miércoles, 12 de octubre de 2016

ALFONSO VII REY DE LEON Y EMPERADOR DE HISPANIA


 A comienzos del siglo XII se suceden varios acontecimientos que marcarán el devenir del Reino de León. En primer lugar, en el año 1105 nace Alfonso Raimúndez, hijo de la infanta Urraca y de Raimundo de Borgoña. Aunque en un futuro a medio plazo este niño estaría llamado a ocupar el trono leonés, en aquel momento nada podía hacer prever tal acontecimiento, ya que el heredero era entonces su tío, el infante Sancho, único hijo varón de Alfonso VI. La infancia del Alfonso que nos ocupa tuvo que ser especialmente dura, ya que quedó huérfano de padre cuando sólo contaba tres o cuatro años. Poco después, su madre contrajo nuevo matrimonio con Alfonso I “El Batallador”, rey de Aragón y Navarra, pero esta unión, en lugar de estrechar los lazos entre las dos Coronas, se convirtió en una permanente fuente de conflictos que sumió en una grave crisis al reino leonés.
Por esa misma época, en el año 1108, ocurrió una gran desgracia que cambiaría el transcurso de los acontecimientos: en la batalla de Sagrajas, en medio de los combates, perdió la vida Sancho, el heredero del Reino. Alfonso VI, enfermo de dolor por tan gran pérdida, morirá poco después, siendo sucedido por su hija Urraca. No sabemos si en la mente del rey fallecido estaba la idea de que Alfonso I de Aragón fuera co-soberano junto a su hija, pero, en cualquier caso, la unión de las Coronas de León y Aragón fue efímera debido a las desavenencias conyugales existentes entre la madre y el padrastro del futuro Alfonso VII. No es éste asunto para tomarse a broma, porque, aunque hubo reconciliaciones, estas peleas maritales degeneraron en constantes batallas.
Mientras tanto, Urraca, siguiendo la ancestral costumbre leonesa, delegó el gobierno de Galicia en su hijo. Diego Gelmírez, obispo de Santiago, junto a varios nobles gallegos y leoneses opuestos al aragonés Alfonso I, y molestos con la pusilanimidad mostrada por Urraca, coronaron rey en Galicia en 1111 al todavía tierno infante Alfonso Raimúndez, y a continuación se dirigieron a León para entronizarlo. Sin embargo, Alfonso I no se quedó de brazos cruzados, y reuniendo un gran ejército de aragoneses y castellanos, les salió al encuentro y les venció en Villadangos.
Las desavenencias entre Urraca y su marido continuaron durante muchos años, pero a ellas hubo que sumar las que surgieron entre la soberana y su hijo, con quien tuvo que compartir el reino por presiones de una parte de la nobleza. Cuando ella muere, en el año 1126, queda como único sucesor su hijo Alfonso Raimúndez, de 21 años, y que hoy en día es conocido como Alfonso VII. Éste recibió la corona ese mismo año en la ciudad de León.
Haciendo un paréntesis. resulta curiosa la costumbre decimonónica de muchos historiadores de aprovechar la entronización de Alfonso VII para señalar el comienzo de la por ellos denominada “Dinastía Borgoñona”. En realidad no hubo tal cambio: la línea sucesoria en este caso estuvo marcada por la madre, y no por el padre. Lo mismo podría decirse del anterior “cambio de dinastía” en el Reino de León: cuando Fernando I, conde de Castilla de origen navarro, accedió al solio regio en 1037, en realidad lo hizo en virtud de su matrimonio con Sancha, quien era la auténtica heredera del reino, por lo que es incorrecto (y extremadamente machista) decir que en ese momento comienza la “Dinastía Navarra”. Por lo tanto, podría afirmarse que no hubo ningún cambio de dinastía en el Reino leonés, y sin duda así lo percibieron los contemporáneos.
Este rey tuvo unos comienzos realmente difíciles, ya que la parte de la nobleza que más simpatizaba con Alfonso I de Aragón se le opuso con firmeza. Tras sofocar las principales rebeliones, se enfrentó directamente con su padrastro aragonés por los territorios de la Castilla oriental que éste se había apropiado, consiguiendo que la ciudad de Burgos volviera a la órbita leonesa el 1 de mayo de 1127. A comienzos del año siguiente Alfonso VII contrajo matrimonio en León con Berenguela, hija del conde barcelonés Ramón Berenguer III.

Una vez apaciguado el reino, y neutralizada la amenaza aragonesa, el rey de León se embarcó en una exitosa serie de campañas contra los musulmanes almorávides. Tuvo tanta fortuna, que pronto se hizo evidente para todos que León se estaba haciendo de nuevo con la preponderancia militar y política en el solar hispano. La estrepitosa derrota de Alfonso I “El Batallador” en Fraga frente a los islamitas  reforzó esta impresión. Además, este rey murió al poco tiempo, lo que fue aprovechado por Alfonso VII para recuperar los territorios de la Castilla oriental que aún continuaban bajo dominio aragonés. Por si fuera poco, el monarca leonés acudió en persona a la defensa de la ciudad de Zaragoza frente a los almorávides, y penetró en ella entre los vítores de los zaragozanos. Viendo que la coyuntura le era totalmente propicia, el 26 de mayo de 1135, Alfonso Raimúndez fue coronado Emperador de Hispania en la catedral románica de León, y como tal fue reconocido por los demás reinos cristianos, por el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV (su cuñado), y por varios condes del sur de Francia. Pero poco después de este sonoro éxito, Alfonso VII de León tuvo que enfrentarse al condado de Portugal, que se convertiría en una espina clavada en el costado del Reino (ahora Imperio) leonés, hasta que llegó a proclamar su independencia en 1139.

Con Alfonso VII se amplió la frontera sur de León con la conquista de Ciudad Rodrigo y de Coria, lo que además sirvió para reforzar el límite occidental con el nuevo reino luso. Gracias a sus conquistas y a sus hábiles manejos políticos, el Emperador fue consiguiendo la desintegración del dominio almorávide en la Hispania musulmana. Así, en 1146 logró tomar Córdoba, y ya nada parecía capaz de detener el avance del rey leonés. Sin embargo, ese mismo año, los almohades (una nueva dinastía islámica del norte de África) irrumpieron en la Península, conquistando en poco tiempo y uno a uno los débiles reinos de taifas almorávides. Éstos, asustados por la invasión, no dudaron en solicitar urgentemente la ayuda de Alfonso. Por su parte, el emperador leonés tomó Almería en 1147, aunque podría considerarse que a partir de entonces comienza el declive de su reinado: Córdoba se entrega a los almohades en 1148, y Berenguela, su amada esposa, fallece en 1149 tras 21 años de matrimonio. A pesar de sus intentos, Alfonso no logró retomar Córdoba, y también fracasó en conquistar Jaén. En 1152 contrajo matrimonio con Doña Rica, hija del conde Ladislao III de Polonia. En 1155, sin que conozcamos bien los motivos, el Emperador divide oficialmente sus dominios entre sus dos hijos de una forma bastante equitativa: a Sancho, el mayor, le correspondería la Corona de Castilla (que incluía los reinos de Castilla y de Toledo), y a Fernando, la de León (Reinos de Galicia, Asturias, León y, en un alarde de optimismo, Portugal, además de los territorios de la Extremadura Leonesa).
En cuanto a su política matrimonial, Alfonso VII casó a su hija Constanza con Luis VII de Francia en 1152, y en 1153 unió a la infanta Sancha con su vasallo Sancho VI de Navarra. En 1155 obtuvo sus últimas victorias tomando Andújar, Pedroche y Santa Eufemia, pero en 1157 fue incapaz de retener las plazas de Baeza y Úbeda, y finalmente también perdió Almería. Atribulado por tamaña desgracia, Alfonso murió poco después cuando regresaba de la campaña, a la edad de 52 años. Dado que trasladarlo a la ciudad de León era prácticamente imposible debido a la distancia y a la época del año, el Emperador fue enterrado en Toledo.


Como hemos visto, los 31 años de reinado de Alfonso VII dieron mucho de sí. Es uno de los reyes leoneses de quien conocemos más datos gracias a la Chronica Adefonsi Imperatoris (Crónica del Emperador Alfonso), que fue escrita en su misma época por un autor desconocido, aunque sin duda era de origen eclesiástico y debía gozar de una posición muy cercana al monarca. En esta crónica, Alfonso Raimúndez recibe la denominación “Rey de León” en 42 ocasiones, siendo residuales las referencias a otros títulos como “Emperador de León y Toledo” (dos veces), o “Rey de los Hispanos” (una). Sin embargo, en ningún momento es llamado “Rey de Castilla” ni mucho menos “Rey de Castilla y León”. Llamo la atención sobre este hecho (que se repite en la documentación) porque hoy en día es raro encontrarse con una enciclopedia, libro de texto o incluso monografía de tema histórico donde no se le llame en exclusiva con alguna de las dos últimas y anacrónicas titulaciones. Esta aberración es producto de una historiografía errónea que se arrastra más o menos desde la época de Alfonso X.

La “leonesidad” de Alfonso VII queda patente en multitud de detalles:
·Gran parte de sus monedas llevan incisa la figura de uno o varios leones y el nombre de la ciudad de León.
·Se coronó dos veces en León: una como rey, y otra como emperador.
·Los actos importantes para la monarquía (bodas, funerales, etc.) casi siempre tuvieron lugar en León, a pesar del enorme prestigio de Toledo.
Y ello sin restar importancia al resto de los reinos de la Corona, porque si por algo se caracterizó la monarquía leonesa fue por su respeto a las particularidades e idiosincrasia de cada uno de ellos.

 https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/8/82/Alfonso_VII_%C3%B3bolo_22195.jpg
http://www.celtiberia.net/es/biblioteca/?id= 
 https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/3/32/Retrato-235-Rey_de_Le%C3%B3n-Alfonso_VII.jpg

viernes, 7 de octubre de 2016

CONFLICTO DE LA BUSCA Y LA BIGA



Con este nombre se conoce a una serie de disputas acontecidas en el ámbito del reino de Aragón, concretamente en el principado de Cataluña, entre partidarios de dos diferentes modos de entender la política y la economía agrupados en gabellas ("partidos"): buscaires y bigaires. Busca significa, en catalán, "mota", en contraposición a Biga, que significa "viga". Así, el conflicto entre la "mota" y la "viga", entre "los pequeños" y "los grandes", ha de ser entendido en el contexto de la crisis de la monarquía aragonesa en el siglo XV y el declive comercial del Mediterráneo ocurrido en la misma época.
El reino de Aragón había sufrido una espectacular expansión de sus dominios territoriales por el Mediterráneo en los siglos XIII y XIV: el monarca Jaime I había logrado la conquista de las islas Baleares (1229) y el vecino reino de Valencia (1233), proporcionando al reino las bases portuarias desde donde instalar un floreciente y próspero entramado comercial por todo el Mare Nostrum. Este hecho se vio incrementado tras el desembarco en Sicilia de Pedro III quien, ayudado por las milicias almogávares de Roger de Flory las victorias navales de Roger de Lauria,se hizo con el poder de Sicilia y pasó a ocupar un lugar preponderante también en la Italia del Sur. Debido a ello, las ciudades del Mediterráneo se llenaron de comerciantes catalanes, lo que provocó un espectacular crecimiento económico del reino de Aragón durante la Plena Edad Media.
Sin embargo, hacia los primeros años del siglo XV la situación sufrió un cambio radical. En primer lugar, la muerte de Martín I sin descendencia había aupado al trono, merced al Compromiso de Caspe (1412), a Fernando de Antequera, miembro de una rama colateral de los Trastámara castellanos. Este hecho provocó cierta tirantez entre el tradicional poder de las asambleas del reino aragonés (Cortes, Generalitat, Diputació, etc.) y el no menos tradicional autoritarismo del linaje castellano. Pese a que, una vez pasados los primeros resquemores, la situación pareció estabilizarse, la economía aragonesa (esencialmente agraria) recibió un duro golpe con la propagación de la Peste Negra en 1348. Las consecuencias de la epidemia fueron especialmente dramáticas en la zona del interior y en Cataluña, donde la población quedó rebajada a algo menos de la mitad existente con anterioridad a la pandemia.
Por si ello fuera poco, la conquista de Constantinopla por el imperio otomano (1453) cerró las puertas del próspero negocio de las especias a los comerciantes europeos, además de que la presencia de musulmanes en el Mediterráneo hacía peligrar cada vez más los convoyes marítimos comerciales. Todas estas circunstancias crearon el caldo de cultivo para las disensiones internas de Cataluña.



La configuración de buscaires y bigaires

Las medidas propuestas por la corona para intentar solucionar la cuestión se basaron en prácticas proteccionistas dirigidas a favorecer los productos del país, entre las que se incluían el préstamo de embarcaciones de la Diputació a los mercaderes, la creación de seguros marítimos contra el riesgo de pérdidas comerciales y todo un largo etcétera de intentos que buscaban la reactivación no sólo del comercio sino también de la industria y la agricultura barcelonesa. Sin embargo, estas reformas contaron siempre con la protesta de un grupo de hacendados comerciantes barceloneses, a los que se empezó a llamar bigaires.
El partido de la Biga estaba formado por la mayoría de ciudadanos y mercaderes de productos de lujo que se habían enriquecido con el auge comercial del siglo anterior. Naturalmente, los burgueses y mercaderes enriquecidos habían conseguido para sus familias un reconocimiento paralelo que los equiparaba con la nobleza existente. Así pues, sus descendientes del siglo XV se encontraban más cómodos en el código de caballería que en complicadas transacciones lucrativas, más cómodos viviendo de las rentas que invirtiendo los beneficios en nuevas operaciones, más ocupados en la construcción de castillos y mansiones que en buques y, en definitiva, más concentrados en acceder a los mecanismos del poder que en emprender costosas e inseguras empresas comerciales. Aproximadamente desde 1430, los miembros de la Biga compartían representación en las Cortes con miembros de la nobleza y del clero, con lo que pasaron a ocupar la dirección de una política contraria a la intervención de otros mercaderes en los asuntos de gobierno, a la liberación de los campesinos, cuestión especialmente espinosa en el asunto de los Payeses de Remençay a mantener sus propios privilegios y derechos que acabaron conformando una cerradísima oligarquía barcelonesa. La sociedad urbana se estableció en tres estamentos, tal y como propugnaba la famosa obra de Françesc Eiximenis, El regimènt de la res pública, escrita hacia finales del siglo XIV y que resultaba el soporte ideológico de los tres estamentos del poder.
En el partido contrario, la Busca, se agrupaban los miembros de un cuarto estamento sin representación en el poder: menestrales, pequeños comerciantes y artesanos burgueses que veían cómo el gobierno municipal de Barcelona, en particular su asamblea general (el Consell de Cent), ignoraba todas y cadas una de sus propuestas que, aunque sirvieran a sus intereses particulares, también serían beneficiosas para el conjunto de la sociedad. Los buscaires contaban con el apoyo del batlle general de Cataluña, Galcerán de Requesens, un miembro de la nobleza segundona que no dudó en intentar utilizar su nombramiento para pasar a las más altas cúspides del poder barcelonés. Sin embargo, a pesar de que defendía su propia posición, Requesens tomó parte activa en varias decisiones provechosas para reactivar la economía catalana, en especial la emancipación de payeses de Remença, que pasaron a convertirse en una cantera inagotable para surtir de miembros el partido de la Busca.


Los inicios de la pugna (1448-1462)

En el año 1449 los buscaires presentaron una solicitud formal ante el rey de Aragón, Alfonso V, para asumir la representación sindical de sus intereses ante el Consell. El monarca, que durante todo el conflicto mostró una ambigua e interesada posición preocupándose sólo del dinero que podía ganar para sus intervenciones militares en Italia, accedió bajo los auspicios de Requesens, su hombre de confianza en Barcelona, pese al recelo que mostraba con los buscaires tras el levantamiento de Mallorca (1448). La aprobación del Sindicat dels tres estamènts en 1450 significó el triunfo de los reformistas catalanes en contra de la oligarquía municipal. Requesens pasó entonces a presidir una asamblea ejecutiva que asumió plenos poderes en el gobierno de la ciudad. Las reformas que llevaban solicitando desde treinta años antes pasaron a ser estipuladas en aquel momento, especialmente la devaluación monetaria, la reducción de impuestos y el saneamiento de las arcas municipales mediante un mayor número de transacciones comerciales. Naturalmente, todo ello iba en contra de la Biga, grupo que se había convertido en rentista y al que una devaluación monetaria le supondría unas pérdidas económicas incalculables.
Los enfrentamientos comenzaron con ocasión de la asamblea de Consell celebrada el 17 de noviembre de 1453. Requesens había sido nombrado regente del reino en sustitución de la reina María de Castilla, aumentando la ira de los bigaires contra el dirigente buscaire. Pero nada pudieron, pues el discurso de éste partido en la asamblea, obra del mercader Raimon Cuerau, despertó la reacción popular en Barcelona, donde la mayoría de sus habitantes pasaron a mostrar su apoyo a la Busca manifestándose a su favor en la Lonja del puerto. Este hecho derivó en algunos altercados ciudadanos, entre aquellos que esperaban que la nueva dirección municipal mejorase su condición de vida y entre aquellos que opinaban de los buscaires que "sería igual poner machos cabríos como hombres de condición tan vil". [Citado en Salrach et alii, p.21].
La política del Consell comenzó con la esperada fuerza renovadora: entre 1454 y 1458 declararon una serie de ordenanzas proteccionistas sobre la industria textil y sobre la construcción naval, así como la más temida medida por los bigaires, como fue la devaluación del croat de plata en un 40 %. Debido a ello, la oposición, agrupada alrededor de la Generalitat, no cejó en el empeño de destruir a Requesens, para lo cual enviaron constantes quejas al monarca y a las Cortes de los malos servicios que el batlle catalán estaba prestando al país. Tras los violentos enfrentamientos acontecidos entre miembros de uno y otro partido a la entrada de las delegaciones urbanas de la Cortes de 1458, Requesens fue cesado de su cargo, siendo sustituido por el hermano de Alfonso V, Juan I de Navarra (el futuro rey de Aragón). Con la llegada del nuevo regente, el triunfo de la Biga quedó minimizado, pues el monarca navarro, autoritario y absolutista como todos los reyes, utilizó a la Busca como medio de controlar a la oligarquía que, en despecho, apoyó la rebeldía de Carlos de Viana contra su rígido padre.

La capitulación de Vilafranca y la derrota de la Busca (1461)

Tras la destitución de Requesens los buscaires se dividieron en dos facciones: una moderada, que pretendía establecer las reformas poco a poco, y una radical, partidaria de dar un vuelco al sistema establecido. Como es obvio, la diferencia entre los partidarios de una u otra opción era, precisamente, de tipo económico: aquellos con más nivel estaban siendo continuamente presionados por la Biga para pasar a sus filas, mientras que los radicales veían cómo la oportunidad de la reforma se les escapaba por momentos. Además, el apoyo popular a la política del Consell se habían enfriado notablemente, puesto que, pasados los primeros momentos de euforia, la oposición de las Cortes y de la Generalitat a las reformas del Consell habían hecho que cundiese la desilusión entre las clases más desfavorecidas del Principado de Barcelona.
Unas y otras cuestiones iban a ser decisivas en la rebelión catalana del año 1461. Tras haber dictado Juan II en las Cortes de Lleida la prisión de su rebelde hijo (1460), la Generalitat aprovechó la ocasión para levantar un ejército contra el rey legítimo, acusado de violar las leyes elementales del Principado. Rebelde o no, el hecho era que Carlos de Viana era también el legítimo heredero del trono aragonés, por lo que la Biga encontró una magnífica ocasión no sólo de deslegitimar al odioso rey, sino de acabar de una vez por todas con el poder de la Busca. La simpatía que el príncipe rebelde halló entre los estamentos populares provocó el apoyo masivo al ejército de la Biga, mientras que la Busca, perdida entre discrepancias internas, se colocó al lado del que había sido su valedor.
Juan II, cansado de polémicas, aceptó, mediante la capitulación de Vilafranca (1461), el destierro que le impuso las Cortes de Aragón y el mantenimiento de la autoridad regia mediante la regencia de Carlos de Viana, quedando el hermano de éste, Fernando de Aragón, como sucesor a la regencia. Por lo que respecta a la Busca, se decretaba la prisión para Galcerán de Requesens y el ajusticiamiento de los principales cabecillas del movimiento. El triunfo de la Biga fue total, ya que no sólo se deshizo del partido contrario (la Busca desapareció por completo en los años siguientes, sobre todo tras la Guerra Civil), y se colocó a la cabeza de un reino que carecía de rey, pasando a gobernar con absoluta impunidad hasta que el violento conflicto civil que asoló Aragón entre 1462 y 1472 restauró la monarquía de facto en la persona de Fernando el Católico.

Bibliografía

  • BATLLE, C. La crisis social y económica de Barcelona a mediados del siglo XV. (Universidad de Barcelona, II vols, CSIC: 1973).
  • MARTÍN, J. L. La Península en la Edad Media. (Barcelona, Teide: 1993).
  • SALRACH, J. M. et alii. Los payeses de remensa. (Madrid, Cuadernos de Historia 16, nº 93: 1986).
  • SOBREQUÉS VIDAL, S. & SOBREQUÉS CALLICÓ, J. La guerra civil catalana del sigle XV. Estudis sobre la crisi social i econòmica de la Baixa Edat Mitjana. (Barcelona, II vols: 1973).
    http://www.enciclonet.com/articulo/conflicto-de-la-busca-y-la-biga/

JUAN SIN TIERRA Y LA CARTA MAGNA



Nombre con el que se popularizó el privilegio real promulgado por el rey inglés Juan I Plantagenet (1199-1216), más conocido como Juan Sin Tierra, el día 15 de junio de 1215, tras un período de tensas negociaciones con los barones feudales ingleses. En esencia, la Carta Magna ha funcionado como documento legal durante más de ocho siglos, salvaguardando el derecho estatutario de las libertades individuales y colectivas de los ingleses contra cualquier sentencia o gobierno arbitrario de los monarcas. A pesar de que su carácter no es exactamente el de un estatuto jurídico, puesto que su vigencia o revocación está en manos del Parlamento británico, la tradición ha hecho de ella no sólo el símbolo de las libertades constitucionales inglesas, sino también el más seguro mecanismo de control parlamentario sobre la institución monárquica.



Los monarcas de la dinastía Anjou-Plantagenet no han estado precisamente bien considerados por la historiografía británica, puesto que se ha enfatizado, como queja principal, el hecho de que pasasen más tiempo en el continente (como duques de Anjou debían proteger éste y muchos otros territorios continentales, el llamado Imperio Angevino), o en empresas religiosas que en el propio suelo inglés. Tal es el caso del más famoso representante de la Casa Plantagenet: Ricardo I (1189-1199), más conocido como Ricardo Corazón de León, el gran militar inglés de las Cruzadas. Realmente, Ricardo únicamente estuvo en su trono londinense breves períodos del año 1194, justo después de que fuese liberado de su prisión germana. En su ausencia, el reino estuvo nominalmente controlado por su hermano, Juan Sin Tierra, pero el verdadero regente de Inglaterra fue el arzobispo de Canterbury, Hubert Walter. Su labor al frente del reino fue verdaderamente modélica: contribuyó hondamente al desarrollo de los mecanismos centralistas e impositivos en el territorio británico. Pese a ello, la poderosa nobleza feudal continuaba acaparando prerrogativas políticas en virtud de su control territorial, y aguardaba el momento preciso para aprovechar las ausencias de sus monarcas y evitar, de esa forma, que el centralismo derivara hacia el autoritarismo regio. La situación se presentó más propicia tras el fallecimiento, sin hijos legítimos, del rey Ricardo en Francia (1199); la ausencia de sucesión directa hizo que se presentasen dos candidaturas: la de Juan, hermano del rey, y la de Arturo de Bretaña, sobrino de ambos y que contaba con doce años de edad. Los barones ingleses apoyaron a Juan, pues no querían que su reino continuase siendo gobernado desde Aquitania, pero a cambio éste se comprometió a hacer algunas concesiones a favor de la nobleza.
Esta presunta debilidad del rey se mostró mucho más fecunda durante sus primeros años de reinado: firmó con el rey francés Felipe Augusto el tratado de La Goleta (1200), mediante el cual se tituló señor de los dominios angevinos a cambio de ceder la posesión del condado de Evreux a Francia; por otra cláusula secreta, al año siguiente repudió a su primera mujer, lady Hadwig de Gloucester, para casarse en segundas nupcias con una princesa francesa, Isabel de Angulema. Además, Felipe Augusto utilizó al sobrino de Juan, Arturo de Bretaña, como elemento de amenaza continua, y Juan cometió la imprudencia de asesinar a su sobrino en abril de 1203, hecho que provocó un clamor popular en las islas contra tal acción. Felipe Augusto, hábil político, aprovechó la coyuntura para erigirse en defensor de los derechos del finado angevino y logró conquistar, por la fuerza de las armas, los territorios de Normandía, Maine, Turena y gran parte del Poitou, que quedaron incorporadas a la corona regida desde París. Este fracaso le valió a Juan un nuevo apelativo impopular: pasó de ser "Sin Tierra" a "Softsword", literalmente, 'Espadafloja'.


El desastre de Bouvines (1214)

Después de tan irreparable pérdida, en 1203 Juan se instaló en Londres, donde la nobleza, suficientemente enojada porque en sus cuatro primeros años de reinado no había pasado un solo día en las islas, comenzó a constituir un bando de presión contra el monarca en el que las cabezas visibles eran el legado pontificio Stephen Langton y el afamado guerrero William Marshall, conde de Pembroke, el legendario Guillermo el Mariscal. Ambos representaban a los estamentos más poderosos del reino, los cuales se consideraban agraviados por las actitudes despóticas de Juan. Por si fuera poco, el papado, enojado visiblemente con el rey por mor del repudio a su primera mujer, ordenó que el hasta entonces legado pontificio, Stephen Langton, fuese investido arzobispo de Canterbury, cuestión a la que Juan se negó rotundamente. A partir de 1208, el hastiado monarca británico tuvo que soportar la ira romana de Inocencio III, quien no sólo puso en entredicho al reino sino que amenazó varias veces con excomulgarle. De hecho, únicamente la claudicación de Juan en 1213, aceptando a Langton como primado británico y declarándose vasallo absoluto de Roma, evitó la excomunión regia.
Pero si hay un acontecimiento que pueda ser señalado como galvanizador de la acción nobiliaria, desde luego hay que señalar al terrible Desastre de Bouvines (1214), en el que todas las posesiones angevinas en Francia, salvo el ducado de Guyena, fueron conquistadas por Felipe Augusto e incorporadas a su reino. La nobleza continental, mayoritariamente de origen francés, normando o bretón, emigró hacia Inglaterra, y muchos de ellos se instalaron en la corte londinense de Juan como consejeros del rey, lo que despertó los recelos de los barones del reino y del estamento eclesiástico que, además, vieron cómo los impuestos, en constante subida desde la época de Ricardo Corazón de León, sufrieron un brusco incremento destinado a pagar los nulos servicios prestados por la nobleza inmigrante. Las quejas y negativas de varios barones ingleses provocaron una furibunda y despótica reacción de Juan, que no dudó en usar sus peores artes y derechos feudales para exigir dinero, tierras y prerrogativas a sus nobles so pena de castigarles con la muerte, lo cual fue la gota que colmó el vaso de la paciencia nobiliaria. Los barones, prelados, nobleza rural y representantes de las principales ciudades del reino intentaron reunirse con el monarca en repetidas ocasiones, pero la negativa continua de éste provocó el estallido de un motín: Guillermo el Mariscal, con el apoyo del arzobispo Langton, comandó un ejército que se apoderó de Londres a primeros de junio de 1215; el rey Juan, ayudado por su séquito angevino, logró huir de la Torre de Londres, pero fue detenido por las tropas de retaguardia de Guillermo en Runnymede on the Thames, una pequeña población de la ribera del Támesis cercana al castillo de Windsor, donde el rey pensaba acantonarse con sus leales y resistir el envite. Tras la captura, sintiéndose acorralado y cercano al fin, Juan validó las 63 disposiciones redactadas por su levantisca nobleza. Se oficializó así la vigencia legal de la Carta Magna.

Contenidos jurídicos de la Carta Magna (1215)

En primer lugar, hay que destacar que el privilegio otorgado por el rey Juan carece por completo de la sistematización jurídica que, en esencia, debería tener una ley fundamental, lo que quizá se deba a la rapidez de su redacción, o bien a que, después de algunas alegaciones de carácter personal, la batalla se centró en la libertad de los súbditos (excluyendo, claro está, al campesinado como estamento, salvo en lo tocante a las relaciones feudales individuales), contra los posibles abusos de autoridad del rey. Como muestra de esta ausencia de sistematización, baste decir que en ella se incluían algunos pasajes de paces firmadas por Inglaterra con Escocia o Gales, así como derechos forestales o de pesca. Sin embargo, ello no resta interés a las disposiciones contenidas en ella. En primer lugar, tras las presentaciones habituales, la Carta Magna dedicaba la primera cláusula a garantizar la libertad de la Iglesia en todas las tierras, rentas, disposiciones y franquezas que tenían desde los tiempos anteriores. Seguidamente, entre las cláusulas 2ª y 12ª, se procedía a una regulación de los derechos feudales de los barones, entre los cuales estaban comprendidos los referentes a justicia, herencias, matrimonios, tutelas, tenencia de tierras, jornadas que debían prestar servicio militar al rey (y el resto de auxilium et consilium feudal), la libre transmisión de los feudos, y un largo elenco de otras disposiciones en el mismo sentido; especialmente peliaguda fue la cuestión acerca de los impuestos extraordinarios que la Corona solicitaba a sus nobles para sufragar diversos gastos, especialmente militares, cuestión en la que el rey aceptó que fueran sometidos a la consulta de un comité de 25 miembros de la nobleza para su definitiva aprobación, así como a no abusar demasiado de estas recaudaciones y actuar, en materia impositiva, de acuerdo a las costumbres ancestrales de cada territorio.
Por lo que respecta a la administración de justicia, la Carta Magna contenía varias novedades sustanciales: garantía a los nobles de que sólo serían juzgados por sus iguales, mientras que para el resto de las cuestiones se fijó la estancia permanente de un tribunal en Westminster. Los procedimientos judiciales fueron simplificados al máximo para evitar la extensa duración de los mismos y de sus sentencias; de idéntico modo, las acusaciones verbales sin pruebas fehacientes quedaban derogadas, especialmente en caso de felonía, señalada tradicionalmente como uno de los abusos feudales más cometido por el rey. Las cláusulas más importantes, en este sentido, son la 39 y la 40, en las que se partía del principio básico de que toda acción judicial emprendida contra un hombre de condición libre, fuese señor o vasallo, debía atenerse a las mínimas condiciones de derecho, y una vez iniciada dicha acción no podía ser presa de múltiples demoras, cambios por intereses feudales o, lo más importante, sujeto de obstrucciones por parte de autoridades superiores. Continuando con estas garantías judiciales, se limitaba también al máximo el poder de acción de los funcionarios regios de justicia (sheriffs), sobre todo en lo tocante a detenciones o deportaciones, sin haber pasado antes por un tribunal que dictase semejante sentencia. Otro de los estamentos beneficiados por la concesión de la Carta Magna fue el de los mercaderes, artesanos y comerciantes de las ciudades, puesto que la mayoría de ellas (especialmente Londres y las que contaban con puertos marítimos) vio confirmada la libertad de comercio, la exención de ciertos impuestos a comerciantes extranjeros y la fijación de un sistema regular de pesos y medidas, con lo cual se inició cierto despegue de las actividades económicas comerciales del reino. Finalmente, se incluían algunas cláusulas mediante las cuales el rey de Inglaterra garantizaba unas condiciones semejantes a los miembros de las noblezas de Escocia y Gales.


Naturaleza jurídica de la Carta Magna

Una de las tradicionales discusiones sobre la Carta Magna versa acerca de su naturaleza jurídica. Parece evidente que las disposiciones que regulan los derechos feudales, en la mayoría de los casos beneficiosos para la nobleza inglesa, apuntan a una clara naturaleza feudal del documento, puesto que los privilegios del estamento de los señores quedaron fuertemente robustecidos; de igual modo, nada existe en el documento que se pueda relacionar directamente con el campesinado, es decir, con la mayor cantidad de la población. Sin embargo, la propia heterogeneidad de sus componentes jurídicos, así como la falta de sistematización anteriormente comentada, han sido esgrimidas como razones fundamentales por aquellos historiadores que reclaman la validez de la Carta Magna como símbolo de una extensión de las libertades, no sólo a favor de los más fuertes, sino también para toda la comunidad del reino. No hay que olvidar que el uso de pastos, bosques y ríos formaba una parte fundamental de la economía campesina durante la Edad Media, y las disposiciones sobre estos asuntos en la Carta Magna también favorecían ampliamente a los usuarios. De igual manera, la ciudad de Londres (prácticamente la única existente en el reino), pero también otros burgos de marcada esencia mercantil y comercial, obtuvieron ventajas legales de la Carta Magna. Por tanto, quizá es mejor pensar que el documento es de marcada naturaleza feudal, pero entendiendo lo 'feudal' en su acepción más amplia, no negando la existencia de relaciones entre los diferentes órdenes sociales medievales, su interrelación y la importancia de elementos como el comercio y las ciudades; al menos en lo que respecta a la Carta Magna, no parece plausible hablar de feudalismo teniendo en cuenta únicamente la existencia de señores, vasallos, feudos y prestaciones militares.
Además de todo ello, existe una razón más para pensar en la extensión de las libertades a la comunidad del reino: la cláusula de sanción, contenida en el apartado 61 de la Carta Magna. Según esta disposición, el rey aceptaba la existencia de un comité formado por 25 barones señoriales, elegidos entre ellos, como órgano que controlaría el que las acciones regias fueran conforme al derecho legal expresado en la Carta Magna; cuatro de ellos, además, formarían un órgano ejecutivo continuo, y el rey debía comprometerse a aceptar las sentencias del comité, consultivo o continuo. Los miembros de este consejo de 25 debían ser, además, previamente informados mediante misiva real de la inminente reunión. La cláusula de sanción se ha convertido en el verdadero éxito de la Carta Magna, pues supuso el primer intento serio en la legislación europea por limitar el omnímodo poder de sus depositarios; pero, conforme a la discusión acerca de la naturaleza del texto judicial, hay un detalle que no debe pasar desapercibido: en la redacción de esta cláusula, el término que se utiliza para designar la misión del comité es la de vigilar el cumplimiento de las concesiones regias "pro totis viribus", es decir, por todos los hombres, dejando bastante patente que las libertades eran de todos los hombres libres el reino, no sólo de los señores feudales. Este pasaje y esta cláusula de sanción tuvieron, como se verá más adelante, una tremenda importancia en el devenir histórico de la Carta Magna en calidad de disposición legal.


Las reformas del siglo XIII

Retomando de nuevo el curso histórico de los acontecimientos, muy pronto quiso el rey Juan despegarse de lo firmado, en especial de la cláusula de sanción por la cual se veía obligado a aceptar al citado comité de los veinticinco barones como garantes de la Carta Magna. En este punto, el monarca contó con la inesperada ayuda de Inocencio III, el cual no guardaba demasiadas simpatías por el díscolo angevino, pero su semblante autoritario y cuasi absolutista tampoco veía con buenos ojos unas prerrogativas tan amplias a favor de un estamento feudal. Así, mientras Juan reorganizaba las tropas del partido monárquico, el arzobispo Langton recibió precisas instrucciones del Papa para que toda la Iglesia británica apoyase al rey en su particular vuelta al poder, a lo cual se negó el prelado, quien avisó a sus aliados acerca del peligro inminente que les acechaba. Entonces, la solución adoptada por la nobleza inglesa distó mucho, como quieren hacer ver algunos historiadores británicos, de ser patriótica contra un ejército formado por extranjeros, puesto que inmediatamente se pusieron en contacto con Felipe Augusto de Francia, el cual aceptó gustoso la invitación a invadir las islas. Cuando el ejército galo se encontraba a punto de embarcar hacia Plymouth en Normandía y la guerra entre las dos monarquías parecía inevitable, la muerte sorprendió al rey Juan (1216); no menos rápido, pues, fue el acuerdo al que llegaron los barones ingleses: el hijo y sucesor de Juan, Enrique, sería coronado rey y el consejo de los veinticinco barones quedaría constituido como tutor legal tanto de la minoría de edad del futuro Enrique III como de las libertades comprendidas en la Carta Magna. Así, mientras la caballería de Felipe Augusto volvía grupas hacia París, Inglaterra se preparó para vivir el máximo período de vigencia total y absoluta de su estatuto privilegiado (1216-1227).
La mayoría de edad de Enrique III provocó algunos cambios, tanto en la situación general del reino como en la Carta Magna. A pesar de que en el momento solemne de su investidura como rey de Inglaterra (1217) el monarca-niño había ratificado ante el parlamento el privilegio firmado por su padre, en 1227 la tradicional apertura del parlamento, a la que seguía la aprobación por parte del monarca de la Carta Magna, se vio alterada por la negativa de Enrique a sancionarla si no se excluía la cláusula de sanción. A pesar de que los barones, temiendo desairar al rey y pensando que el resto de las cláusulas serían respetadas, cedieron a la petición regia, los continuos abusos de Enrique a la legislación vigente provocó una situación de revuelta que estalló en 1258: de nuevo los barones ingleses dispusieron un gran ejército que, esta vez, pusieron bajo el mando del conde de Leicester, Simón de Montfort (hijo homónimo del vencedor de la herejía cátara). El rey pareció ceder a las pretensiones de los barones al conceder, en 1259, las Provisiones de Oxford como anexo a la Carta Magna; en ellas los barones obtuvieron las bases para formar un Consejo Real permanente, formado por veinticuatro miembros que, a su vez, elegirían a los cuatro del ejecutivo, además de formar un nuevo comité, el Consejo de los Doce, que se subrogaba las potestades fiscales del reino antes de que fuesen validadas por la firma del rey. A finales del mismo año, las atribuciones de uno y otro consejo fueron aumentadas mediante la adición de las Provisiones de Westminster. El rey Enrique reaccionó y solicitó la ayuda del rey de Francia, San Luis, que dictó un laudo contrario a la reforma y dio nuevos bríos al monarca para encabezar un ejército contra los nobles de su reino. Al ser derrotado y hecho prisionero en la batalla de Lewes (1264), la Carta Magna y las Provisiones se convirtieron en las leyes fundamentales inglesas hasta que las muertes de Simón de Montfort (1265), verdadero gobernador del reino desde su cargo de senescal, y del propio Enrique III (1272) finalizaron con el enfrentamiento, pero ya nadie sería capaz de bajar de rango jurídico las disposiciones de la Carta Magna.



Las reformas de Eduardo I (1272-1307)

El hijo y heredero de Enrique, Eduardo I, ha pasado a la historia como uno de los más capaces monarcas de la institución regia británica en la Edad Media, tanto por sus logros en política exterior como, y especialmente, por sus acertadas y aplicadas reformas legislativas, las cuales le han valido el apodo de "el Justiniano Inglés". Tras la muerte de su padre, rápidamente comprendió que el gobierno del reino debía pasar por el consenso entre todos los poderes económicos y militares de aquél, incluidas las fuerzas nobiliarias y religiosas. Al ser proclamado rey de Inglaterra, Eduardo juró la Carta Magna, pero inició también varias maniobras para aquilatarla, no en beneficio de la institución monárquica, sino del reino en general. De esta manera han de ser vistas las sucesivas reformas del texto de 1215: el Primer Estatuto de Westminster (1275) reguló ciertas disposiciones y anomalías que sufría el derecho civil y procesal contenido en la Carta Magna, mientras que la provisión De religiosis (del mismo año) hacía lo mismo con algunos derechos anticuados y lesivos de la Iglesia británica. El Segundo Estatuto de Westminster (1285) llegó más arriba que su antecesor, ya que procedía a una casi total reforma, beneficiosa para todas las partes implicadas, del sistema judicial del reino, a la vez que el Estatuto de Winchester (1285) supuso la reconversión de los impopulares agentes reales judiciales (sheriffs) en cabeza de una fuerza paramilitar muy similar a la actual policía de las sociedades del siglo XX.
Los momentos culminantes de estas reformas se situaron en 1291 y en 1295. En el primer año el Parlamento y el rey, de común acuerdo, aprobaron una Carta Magna que, sobre la base del texto de 1215, recogía todas las adiciones y mejoras obtenidas durante el siglo XIII, modificando y poniendo al día las cláusulas otorgadas por Juan Sin Tierra pero sin tocar la esencia del texto primitivo. Como colofón a la nueva Carta Magna, en la segunda fecha tuvo lugar la reunión de un parlamento experimental, con un nuevo sistema de representación basado en las regulaciones de la Carta Magna, que está considerado como el precedente más inmediato de la Cámara de los Comunes inglesa y, por consiguiente, del sistema de gobierno bicameral británico que, como se puede observar, tuvo su base en la legislación medieval. El último apunte en cuanto a las reformas del rey Eduardo I, no exento de importancia, es que durante todo su reinado contó con la ayuda de los graduados en leyes que cursaron su carrera en la prestigiosa universidad de Oxford; se incorporaba de esta manera a los jurisconsultos laicos (aunque muchos de ellos también se graduaban en derecho canónico) hacia un lugar de preeminencia en la sociedad medieval que, hasta ese momento, habían ostentado únicamente los clérigos, sobre todo en cuanto a legislación se refiere.




La Carta Magna hasta la actualidad

Durante la Baja Edad Media, los diferentes sucesos del reino apartaron un tanto la Carta Magna de la atención continua de reyes y nobles; se nota en ello cierta dejadez de estos estamentos con respecto a la tarea legislativa de los siglos anteriores, pero también la robustez y vigencia del texto como ley fundamental. Inglaterra estuvo poco pendiente de las leyes durante este período y más concentrada en conflictos internacionales, como la Guerra de los Cien Años (1346-1452), en querellas dinásticas entre las casas de York, Lancaster o Tudor y, finalmente, en conflictos militares internos como la funesta Guerra de las Dos Rosas (1460-1485), que eliminó a un amplio porcentaje de la nobleza de sangre autora de la Carta Magna pero que, tras el acceso de la nobleza rural (gentry) al poder, posibilitó la total implantación del sistema parlamentario bicameral en el Gran Bretaña. Pese a ello, y durante el mismo período cronológico, bastó con que las acciones regias fueran sospechosas de actuar arbitrariamente para que, desde todos los sectores de la población, se reclamasen los derechos contenidos en la Carta Magna. Prácticamente se puede decir lo mismo con respecto al lugar de dicha ley en el contexto de la Edad Moderna; sin embargo, aún protagonizó el privilegio otorgado en 1215 varios episodios trascendentales durante el siglo XVII que ilustran claramente su hondo calado entre los ingleses, no sólo desde el punto de vista jurídico sino también simbólico.
Tras el ascenso de la casa Estuardo al trono inglés en la persona de Jacobo I(1603-1625), el clima de tensión entre la gentry y los monarcas propició de nuevo que la Carta Magna fuese esgrimida como arma arrojadiza por parte de varios sectores del reino. Durante el reinado de su hijo y sucesor Carlos I (1625-1649), e inmediatamente antes a las guerras civiles que acabarían con la instauración del protectorado de Oliver Cromwell (1649-1660), la actitud intransigente del rey con el parlamento provocó una nueva adición al texto medieval. El monarca y sus consejeros encendieron la polémica al sostener que se trataba de un mero acuerdo feudal entre nobles y reyes, indicaban así el supuesto carácter retrógrado de la Carta Magna. Inmediatamente, y rodeados por el clamor general, un equipo de prestigiosos juristas, encabezados por sir Edward Coke (1552-1634), pasaron a demostrar la universalidad de la ley, enfatizando precisamente su contenido sobre bosques y ríos, así como el famoso "pro totis viribus" de la cláusula de sanción (nº 61 en 1215). De esta forma, la Carta Magna añadió a su contenido la Petition of Rights (Petición de Derechos) en el año 1628, una nueva conquista de las libertades británicas con respecto a sus reyes.
Posteriormente, tras la restauración de la monarquía a través del rey Carlos II (1660-1685), el nuevo monarca estuardo quiso revisar todas las leyes del reino en pos de asegurarse que nunca habría un nuevo Cromwell que, amparándose en la preeminencia del Parlamento sobre la monarquía, llevase a cabo una acción tan radical. De nuevo los juristas, la gentry y el resto de los súbditos de la corona elevaron sus protestas ante ello; el restaurador regio resistió a una nueva revisión del texto jurídico, así como su sucesor Jacobo II (1685-1688), pero el triunfo de la Revolución Inglesa, basada precisamente en este descontento general hacia los Estuardo, provocó no sólo la entrada de una nueva rama regia en el trono británico, los Orange-Estuardo, de la mano de Guillermo III (1689-1702), sino el añadido de la Bill of Rights (Declaración de Derechos) en el año 1689, durante la proclamación de Guillermo y de su esposa, María Estuardo, como reyes de Inglaterra, sesión en la que también juraron, como condición sine qua non, la Carta Magna. Prácticamente la mayoría de los historiadores de la legislación británica está de acuerdo en señalar este momento como la culminación de la preeminencia del Parlamento sobre la Corona en Inglaterra, así como la total instauración de la Carta Magna como ley fundamental que, con una vigencia de más de siete siglos, ha obtenido tanto la fuerza legal del uso como el valor simbólico que se desprende de estas últimas líneas. Tal particular mezcla de carácter se ha mantenido hasta nuestros días, por lo que, aunque teóricamente el parlamento puede revocar su uso, no parece que los tiempos finiseculares vayan a acabar con uno de los elementos más destacados, en general, de la Historia del Reino Unido.

Bibliografía

  • DUBY, G. Guillermo el Mariscal. (Madrid, Alianza: 1987).
  • HOLT, J.C. Magna Carta. (Cambridge, Cambridge University Press: 1965).
  • LOYN, H.R. (Ed.) Diccionario Akal de Historia Medieval. (Madrid, Akal: 1998).
  • MITRE FERNÁNDEZ, E. Historia de la Edad Media en Occidente. (Madrid, Cátedra: 1992).
  • MORGAN, K.O. (Ed.) The Oxford History of England. (Oxford, Oxford University Press: 1988).
    http://www.enciclonet.com/articulo/carta-magna/#

miércoles, 5 de octubre de 2016

ORIGEN DE LA ORDEN DEL TEMPLE...CONCILIO DE TROYES


Año 1118. Los cruzados occidentales gobiernan Jerusalén bajo el mandato del Rey Balduino II. Es primavera y nueve caballeros, con Hugo de Payns a la cabeza, y a similitud de los ya existentes "Caballeros del Santo Sepulcro", fundan una nueva orden de caballería, con el beneplácito del rey de la ciudad. Han nacido los Templarios.
El primer Maestre (que no Gran Maestre), Hugo de Payns, nació en un noble caserío cercano a Troyes hacia el año 1080. Con una sólida educación cristiana y un habil manejo de las armas, sintió desde muy joven la misma vocación de monje que de soldado.
Probablemente se alistó en la Primera Cruzada antes de haber cumplido los veinte años, enrolado quizá entre las tropas del conde Hugo de Vermandois, hermano de Felipe I, Rey de Francia.Es durante dicha cruzada de desbordante fe, cuanto el joven Hugo se da cuenta de que es posible aunar sus dos vocaciones con la creación de una nueva orden religioso-militar, la primera de estas características, destinada al servicio en Tierra Santa. En medio de aquel ejército cristiano, no tardó en encontrar otros ocho compañeros que participaran de su ideal y concepción de la vida.



Es significativo señalar la donación por el Rey Balduino II de Jerusalén como sede para la nueva orden, y de ahí su denominación, de la mezquita blanca de al-Aqsa, del Monte del Templo. Creo necesario indicar que en la época, se identificaba dicha mezquita como el emplazamiento exacto del Templo de Salomón (hoy se sabe que era mucho mayor, y que la mezquita ocupa solamente el atrio de dicho templo), y por ello no es facilmente explicable como a una recién fundada "policía de caminos" tal era la función principal de los Templarios en sus comienzos, se le fuera donado semejante emplazamiento, donde cabían sobradamente varios millares de caballeros, teniendo en cuenta que solo eran nueve hombres.
Un hecho que también contiene una cierta dosis de misterio, es que estos primeros caballeros no admitieron a nadie más en la recién creada orden, durante los nueve primeros años de existencia. Algunas especulaciones relacionan esta decisión con una excavación secreta que llevaban a cabo en los sótanos del Templo, donde pudieron haber buscado el Arca de la Alianza, tarea de la cual solo unos pocos elegidos habrían tenido conocimiento.
Así pues, parece ser que durante los primeros nueve años, los Caballeros del Temple no hacen otra cosa que proteger a los peregrinos, sobre todo en el peligroso camino del puerto de Jaffa a las murallas de Jerusalén. Sin embargo, a pesar de su valor y abnegado servicio, no consta que participaran en las campañas de los reyes del nuevo reino cristiano desde el fin de la Primera Cruzada, lo que refuerza la hipótesis anteriormente citada y defendida por algunos historiadores, que les tendría ocupados durante largo tiempo. De todas formas, esto sería entrar en el terreno de la mera suposición.
Un siglo más tarde, el historiador Jacques de Vitry, describe de esta extraordinaria manera lo que fue el origen del Temple.



"Ciertos caballeros,consagrados al servicio de Dios , renunciaron al mundo y se consagraron a Cristo. Mediante votos solemnes pronunciados ante el Patriarca de Jerusalén, se comprometieron a defender a los peregrinos contra los grupos de bandoleros, a proteger los caminos y servir como caballería al soberano rey. Observaron la pobreza, la castidad y la obediencia según la regla de los canónigos regulares. Sus jefes eran dos hombres venerables, Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer. Al principio no había más que nueve que tomasen tan santa decisión, y durante nueve años sirvieron en hábitos seculares y se vistieron con las limosnas que les daban los fieles."
En 1127, el Maestre Hugo de Payns, una vez obtenida la aprobación de los Templarios por el Patriarca de Jerusalén, preparó un viaje a Roma con el fin de obtener una definitiva aprobación pontificia, y que de ese modo el Temple se convirtiera en Orden militar de pleno derecho. Balduino II, regente de Jerusalén, escribió al entonces Abad de Claraval, Bernardo, para que favoreciese al primer Maestre de la Orden ante la Iglesia.



San Bernardo de Claraval, uno de los iniciadores de la Orden monacal del Císter en Francia, era a sus veinticinco años una personalidad espiritualmente arrolladora, activísimo trabajador, que funda numerosos monasterios, escribe a reyes, papas, obispos y monjes, redacta tratados de teología, está siempre en oración y batallando a los enemigos de la fe romana. Tenía además, dos pariente próximos entre los nueve fundadores del Temple (Hugo de Payns y Andrés de Montbard, que era su tío), por lo que parece probable que tuviese ya noticias de la fundación de la nueva agrupación de monjes-soldados. Así pues, como esta nueva Orden colmaba su propia idea de sacralización de la milicia, recibió con todo entusiasmo la carta del rey Balduino y se convirtió en el principal valedor del Temple.
Por el momento, los Templarios habían recibido de los canónigos del Santo Sepulcro la misma Regla de San Agustín que ellos profesaban, pero el abad de Claraval deseaba algo más próximo y original para sus nuevos protegidos. Lo primero que hizo fue gestionar a favor de su pariente Hugo de Payns y los cuatro templarios que le acompañaban, una acogida positiva y cordial por parte del Papa Honorio II, a quien los fundadores del Temple estaban a punto de visitar en Roma. De acuerdo con la propuesta de Bernardo, en la primavera de 1228, se celebró un concilio extraordinario en Troyes, con nutrida asistencia de prelados franceses y de territorios próximos: dos arzobispos, diez obispos, siete abades, dos escolásticos e infinidad de otros personajes eclesiásticos, todo ello bajo la presidencia de un legado papal, el cardenal Mateo de Albano.
La decisión de San Bernardo fue la de adaptar al Temple la dura Regla del Cister, con arreglo a la cual la Orden militar organizó su vida monacal. Los Templarios, en cuanto monjes en sentido pleno, debían pronunciar los votos de pobreza, castidad y obediencia, más un cuarto voto de contribuir a la conquista y conservación de Tierra Santa, para lo cual, si fuera necesario, darían gustosos la vida.
El  abad Bernardo, que de una manera u otra estaba vinculado a la mayoría de los asistentes, expuso los principios y primeros servicios de la Orden, y luego supo responder con prontitud a todas las preguntas que le fueron formuladas. El Concilio de Troyes, tras varias semanas de interrogatorios y deliberaciones, aprobó a la Orden del Temple con entusiasmo, como una especie de institucionalización de la Cruzada. De esta manera quedó establecida "oficialmente" la Orden del Temple. El concilio pidió a los nobles y a los príncipes que ayudasen a la nueva fundación y encargó a Bernardo de Claraval que redactase para una Regla original para los Templarios.


El Concilio de Troyes fue un concilio de la Iglesia Católica, que se convocó en la ciudad francesa de Troyes el 13 de enero de 1128, con el principal objeto de reconocer oficialmente a la Orden del Temple.
En el otoño de 1127, Hugo de Payns pretendió que fuera reconocida la orden que había fundado, la cual atravesaba una crisis de crecimiento, deseando favorecer su extensión en el Occidente cristiano.
Partió para Roma con cinco compañeros (entre ellos Godofredo de Saint-Omer) a fin de solicitar del papa Honorio II un reconocimiento oficial.
Para que les resulte más fácil que el Papa convoque el concilio, El rey Balduino de Jerusalén envía un mensaje a Bernardo de Claraval, quien tenía una buena relación con el Santo Padre, solicitándole que favoreciera al primer Gran Maestre de la Orden ante la iglesia. Antes estas peticiones la del Rey Balduino por un lado, la de Bernardo de Claraval y la propia de Hugo de Payns, el Papa aceptó convocar un concilio en Troyes que debatiera el asunto.
En dicho concilio estuvieron presentes: el cardenal Mateo de Albano, que preside el concilio como legado del Papa; el arzobispo de Reims y el de Sens con sus obispos sufragáneos; diez obispos en total; Siete abades cistercienses de las abadías de Vézelay, Cîteaux, Clairvaux (que en este caso era San Bernardo de Claraval), Pontigny, Troisfontaines y Molesmes y hasta el propio Abad principal del Cister, Esteban Harding; y algunos personajes laicos entre los que destacan Teobaldo II de Champaña, conde de Campaña; André de Baudemont, el senescal de Champaña, el conde de Nevers y una gran cantidad de clérigos Cistercienses, los cuales impulsaron las ideas reformistas y sin su presencia, que fue altamente positiva, igual no se hubiera podido aprobar su Regla de vida.
 Hugo de Payns relató en este concilio los humildes comienzos de su obra, que en ese momento sólo contaba con nueve caballeros, y puso de manifiesto la urgente necesidad de crear una milicia capaz de proteger a los cruzados y, sobre todo, a los peregrinos a Tierra Santa, y solicitó que el concilio deliberara sobre la constitución que habría que dar a dicha Orden. Gracias a esta exposición y sobre todo a las muchas influencias con las que contaba Bernardo de Claraval, a pesar de que hubo muchas discusiones, el hecho de saber exponer con mucho acierto las ideas principales y los primeros actos realizados por los Caballeros Templarios, y también saber responder a todas las preguntas que le hicieron, hizo que al final después de varias semanas de deliberaciones, la Orden de los Caballeros Templarios fuera aprobada oficialmente, y nombrado su primer Gran Maestre de la Orden:Hugo de Payns. Asi mismo se solicito ayuda y colaboración para esta nueva Orden de todos los nobles y príncipes que estuvieron presentes en el concilio.




Se encargó a San Bernardo, abad de Claraval, y a un clérigo llamado Jean Michel la redacción de una regla durante la sesión, que fue leída y aprobada por los miembros del concilio.
La regla del Temple es, pues, una regla cisterciense, que contiene grandes analogías con la regla de Cîteaux; no podía ser de otra forma, ya que su inspirador había sido San Bernardo de Claraval. Los Caballeros Templarios, como monjes de pleno derecho, debieron pronunciar los votos de pobreza, castidad y de obediencia, añadiéndoseles un cuarto voto, por el cual se comprometían a la conquista y la conservación de Tierra Santa, llegando a dar la vida si fuese necesario.
También se les impuso el manto blanco como prenda oficial y más tarde el Papa Eugenio III les agregó una cruz de Malta, alrededor de 1147.
La Orden del Temple fue creada y dotada de la regla del «monje soldado»: sencillez, pobreza, castidad y oración. La Orden tuvo varios nombres: la “milicia de los Pobres Caballeros de Cristo”, los “Caballeros de la Ciudad Santa”, los “Caballeros del Templo de Salomón de Jerusalén”, la “Santa Milicia jerosolimitana del Templo de Salomón”. Con el tiempo el nombre más común fue el de “Templarios”.
https://lostemplariosysuepoca.wordpress.com/2012/10/19/1128-reconocimiento-de-la-orden-concilio-de-troyes/
http://platea.pntic.mec.es/~rmartini/origenes.htm

viernes, 30 de septiembre de 2016

CONVENCION FRANCESA....ETAPAS Y GUERRAS DE LA CONVENCION FRANCESA



Asamblea constituyente que fundó la I República Francesa y gobernó el país desde el 21 de septiembre de 1792 hasta el 26 de octubre de 1795.
La monarquía había sido derogada el 10 de agosto de 1792, por lo que la Constitución de 1791 perdía su funcionalidad. Por este motivo, la Asamblea Legislativa disolvió los Estados Generales y convocó elecciones para una Asamblea Constituyente de 749 miembros, la Convención nacional, encargada de elaborar una nueva Constitución. El 20 de septiembre de 1792, coincidiendo con la victoria en la batalla de Valmy, se llevó a cabo la primera reunión de la Convención, después de unas elecciones marcadas por la desconfianza y el desencanto.
La Asamblea quedó conformada por tres grupos principales:



Girondinos.- Su nombre deriva del origen de la mayoría de sus miembros, generalmente comerciantes bordeleses (de Burdeos, departamento francés de la Gironda). Representaban a la burguesía pudiente, partidarios de la propiedad y el librecambismo; asimismo, eran federalistas y enemigos de los excesos revolucionarios. Sus dirigentes principales eran Brissot, Roland y Verginiaud.



Montañeses.- Llamados así por estar situados en la parte alta de la Cámara, defendían a la pequeña burguesía y a las clases populares. Uno de sus apoyos más habituales fueron los sans-culottes, en parte por afinidad ideológica y de intereses, en parte por que así consiguieron la fuerza popular necesaria para deshacerse de los girondinos. 


La montaña estaba dirigida por, entre otros, Danton, Marat y Robespierre.



Llanura.- Grupo mayoritario (de ahí su nombre, pese a que sus enemigos les llamaban, con bastante desprecio, pantano). Debido a su mayoría, se convirtió en el pivote de la Cámara, pues dependiendo de su inclinación hacia uno u otro grupo, éste controlaría la política de Francia.
Según la preponderancia de uno de los tres grupos se distinguen tradicionalmente tres etapas en la historia de la Convención.





La etapa girondina: hasta el 2 de junio de 1793

Durante este período se produjo la ejecución del rey Luis XVI. Murió guillotinado el 21 de enero de 1793, después de ser juzgado durante el mes de diciembre por traición. Su culpabilidad había sido señalada por la Cámara de manera unánime, si bien sólo 361 de los 721 diputados, es decir, mayoría por uno, votó su inmediata ejecución. Esta decisión marcó profundamente el resto de sus vidas, puesto que la acusación de regicidas fue continuamente lanzada contra quienes habían participado activamente en la votación.

A nivel internacional, los primeros meses del gobierno girondino comenzaron de manera triunfal, pues los ejércitos revolucionarios, defendiendo la teoría de las fronteras naturales, la expansión del espíritu revolucionario y la libertad de los pueblos oprimidos, extendieron las ideas revolucionarias tras ocupar Niza, Saboya, la orilla izquierda del Rin y Bélgica. Ello provocó la formación de una coalición internacional que unió a todas las potencias europeas contra la Francia revolucionaria. Así, ya en la primavera de 1793, la situación había cambiado por completo: el ejercito francés fue vencido en Neerwinden, volviendo así las tropas contrarrevolucionarias a constituir un serio problema. El general francés Dumouriez se pasó al otro bando, por lo que la gironda fue acusada de connivencia con las fuerzas enemigas.
Por lo que respecta a la situación interna, los problemas no eran menores. Los precios seguían subiendo sin freno, provocando graves agitaciones sociales encabezadas, sobre todo, por el grupo de los sans-culottes, que exigía medidas contra la carestía. Con el apoyo de los montañeses, el 31 de mayo de 1793 las capas más desfavorecidas invadieron la Convención y ordenaron el arresto de los dirigentes girondinos, muchos de los cuales, incluido su más fiel representante, Condorcet, huyeron a las provincias.



La etapa montañesa: del 31 de mayo de 1793 al 27 de julio de 1794

La situación, tanto interior como exterior, requería medidas urgentes, al menos según la opinión del grupo dirigido por Robespierre. La primera medida tomada por la Montaña fue la de acelerar el proceso de creación de la nueva Constitución, que fue aprobada el 24 de junio de 1793. Esta Carta Magna fue la más democrática de todas cuantas conoció el liberalismo europeo a lo largo del siglo XIX: aprobaba el sufragio universal y directo para la elección de la Cámara legislativa, que era única y renovable anualmente; el poder ejecutivo quedaba establecido en 24 miembros, subordinados a la asamblea. De igual modo, se recogía el derecho de todo francés al trabajo, a la asistencia estatal y a la instrucción. El problema fue que nunca llegó a ser aplicada, pues durante todo el período se decretó el estado de emergencia, época que la historiografía ha denominado Reinado del terror y que se materializó con la creación del Comité de Salvación Pública. El principal cometido de este organismo era la funcionalidad militar, actuando como gabinete de guerra para proteger la República revolucionaria contra las fuerzas contrarrevolucionarias. En el interior, estas fuerzas reaccionarias alimentaron la revuelta iniciada en la Vendée en protesta contra los alistamientos, hecho que fue utilizado para poner al pueblo en contra de los montañeses. De igual modo, en ciudades como Lyon, Burdeos, Marsella o Artois, los contrarrevolucionarios, a los que se unieron los pertenecientes a la gironda que habían podido escapar de París, agitaron movimientos de tipo federalista.

Ante los ataques a los que estaba siendo sometida, la montaña creó comités que extendieron el Terror como instrumento de gobierno a todos los lugares. Se arrestó a todos los dirigentes enragès y el pensamiento revolucionario extremo, denominado hebertismo, se convirtió en el ideario de esta particular forma de gobierno. Esta situación se hizo cada vez mas insostenible, pues provocó la división interna entre los propios montañeses. La llanura, temiendo por sus propias vidas y para frenar el derramamiento de sangre, llevó a cabo un golpe de estado, el famoso Golpe del 9 de thermidor (27 de julio de 1794). Al día siguiente, Robespierre y los suyos fueron ejecutados bajo el instrumento que tanto habían utilizado: la guillotina.





El Terror Blanco: del 27 de julio de 1794 al 5 de octubre de 1795

Tras el golpe de estado, la situación pasó a ser controlada por los políticos burgueses, mucho menos radicales en sus planteamientos. Se puede hablar en este momento del triunfo de la burguesía conservadora: se suprimieron todas las leyes económicas y sociales aprobadas e implantadas en la anterior etapa, provocando una gravísima crisis económica y una inflación extrema. Por este motivo, se produjo un intento de golpe de estado protagonizado y dirigido por antiguos sobrevivientes montañeses, cuyo fracaso agudizó el denominado Terror Blanco.
En agosto de 1795 se votó una nueva constitución (la del año III) que creó un Directorio colegiado con la atribución del poder ejecutivo, formado por cinco miembros y dos cámaras: la Cámara de los Quinientos y la Cámara de los Ancianos, elegidas por sufragio censitario ligeramente menos restringido que en 1791. La Convención se disolvió en octubre del mismo año, después de la represión del levantamiento del 13 de vendimiario ( 5 de octubre). Con ello se abrió una nueva etapa en Francia: el Directorio.

Las guerras de la Convención (1793-1794) significaron el enfrentamiento entre la Francia surgida de la Revolución de 1789 y las potencias monárquicas europeas, amenazadas por el ejemplo de libertad socio política que, entre los grupos disidentes de los distintos países, representaba el éxito de los revolucionarios franceses. Los estados monárquicos (Inglaterra, Holanda, Rusia, Suecia, Prusia, Austria, Portugal y España) se unieron en una I Coalición para atajar el expansionismo que caracterizó la estrategia internacional del gobierno revolucionario de 1792.
El fracaso final de la Coalición y el triunfo de la draconiana política de defensa nacional francesa, tuvieron como consecuencia la consolidación de la República y el reconocimiento internacional del nuevo Estado francés, pero sirvieron asimismo para paralizar el avance en los logros revolucionarios en un sentido más democrático. De las guerras de la Convención, Francia saldría convertida en un Estado contemporáneo, dominado por una República burguesa que inició un proceso contrarrevolucionario de profundas consecuencias futuras.




A lo largo de 1791, la tensión política entre la monarquía y la Asamblea legislativa estuvo marcada por la amenaza de la guerra exterior. Los reyes, Luis XVI y María Antonieta, fingían prestarse de buen grado a la farsa de monarquía constitucional, mientras preparaban en secreto la intervención de Austria. Convencidos de que Francia no podría hacer frente a una guerra exterior, los monarcas confiaban en que pronto serían liberados por las potencias contrarrevolucionarias.

Entretanto, el 15 de marzo de 1792 subió al poder la facción jacobina de la Asamblea, cuyo hombre fuerte era el ministro de Asuntos Exteriores, Dumouriez, un militar intrigante y oportunista. La muerte del emperador Leopoldo de Austria precipitó los acontecimientos. Éste había dejado preparada la alianza ofensiva con Prusia y su hijo, Francisco II, se dispuso a emprender la guerra contra Francia. El 20 de abril, el gobierno francés se adelantó, declarando la guerra al rey de Bohemia y de Hungría, en un vano intento de mantener al margen al resto del Imperio y a Prusia. La contienda se abrió con la invasión francesa de Bélgica, en la que se puso de manifiesto la inoperancia de un ejército revolucionario indisciplinado y dividido en su lealtad al nuevo Estado francés.
En julio de 1792 la agitación patriótica creada por la guerra exterior alcanzó su cenit en París, donde las masas de voluntarios llegadas para celebrar el tercer aniversario de la toma de la Bastilla exigieron la deposición del rey, acusándole de traición por sus contactos con los austríacos. El enfrentamiento final se produjo el 10 de agosto, acelerado por el temor a la conspiración realista y por la indignación que causó el Manifiesto de Brunswick, jefe de las tropas prusianas y austríacas, que amenazó con convertir la toma de París en un mar de sangre si la familia real llegaba a sufrir algún daño. Una muchedumbre asaltó el palacio de la Tullerías, causando una matanza entre la guardia suiza, mientras la familia real pedía la protección de la Asamblea. Ésta, atenazada por la presión popular, recluyó a los reyes en el monasterio del Temple y se autodisolvió para crear un nuevo gobierno de Convención (idea inspirada por Maximilien Robespierre) que reformara la Constitución en un sentido plenamente democrático. Las elecciones para elegir este gobierno se celebraron por sufragio universal y con aproximadamente un 90% de abstenciones. La Convención, dominada en principio por el ala moderada de la burguesía revolucionaria, los llamados girondinos, inauguraría finalmente sus sesiones en 20 de septiembre de 1792. Así daba comienzo la I República francesa.



Después de un primer momento de desconcierto y derrota, los ejércitos franceses obtuvieron su primera gran victoria en Valmy el 20 de septiembre de 1792, el mismo día en que se abrió la Convención. Las tropas austríacas y prusianas eran todavía relativamente escasas y se enfrentaban a los efectivos superiores de un ejército en formación, en el que los soldados regulares comenzaban a “amalgamarse” con los entusiastas voluntarios, que, cantando el himno revolucionario (la Marsellesa), ponían en práctica una novedosa forma de ofensiva: el ataque frontal en formación profunda.El cañoneo de Valmy, que no pasó de ser una escaramuza de la artillería, significó sin embargo un rotundo triunfo estratégico y, ante todo, moral. Por primera, vez las tropas francesas se enfrentaron a las prusianas, haciéndolas retroceder y demostrando su capacidad de resistencia. Esto frenó el avance hacia París del ejército de Brunswick y obligó a los prusianos a abandonar Verdún, Longwy y Thionville. Los austríacos, aislados, levantaron el sitio de Lille y se replegaron. Los franceses supieron aprovechar con éxito este primer triunfo: se lanzaron a la ocupación de Ginebra, recuperando todo el territorio perdido y cruzaron el Rin, llegando hasta Frankfurt, mientras Dumouriez se adentraba en Bélgica tras conseguir una gran victoria en Jemappes (6 de noviembre de 1792).
Pocos días después caían bajo control francés Amberes, Lille y Bruselas. En el sur, el ejército francés obligó a los sardos, aliados de los austríacos, a evacuar Saboya, cuya incorporación a Francia se pidió de inmediato. También Niza fue conquistada por las tropas al mando de Anselme, quien impuso un gobierno provisional que pidió su adhesión a la “patria primitiva”. A pesar de que estos triunfos estaban lejos de ser decisivos, produjeron una duradera impresión en Europa. Valmy marcó, en efecto, el verdadero inicio de la guerra internacional.
Desde este momento, los girondinos que dominaban la Convención impondrían su concepción de la contienda: en primer lugar, una guerra de propaganda, que habría de dar paso a la conquista y ocupación de los territorios limítrofes a Francia, con el fin de conseguir las “fronteras naturales”, fijadas en los Alpes, los Pirineos y el Rin. Los grupos pro-revolucionarios de los países conquistados habían alentado la intervención francesa, confiando en que de ello se derivaría la liberación de sus pueblos bajo el signo de la revolución.
Por su parte, la Convención proclamó su propósito de auxiliar a todos aquellas naciones que desearan recuperar su libertad. Para ello, se ordenó a los jefes militares disolver los antiguos gobiernos de las zonas ocupadas y establecer administraciones provisionales bajo dependencia francesa. En algunos lugares, como Bélgica, el entusiasmo revolucionario era, sin embargo, escaso y la ocupación francesa se contemplaba como una mera estrategia de conquista. Este hecho produjo el inicio de desavenencias entre Dumouriez, el héroe de Bélgica, y la Convención. Mientras el general entraba en negociaciones para crear una república independiente, los comisarios de la Convención le exigieron que procediera sin más dilaciones a su incorporación a Francia.




Entretanto, dentro de la Convención se dejaban sentir las graves desavenencias que enfrentaban a los moderados girondinos y a los jacobinos radicales o montagnards, que contaban con el apoyo de los sans-culottes de París (masas de obreros radicales que exigían una profunda reforma política y social). Cuando los girondinos intentaron eliminar la influencia de los montagnards, se encontraron con la oposición de los diputados de la Llanura, que eran mayoría. El enjuiciamiento del rey vino a complicar la situación política. En octubre, se descubrieron los papeles secretos que demostraban las artimañas y traiciones de Luis XVI hacia la Revolución, lo que precipitó el proceso del rey. El juicio sumario, que se celebró entre el 11 de diciembre y el 7 de enero de 1793, concluyó con su condena por conspiración contra la nación. Luis XVI fue ejecutado el 21 de enero de 1793.La muerte del rey, la política claramente expansionista de la Convención girondina y la agitación revolucionaria creada en muchos países europeos tras este último acto desafiante, dieron a la crisis internacional una dimensión inesperada. Tras la ocupación de Bélgica, ingleses y holandeses se vieron en la necesidad de defender sus territorios frente a una eventual invasión francesa (pese a que Pitt, jefe del gobierno británico, había manifestado su intención de no intervenir en los asuntos de Francia). La política de anexiones preocupaba enormemente a los estados europeos. Entre el 1 y el 31 de marzo de 1793 se dictaron nada menos que quince decretos de anexión, que incluían a Bélgica, el principado de Salm, los territorios renanos convertidos en República de Rauracia y posteriormente en el departamento de Mont-Terrible, y las regiones del Palatinado y Zweibruecken. Pero, antes incluso de efectuarse esta anexiones, ya la República había declarado la guerra a Gran Bretaña (1 de febrero de 1793) por haber iniciado ésta conversaciones con los austríacos.
La ruptura entre Francia e Inglaterra condujo a la formación de la I Coalición: a Austria, Prusia, Cerdeña e Inglaterra se unieron España (18 de marzo), los principados italianos (excepto Génova y Venecia), los príncipes alemanes del Imperio (22 de marzo) y Portugal, al tiempo que Suecia y Rusia amenazaban con su intervención. Pero no sólo el peligro exterior amenazaba a la Revolución: mientras se reanudaba la guerra contra los aliados, comenzaron a despertarse insurrecciones de carácter realista en el interior de Francia. La amenaza de la guerra civil y exterior, unida a la profunda crisis económica que sufría el país y al malestar social causado por ésta, produjeron una progresiva polarización de las posturas políticas.
Los girondinos perdían rápidamente terreno frente a los radicales jacobinos. Para hacer frente a sus enemigos exteriores e interiores, la Convención decretó en febrero de 1793 la leva de 300.000 hombres. Sin embargo, los grandes efectivos puestos en marcha por la I Coalición hicieron retroceder al ejército francés, que cosechó derrota tras derrota. El laureado Dumouriez, vencido en Neerwinden el 14 de marzo, se apresuró a negociar el armisticio y trató de convencer a sus tropas para marchar sobre París. Abandonado por sus hombres, Dumouriez desertó para pasarse al bando austríaco.
La defección de Dumouriez significó un duro revés para el gobierno girondino, que se vio al pronto abandonado por uno de sus más prestigiosos valedores. Tuvo además el efecto de desorganizar momentáneamente la defensa nacional y de radicalizar aún en mayor grado la actitud de los jacobinos y de los patriotas sans-culottes. Presionados por éstos, durante las jornadas del 31 de mayo al 2 de junio, los montagnards prepararon el derrocamiento de los girondinos, la mayoría de los cuales fueron arrestados durante el asalto a la asamblea por parte de los sans-culottes.



Los montañeses trataron entonces de conjurar el peligro de insurrección generalizada en las provincias que, políticamente más conservadoras, temían la dictadura de los radicales parisinos. La Convención adoptó una serie de medidas sociales que contentaron a los sans-culottes y promulgó una nueva constitución, la del Año I, que establecía el sufragio universal masculino y que, sin embargo, fue aplazada indefinidamente mientras durara el estado de emergencia causado por la guerra.La Convención montañesa era asediada desde todos los frentes. Austríacos y prusianos, principales baluartes de la contrarrevolución, contaban ahora con el apoyo de los británicos (que, a su vez, pagaban a sardos y napolitanos) y de España. Las revueltas interiores que estallaron simultáneamente facilitaron los éxitos iniciales de la Coalición. El verano de 1793 fue dramático. Los aliados penetraron en territorio francés por el norte, abriéndose rápidamente camino hacia París. Los austríacos invadieron la Baja Alsacia, mientras los prusianos avanzaba sobre Maguncia; sardos y españoles atacaron Francia por el sur, al tiempo que, en el interior, los rebeldes realistas provenzales entregaban la plaza de Toulon a los ingleses y entraban en negociaciones para cederles también Marsella.
Pero la principal crisis se daba en el interior de Francia. Los desastres originados por la contienda y la desconfianza hacia el gobierno radical de París provocaron una implosión más peligrosa que la lucha contra las potencias extranjeras. El derrocamiento del gobierno girondino, de gran arraigo en las provincias, provocó insurrecciones en Normandía, Burdeos y en la mayor parte del sudeste, hasta que unos 60 departamentos a lo largo y ancho del país se hallaban levantados en armas contra el gobierno de París. En junio se sublevaron los departamentos del Oeste y de Bretaña, y, simultáneamente, los del sudoeste y los del sudeste. Burdeos, Toulouse, Lyon y Marsella escaparon al control de París, iniciando la persecución de los jacobinos.
Esta situación obligó a la Convención a adoptar una serie de medidas de emergencia con el fin de salvar la Revolución. Desde abril de 1793 el gobierno quedó centralizado en un Comité de Salvación Pública, que asumió poderes casi plenarios (excepto en materia de finanzas y policía). En agosto de 1793, este organismo sufrió una nueva reordenación, convirtiéndose en el Gran Comité, verdadero gobierno de emergencia.
Éste carecía casi por completo de apoyos, ya que, incluso en París, su autoridad era contestada por los grupos más radicales, los llamados enragés, enemigos del régimen constitucional, que creaban una perpetua agitación en las calles. Estos grupos de activistas actuaban mediante unidades de gobierno local, mantenían una policía política paralela y formaban “ejércitos revolucionarios”, bandas paramilitares que aumentaban la confusión. El programa del Comité de Salvación Pública (que contribuyó a elaborar uno de sus principales protagonistas, Robespierre) tenía dos objetivos prioritarios: atajar la anarquía interior y ganar la contienda exterior mediante una movilización nacional sin precedentes. Para ello la Convención otorgó grandes poderes a los doce miembros del Comité, de los cuales los más influyentes fueron Robespierre, Couthon, Saint-Just y el oficial del ejército Lazare Carnot, el “organizador de la victoria”.
Para atajar la contrarrevolución interna, el Comité puso en marcha lo que se conoce históricamente como el Reinado del Terror. Fue este un instrumento esencial dentro de la estrategia de defensa nacional trazada por los montagnards. Mediante la organización de tribunales revolucionarios y la actuación del Comité de Seguridad General, encargado de la policía, se emprendió la persecución de todo aquel sospechoso de conspirar contra la República. Se calcula que, desde fines del verano de 1793 hasta junio de 1794, esta política causó la muerte de unas 40.000 personas en toda Francia. Pero el Terror consiguió su objetivo fundamental: las insurrecciones federalistas fueron dominadas entre septiembre y diciembre de 1793, tras una feroz represión.
La más sangrienta de las sublevaciones regionales, en cambio, no había terminado. En marzo de1793 había estallado la insurrección en los departamentos de la Vendée, Maine-el-Loire y Loire-Inférieure, provocada por el reclutamiento forzoso y la agitación contrarrevolucionaria de los sacerdotes refractarios. Los rebeldes vendeanos (a los que se suele llamar erróneamente chouans) formaban un “ejército realista y católico” que protagonizó un amplio movimiento social que tuvo su apogeo entre los meses de marzo y junio de 1793. Las tropas republicanas mandadas por Kléber les derrotaron el 15 de agosto en Luzon y del 14 al 17 de octubre ante la villa de Cholet, ante cuyas puertas murieron la mayoría de los cabecillas de la rebelión. Pero la guerra continuó.
Después de Cholet, un ejército rebelde de unos 30.000 hombres, al que se habían unido las bandas de insurrectos bretones dirigidas por Jan Chouan y acompañado por una muchedumbre de mujeres y niños, cruzó el Loira con el fin de acercarse a la costa, donde esperaban recibir ayuda británica. Ésta no llegó y, desalentados, los vendeanos emprendieron el camino de regreso. Dio entonces comienzo una implacable persecución. Los rebeldes fueron rechazados en Angers, diezmados en Ancenis y derrotados definitivamente en Le Mans (12 de diciembre) y en la sangrienta batalla de Savenay (23 de diciembre). La rebelión de la Vendée fue sin duda el episodio más dramático de las guerras de la Convención.
La defensa frente a los enemigos exteriores se organizó mediante un esfuerzo de guerra sin precedentes. Mientras se desarrollaba la represión interior, la Convención organizaba un verdadero ejército nacional. Para controlar la actuación militar, el Comité de Salvación Pública mantenía una continua comunicación con los ejércitos dispersos por las fronteras o destacados en la provincias a través de los “representantes en misión”, miembros de la Convención dotados de poderes para resolver las situaciones de emergencia. A fines de agosto de 1793 se había ordenado una leva masiva. Por vez primera, el servicio militar se impuso a todos los hombres físicamente útiles. Toda la nación fue puesta al servicio de la guerra.
Se instituyeron controles económicos para rentabilizar al máximo el esfuerzo bélico, se concentró la producción en el avituallamiento de los ejércitos, se multiplicaron las fábricas de armamento y se puso en vigor una dura legislación sobre el acaparamiento y la circulación de bienes. Se buscó perfeccionar la tecnología militar y el Comité se encargó de proteger a los principales científicos franceses de la época: así, Lagrange o Lamarck colaboraron con el gobierno revolucionario. El telégrafo, perfeccionado por Chappe, y la aerostática, desarrollada por Conté, se utilizaron por primera vez con fines bélicos.





Entre julio y septiembre de 1793 los 300.000 soldados de la primera leva masiva se incorporaron al frente, mientras los reclutas de la leva de agosto proseguían su adiestramiento. La depuración del mando había llevado a una renovación casi completa de la oficialidad, a la que ascendieron rápidamente hombres jóvenes, ambiciosos e imbuidos de ideología revolucionaria. La creación de este ejército nacional se encuentra entre las causas principales de los éxitos franceses, que se sucederían desde el otoño de 1793. Pero hay que tener también en cuenta la desunión e ineficacia estratégica de los aliados, enzarzados en conflictos internos que les impidieron explotar sus victorias iniciales. Las tropas aliadas se hallaban inmovilizadas y fragmentadas por la guerra de asedio. El ejército republicano aprovechó esta situación para lanzar una gran ofensiva. En octubre, las tropas mandadas por Jourdan y Carnot conquistaron Mauberge. El 16 de ese mismo mes, Jourdan derrotaba a los austríacos en Wattignies. En el frente sur, los franceses reconquistaban Saboya y obligaban a replegarse hacia su frontera a los españoles. La invasión era rechazada en todos los frentes.En la primavera de 1794, el descomunal esfuerzo de guerra llevado a cabo por la Convención montañesa había dado sus frutos: las revueltas interiores habían sido reprimidas y se había atajado la invasión extranjera; pero, además, el esfuerzo bélico había dotado a la Francia republicana del mayor ejército nacional conocido hasta entonces, con cerca de un millón de combatientes. Mediante la táctica de la “amalgama”, los antiguos soldados regulares quedaron encuadrados con los voluntarios y los soldados de las levas masivas, en un ejército en el que se dio por primera vez en la historia militar la noción de masa. El Ejército del Año II estaba formado por hombres jóvenes y enardecidos por el adiestramiento ideológico y patriótico, cuyo entusiasmo contrastaba con la indiferencia de las tropas enemigas, a menudo formadas por mercenarios o por siervos obligados a combatir. En la lucha contra la Coalición, la Convención había conseguido superar su inicial desventaja numérica, poniendo en funcionamiento todos sus recursos nacionales.
El ejército republicano se lanzó a la ofensiva en todos los frentes. El 8 de mesidor (26 de junio de 1794) los franceses consiguieron una gran victoria sobre los austríacos en Fleurus. Unos 80.000 soldados republicanos se enfrentaron a unos 70.000 austro-holandeses, con un saldo de 5.000 muertos en cada bando. La victoria de Fleurus dejó nuevamente abierto el camino hacia la conquista de Bélgica. Unos días después, el general Pichegru tomaba Bruselas, Amberes y Lieja. Durante el invierno siguiente se consumó la conquista de los Países Bajos y de los territorios de la orilla izquierda del Rin, excepto Maguncia, donde se seguía combatiendo. También en el sur se sucedieron los éxitos franceses y las tropas republicanas penetraron en España ante la impotencia del gobierno de Madrid, instalándose en un frente que unía la región de Vitoria con la línea del Ebro.




La batalla de Fleurus fue un triunfo póstumo de la Convención montañesa. Mientras el ejército republicano se imponía a los enemigos exteriores, en París se fraguaba la alianza de los enemigos políticos de Robespierre. El 9 de termidor (27 de julio), éste fue proscrito junto a otros cabecillas jacobinos. El 28 de julio Robespierre y sus correligionarios eran guillotinados. Así se iniciaba una política de represión ( el “Terror blanco”) que se prolongaría durante todo el año III (1794-1795). La brusca supresión de las medidas de emergencia del gobierno jacobino disparó la crisis económica. Se desbocó la inflación, la hambruna proyectó su sombra sobre todo el país y la miseria volvió a despertar los motines populares. El más importante de éstos se produjo en París el primero de pradial (20 de mayo de 1795), al grito de “¡Pan y Constitución de 1793!”. La muchedumbre asaltó la Convención, que estuvo a punto de ser disuelta. Pero el gobierno dejó que los amotinados se entendieran con los diputados jacobinos, antes de proceder a aplastar el movimiento, el 22 de mayo, en la matanza del barrio de Saint-Antoine.En lo que a la guerra exterior se refiere, la vuelta de la burguesía moderada al poder significó el retorno del expansionismo bélico. A la batalla de Fleurus había seguido un avance acelerado de los ejércitos franceses en su campaña de conquista. El 1 de octubre de 1795 la Convención termidoriana decretó la anexión de Bélgica al estado francés. Mientras se llegaba a un acuerdo para proceder a la anexión de los territorios renanos, se decretó la instauración de una administración provisional en Aquisgrán, protegida por el ejército francés instalado en la línea del Rin.
Pero había llegado el momento de la paz. El ejército republicano comenzaba a acusar las consecuencias de la eliminación de la política de emergencia: el avituallamiento se redujo drásticamente. Por otra parte, la Coalición internacional se deshacía tanto por los envites del ejército francés como por su escasa solidez interna, a falta de un tratado general que regulara las relaciones entres sus miembros. Pesaba sobre ella la cuestión de Polonia, que venía enfrentando a Austria y Prusia desde el inicio de la guerra. En 1794 una insurrección nacionalista polaca dio el pretexto a Rusia y Austria para una nueva intervención, forzando un tercer reparto de aquel desgraciado país. Prusia, excluida de este acuerdo, se vio obligada a desplazar todo su potencial militar a la frontera oriental y a iniciar negociaciones de paz con la república francesa. Éstas se plasmaron en el tratado de Basilea de 5 de abril de 1795, por el que Prusia reconocía la legitimidad de la república revolucionaria, accedía a la neutralización militar del norte de Alemania y reconocía a Francia la frontera del Rin. Pero el rey de Prusia se negó a firmar una alianza contra Austria, ofreciéndose a cambio a actuar como mediador con los príncipes del Imperio.
El 16 de mayo firmaban también la paz, en La Haya, las Provincias Unidas, que cedían a Francia los territorios del Flandes holandés, Maastricht y Venloo, además de pagar una cuantiosa indemnización de cien millones de florines y de firmar una alianza ofensiva y defensiva. Poco después, el 22 de julio, se acordaba la paz con España, también en Basilea. Según este tratado, España cedía a Francia la parte española de la isla de Santo Domingo, a cambio de la evacuación inmediata de las tropas francesas de suelo español, y se comprometía a una futura alianza ofensiva con la república. Francia siguió en guerra con Austria, Inglaterra y los estados italianos a excepción de Toscana, con la que se había pactado la paz en febrero de 1795.
La I República francesa había vencido a sus enemigos exteriores, a costa de un esfuerzo titánico del que el país salió exangüe. El gobierno francés había intentado, mediante tratados de paz separados, aislar a Austria y obligarla a claudicar, lo que no consiguió. La guerra proseguiría intermitentemente, mientras en el interior de Francia la Convención termidoriana continuaba la supresión de las conquistas sociales alcanzadas durante el período jacobino. El gobierno del Directorio y la República burguesa (1795-1799) serían los encargados de poner fin a la Revolución de 1789 y de establecer un nuevo orden internacional en Europa.

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