Sutherland localizó
minúsculos fragmentos de pieles que pertenecían a una especie de rata
del Viejo Mundo, probablemente la rata negra, que sin duda tuvo que
llegar al Ártico en barco.
Otras pistas halladas en las ruinas no
son tan sutiles. Un miembro del equipo sacó a la luz una pala de hueso
de ballena muy similar a las halladas en asentamientos vikingos
groenlandeses. «Tiene el mismo tamaño y es del mismo material que las
palas usadas para cortar los bloques de turba destinados a la
construcción», comenta Sutherland. Y todo encaja: ella y sus colegas
hallaron restos de bloques de turba, el material que los vikingos
usaban para levantar paredes aislantes, y una cimentación de rocas
grandes que parecen haber sido cortadas y conformadas por alguien
familiarizado con la cantería escandinava. Las dimensiones generales de
la estructura, la tipología de los muros y un canal de desagüe revestido
de piedras recuerdan ciertas características de las edificaciones
vikingas de Groenlandia. En una zona todavía perviven los restos de una
letrina. Del suelo, un integrante del equipo recuperó puñados de musgo,
el equivalente vikingo a nuestro papel higiénico. «Los dorset se
desplazaban constantemente y no construían este tipo de instalaciones»,
afirma Sutherland.
¿Pero por qué los vikingos se demorarían
durante tanto tiempo en aquel tempestuoso confín de Helluland hasta el
punto de llegar a construir este edificio? ¿Qué tesoros buscaban?
A finales del siglo IX un rico comerciante vikingo llamado Ohthere se
presentó en la corte del rey inglés Alfredo el Grande. Hombre efusivo y
ataviado con ricos atuendos exóticos, relató el largo viaje que lo había
llevado hasta las costas del mar Blanco, donde un pueblo del norte
conocido como los sami lo había surtido de pieles de nutria y de marta,
de suave plumón y de otros raros lujos árticos. Luego obsequió al rey
con marfil de morsa del que podían tallarse piezas de ajedrez y otras
obras de arte exquisitas.
Ohthere no era el único mercader vikingo
que surtía a los europeos de la codiciada mercancía del gélido norte.
Cada primavera partían hombres de los asentamientos de Groenlandia hacia
un rico cazadero costero del norte, el Nordsetur. Aquellos
groenlandeses medievales se cobraban morsas y otras piezas del Ártico, y
cargaban sus barcos de cuero, pieles, marfil e incluso oseznos polares
vivos para el comercio exterior. A dos o tres días de navegación al
oeste de Nordsetur, al otro lado de las agitadas aguas del estrecho de
Davis, aguardaba otro tesoro ártico, quizás aún más rico: Helluland. Sus
montañas coronadas de glaciares infundían respeto, pero las aguas
heladas eran un hervidero de morsas y narvales, y en la tierra abundaban
los caribúes y pequeños animales de preciado pelaje.
Los
navegantes vikingos que exploraron las costa de América del Norte hace
mil años probablemente buscaban socios comerciales, como Ohthere. En
Terranova (Vinland para ellos) los recién llegados se toparon con un
recibimiento hostil: los aborígenes estaban bien armados y veían a los
extranjeros como intrusos. Pero en Helluland pequeños grupos nómadas de
cazadores dorset pudieron intuir las posibilidades y desenrollar la
alfombra roja. Tenían pocas armas de combate, pero eran magistrales
cazadores de morsas y tramperos en busca de piezas con cuyo suave pelaje
podía confeccionarse un hilo exquisito. Más aún, algunos expertos creen
que los dorset eran entusiastas del comercio. Llevaban siglos
practicando el trueque con sus vecinos para obtener cobre y otros
artículos raros.
Con poco que temer de los indígenas, bien pudiera
ser que los vikingos construyeran un campamento estacional en el valle
de Tanfield, quizá para cazar además de comerciar. Los extranjeros
habrían tenido dos artículos que ofrecer a los cazadores dorset a cambio
de pieles de zorro polar, abundante en la zona: pedazos de madera
tallable y pequeños fragmentos de metal que podían afilarse y
convertirse en hojas cortantes. Al parecer, floreció el comercio de
pieles y de otros artículos de lujo. Las indagaciones arqueológicas
sugieren que algunas familias dorset acampadas cerca de la avanzada
vikinga pudieron haber preparado pieles de animales.
Hace 13 años,
cuando se topó con las curiosas hebras, Sutherland no concebía la
posibilidad de que hubiese un pequeño puesto comercial vikingo en plena
costa de su amado Ártico. Pero hoy tiene mucho trabajo por delante. Solo
se ha investigado una pequeña parte del valle de Tanfield, y sus
hallazgos (nuevas pruebas de contacto no beligerante entre navegantes
vikingos y aborígenes norteamericanos, y el descubrimiento del que tal
vez sea el comercio europeo de pieles más antiguo de América) han
suscitado una viva controversia entre muchos de sus colegas. Como
ocurrió hace décadas con el descubrimiento de L’Anse aux Meadows, la
lucha será larga y denodada. Pero Sutherland está resuelta a demostrar
que los escépticos se equivocan.
Se cubre el rostro con la
mosquitera y vuelve a cavar. «Creo que aquí hay más cosas que
desenterrar, estoy convencida –dice con una sonrisa–. Y vamos a
encontrar mucho más.»
http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/ng_magazine/reportajes/7725/vikingos_amerindios_cara_cara.html
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