Hispania, la provincia del Imperio más
tempranamente invadida, fue también aquella que ofreció una resistencia
más prolongada al invasor. Cuando la gran mayoría de la superficie
peninsular había aceptado la organización política y las formas de vida
romanas, aún surgieron en las montañas del norte brotes de independencia
que se manifestaron en una guerra abierta frente al poder de Roma. No
se trataba en este caso de protestas de los pueblos dominados ante unas
exacciones excesivas o injustas, sino de un deseo radical de
independencia semejante al que había animado a los pueblos celtíberos, y
que tras la caída de Numancia, un siglo atrás, parecía definitivamente
olvidado. Uno de estos pueblos, muy caracterizado, los cántabros,
fuertemente impregnados de cultura céltica, situados en la zona
montañosa y costera central del mar que lleva su nombre, presentaron
poco antes del cambio de Era una tenaz resistencia al dominio romano.
Pastores y cazadores, hasta entonces no habían visto sus costumbres
ancestrales alteradas por Roma. Las razones que dan los historiadores
romanos son las molestias que ocasionaban estos pueblos a las gentes
romanizadas de la Meseta. Octavio Augusto, cuyo programa político
preveía un imperio pacífico y próspero, se vio obligado a intervenir
para zanjar cualquier conato de insumisión a la autoridad de sus tropas,
por lo que se trasladó a Hispania y estableció su cuartel general en
Tarragona. A los cántabros se unió un buen número de pueblos norteños
que compartían sus formas de vida, obligando al emperador a tomar
personalmente el mando de la campaña a comienzos del año 26 a.C.
Los
historiadores romanos han narrado los episodios de esta guerra, en la
que los cántabros dieron pruebas de las virtudes y defectos de los
pueblos ibéricos, así como de sus características formas de resistencia
ante el invasor: hábil explotación del conocimiento del terreno,
agilidad y eficacia en la guerra de guerrillas y tenaz resistencia en
sus castros fortificados. La superioridad militar de Roma se impuso una
vez más, no sin ocasionar a Augusto un serio quebranto físico y moral:
enfermo de unas fiebres, uno de los siervos que portaban su litera
fue fulminado por un rayo, por lo que se retiró a Tarragona desazonado
por este augurio. En el invierno del 26 al 25 la guerra estaba
virtualmente terminada. Los montañeses fueron dispersados por las
tierras llanas, llevados lejos o exportados como esclavos a tierras
distantes. Augusto volvió a Roma y cerró de nuevo el templo de Jano,
dando la guerra por finalizada aunque se negó a celebrar un triunfo. La
guerra de guerrillas, no obstante, se prolongó durante varios años y
tuvo una llamarada súbita en el 19 a.C.: una nueva rebelión fue
severamente reprimida, tras la cual volvieron a sucederse las hecatombes
en masa, los sacrificios colectivos y los rasgos de heroísmo
enloquecido de gestas anteriores.
Las guerras civiles de Roma trasladadas a la Península contribuyeron inevitablemente a la agudización del sentimiento de pertenencia a una comunidad de intereses más amplia que la que imponían antaño las respectivas ciudades. Lentamente, la labor de romanización se iba imponiendo, al principio sobre unas necesidades de carácter militar, trazando una infraestructura básica sobre la que había de apoyarse luego la sociedad civil. Las necesidades de la conquista llevaron al trazado de calzadas y al establecimiento de campamentos importantes en las zonas potencialmente levantiscas; muchos de los campamentos para las legiones que habían de garantizar el orden o las colonias para sus veteranos se convirtieron más tarde en ciudades importantes, que habrían de servir de modelo para los castros de la zona. Con los veteranos de la guerra cántabra se fundó, en el corazón de Lusitania, Emerita Augusta, junto al Guadiana, la más importante ciudad romana de Hispania y una de las más sobresalientes del Imperio.
Las guerras civiles de Roma trasladadas a la Península contribuyeron inevitablemente a la agudización del sentimiento de pertenencia a una comunidad de intereses más amplia que la que imponían antaño las respectivas ciudades. Lentamente, la labor de romanización se iba imponiendo, al principio sobre unas necesidades de carácter militar, trazando una infraestructura básica sobre la que había de apoyarse luego la sociedad civil. Las necesidades de la conquista llevaron al trazado de calzadas y al establecimiento de campamentos importantes en las zonas potencialmente levantiscas; muchos de los campamentos para las legiones que habían de garantizar el orden o las colonias para sus veteranos se convirtieron más tarde en ciudades importantes, que habrían de servir de modelo para los castros de la zona. Con los veteranos de la guerra cántabra se fundó, en el corazón de Lusitania, Emerita Augusta, junto al Guadiana, la más importante ciudad romana de Hispania y una de las más sobresalientes del Imperio.
Dominada
por completo la Península, ésta pasó a ser una parte más del Imperio
romano. A una historia basada en la descripción de dramáticos sucesos y
hechos bélicos le sucede una época de callada historia, en la que los
pueblos hispanos aceptan y asimilan la superioridad de la cultura
romana. La organización de su aparato administrativo, fuertemente
impregnado de orden militar, así como el activo y próspero comercio
facilitado por dicho orden y la progresiva incorporación política de las
gentes peninsulares a la órbita de Roma actuaron decisivamente en la
profunda transformación de las gentes y las tierras hispanas. A fines
del siglo I de nuestra Era se habían remodelado o construido con
urbanismo romano la mayor parte de las ciudades de la Península. En
ellas, las clases dirigentes primero y luego la mayoría del pueblo
habían adoptado el latín, y sólo en sitios muy apartados se conservaban
palabras y modismos de las lenguas célticas; en la mayor parte de la
Península se vestía, se pensaba y se vivía a la romana. Como
consecuencia de la activa incorporación de estas tierras a la órbita de
Roma, en el siglo I se produjo un fenómeno no estudiado suficientemente:
la incorporación de la Península como pieza clave al modelo productivo
de Roma y el aprecio que cobró en ella todo lo hispano. Sucedió también
durante esta época una progresiva equiparación entre vencedores y
vencidos: la aristocracia senatorial republicana, que había explotado
brutalmente los pueblos conquistados en su propio beneficio, dejó paso
al imperator, un monarca divinizado al estilo helenístico y con
plenos poderes que regía los destinos de su imperio y consideraba cada
vez más como iguales a los nacidos en las provincias. La diferenciación
fue lógicamente jurídica, pero las leyes continuaron cambiando y
concediendo los privilegios de la ciudadanía romana a un número cada vez
mayor de gentes. Las provincias hispanas, las Galias y África servían
de contrapeso al inmenso poder e influencia de las provincias
orientales; derrotado una vez el mundo helenístico de Oriente en las
personas de Marco Antonio y Cleopatra, Augusto y sus sucesores buscaron
en el peso de occidente el equilibrio que permitiese centrar el fiel de
la balanza en Roma.
El primer paso importante de la romanización
consistió en la división administrativa y militar de la península según
las normas de Roma. Tras la división del territorio en el 197 a.C. en
las dos provincias, Citerior y Ulterior, siguió una nueva reforma
administrativa en el año 27 a.C., por la que Augusto fraccionó la
Ulterior en otras dos: Bética y Lusitania. Quedaba el Senado al cargo de
la administración y explotación de recursos de la tranquila y bien
romanizada Bética, mientras la Lusitania, almenada aún de tribus
hostiles como las que provocaban por entonces las guerras cántabras,
quedaba bajo la tutela del emperador. En el año 216 Antonino Caracalla disgregó de la Tarraconense una nueva provincia, la Gallaecia asturica. Diocleciano buscó asociar al gobierno de la Bética las tierras norteafricanas creando una nueva provincia, la Mauritania Tingitana, cuya identificación con el gobierno bético se deseaba absoluta. Constantino disgregó, a su vez, la Cartaginense de la Tarraconense, documentándose poco más tarde en la Notitia Dignitatum la existencia de una provincia baleárica.
Un
segundo paso estuvo representado por la progresiva unificación de las
normas del derecho. Originalmente, las leyes de los pueblos hispanos no
fueron abolidas; los legati Augusti, una especie de
gobernadores establecidos por el emperador para regir las provincias de
adscripción imperial, se asesoraban de un consejo integrado por romanos e
hispanos, en las audiencias conocidas como Conventos jurídicos.
Con el tiempo, la parcelación y fragmentación del panorama legislativo
en la Península hacía extraordinariamente difícil la administración de
justicia, por lo que la tendencia fue a imponer paulatinamente el
complejo y estructurado Derecho Romano, un instrumento sólido y eficaz
que en las postrimerías del Imperio era aceptado prácticamente en todos
sus confines. La unificación del régimen municipal venía complicada por
la diversidad de estatutos que se habían otorgado como consecuencia de
la acción de conquista: había ciudades inmunes, exentas de impuestos y
tributos, así como ciudades foederatae cuya rendición había sido
pactada teniendo en cuenta en cada caso circunstancias particulares.
Asimismo, también existía la calidad de ciudades estipendiariae,
sometidas al pago de fuertes impuestos como pago de su insumisión
durante la guerra. Algunas otras gozaban del Derecho Latino y otras
habían logrado se les concediese el Derecho romano, en un complejo
sistema que fue ya unificado por César con su Lex Iulia Municipalis,
a la que las ciudades adaptaron sus respectivas particularidades. El
sistema cesariano de justicia coincidía en gran parte con el derecho
preexistente en Hispania y adquirió, por tanto, un poderoso arraigo: no
circunscribía la ciudad al interior de su recinto amurallado, sino que
consideraba como una misma unidad la civitas y su territorio
circundante, incluyendo las aldeas y los edificios existentes en ellas.
La ciudadanía latina era el primer requisito para formar parte de las
curias municipales; reunidos en comicios, quienes disfrutaban de tales
prerrogativas elegían a los magistrados: duunviros -una especie
de alcaldes coelegidos -, ediles y cuestores, encargados de la gestión
económico-administrativa. Hacia finales del Imperio, una serie de
cambios ocurridos en la mentalidad y en las costumbres llevó a una
creciente despreocupación por el desempeño de cargos públicos, que por
una parte habían dejado de tener el prestigio de épocas pasadas y por
otra conllevaban unas onerosas cargas para el peculio particular de los
elegidos, de modo que el sistema de elecciones fue progresivamente
sustituido por un régimen autoritario.
Un tercer paso, importante
en el proceso de romanización, fue el de la unificación religiosa. Los
romanos supieron conciliar hábilmente la existencia de cultos privados y
de un culto público. Ello les permitió no crear más roces que los
derivados de la acción militar de la conquista, ya que los invasores no
se opusieron a la existencia de cualesquier dioses cuyo culto
preexistiese en los territorios invadidos. Parecían entender que la
superioridad militar y cultural romana habría de atraer a sus cultos a
los pueblos conquistados, como de hecho ocurrió. Las religiones
prerromanas, enormemente fragmentadas en multitud de cultos, fueron
asimilándose con el tiempo a los distintos dioses del panteón
grecorromano, quedando las antiguas divinidades englobadas en deidades
helénicas de características semejantes o siendo olvidadas con el
tiempo. Desde el poder imperial se promocionó el culto a la figura del
emperador, que pese a actuar como un poderoso elemento de cohesión
social, nunca pudo concitar el entusiasmo en la esfera de los íntimos
sentimientos de las gentes. No obstante, en torno a una religión de
estado se construyeron templos, se organizaron colegios sacerdotales, se
vertebró la vida religiosa colectiva, los sacrificios ofrecidos a los
distintos dioses y las fiestas del calendario. La reforma religiosa
impulsada por Augusto permitió cohesionar las principales fuerzas del
ejército, la administración y el estado, aunque nunca consiguió
satisfacer los anhelos individuales en la búsqueda del elemento divino.
Hacia mediados del Imperio esta carencia se empezaba a sentir con enorme
fuerza, por lo que proliferaron los estados de ánimo que buscaban en la
religión un sentido próximo al de la etimología de la palabra: un modo
de religarse a lo divino. Con objeto de satisfacer estas expectativas,
en la época de los Antoninos se produjo una nueva remodelación religiosa
que buscó conciliar el apoyo a las estructuras del estado con la
satisfacción de los anhelos de salvación individual: nació así el mitraísmo,
una remodelación teológica de la religión grecorromana que contiene en
germen muchos de los rasgos de la religión cristiana. Junto al mitraísmo
cobraron, hacia mediados del Imperio, una presencia creciente otras
religiones de carácter oriental, como las de Isis, Serapis, Magna Mater,
etc.
Un cuarto elemento de romanización que actuó decisivamente
desde los comienzos de la conquista fue el sistema de vías y
comunicaciones que los romanos construyeron en los territorios
conquistados. Hispania, que era casi un continente ignoto para los
geógrafos e historiadores que acompañaban a los invasores en los
primeros pasos de la conquista, pasó a convertirse en un lugar
civilizado en un relativamente corto período de tiempo, y ello se debió
sin duda a la previsión de los romanos, que no dudaron en consolidar su
presencia en la Península mediante una red de caminos perfectamente
vertebrada para servir a los fines de la conquista y explotación del
territorio. Su conocimiento ha sido posible gracias a una serie de
documentos diversos, como los vasos apolinares, unos recipientes
de plata de carácter votivo con las estaciones recorridas a lo largo de
la costa mediterránea hasta el santuario gaditano de Hércules, o los
itinerarios, primitivos mapas de carreteras con las ciudades y las
mansiones intermedias, con las distancias en millas entre ellas, que
fueron recopiados varias veces y nos han llegado a través de manuscritos
medievales. Las calzadas romanas son un prodigio de ingeniería, cuyas
sutilezas y soluciones aún hoy no dejan de sorprendernos: su solidez
constructiva, de la que da pruebas el hecho de que muchos tramos se
conserven todavía en perfecto estado, no es con todo su rasgo más
sobresaliente, sino el modo inteligente en que se llevaron a cabo los
trazados, siempre buscando la comunicación más directa, así como la
flexibilidad de las soluciones, adaptando la vía a las circunstancias
concretas de cada caso y utilizando los materiales de cada zona. La
Península se vio beneficiada así por un sistema de vías que conectaba
primero los pasos pirenaicos con el Atlántico a lo largo de la costa,
para extenderse luego por los valles de los principales ríos: a lo largo
del Ebro, y desde allí al del Tajo, buscando la Lusitania, y al del
Duero, dando salida alternativa a las explotaciones mineras del
noroeste; y una gran arteria occidental, la llamada Vía de la Plata,
comunicando Galicia con Mérida y el sur peninsular.
Otro de los elementos fundamentales de la romanización fue la
construcción de enormes edificios públicos, hitos que iban dejando
constancia a lo largo de los territorios conquistados de la fuerza de la
cultura y de la voluntad de poder romanos. Cualquier indígena de los
alrededores que se acercase a ver las enormes obras públicas realizadas
en las ciudades quedaría inmediatamente convencido de la superioridad de
Roma: las canalizaciones de traída de aguas, los acueductos, los
puentes, las obras de saneamiento, los faros, las murallas, las
basílicas, las termas, las fontanas, los templos, los teatros, los
anfiteatros, los circos y un amplio etcétera.
En Hispania se han conservado algunos de los más
sobresalientes monumentos legados por Roma a la historia universal: por
destacar algunos, recordemos el acueducto mejor conservado del mundo
romano, el de Segovia, (acaso por casualidades del destino, ya que la
ciudad a la que abastecía no era sino una más, y no de las mayores,
ciudades del Imperio).
Puentes como los de Alcántara en Cáceres, Mérida y Salamanca;
faros como la Torre de Hércules, de la Coruña; murallas como las de
Tarragona, Zaragoza, Barcelona o Lugo; teatros como los de Mérida o
Segóbriga, anfiteatros como los de Mérida o Itálica, templos como los de
Mérida, Tarragona o Elvas, arcos triunfales como los de Tarragona o
Medinaceli.
- Torre de Hércules de La Coruña.
- http://www.enciclonet.com/articulo/espanna-historia-de-218-a-c-415-d-c/
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