jueves, 23 de julio de 2015

LA HISPANIA ROMANA....LITERATURA Y HOMBRES DE LETRAS DEL IMPERIO





Entre los literatos y hombres de letras del Imperio hay una serie de ellos nacidos en Hispania, en cuyas obras hay unas veces reflejos de la geografía y las costumbres hispanas del momento, y en otras se han querido ver rasgos de una característica sensibilidad hispana.
El más antiguo es Lucio Anneo Séneca, oriundo de Córdoba e hijo de un famoso retórico. Nacido el año 4 de nuestra era, fue senador en tiempo de Calígula, desterrado luego por Claudio y recuperado más tarde por Nerón como maestro y valido suyo durante seis años. Después fue condenado a muerte por aquél. Séneca es el creador de la tragedia romana, hacia la que desde su filosofía estoica estaba especialmente inclinado: sus obras contienen reflexiones sobre la brevedad de la vida, el tiempo, la eternidad, con una preocupación por los problemas éticos característica de los filósofos helenísticos.

                                               
Séneca.
Sigue cronológicamente a Séneca otro literato muy distinto a él: Marco Valerio Marcial, nacido en Bilbilis hacia el año 40. Inclinado hacia la sátira, critica las debilidades humanas en pequeños poemas que hicieron las delicias de la corte de Domiciano.
Muy distinto en sensibilidad y temperamento fue el cordobés Marco Anneo Lucano, pariente lejano de Séneca y que, como aquél, sirvió en la corte neroniana, fue amigo de Nerón y fue ejecutado por orden del emperador. Sólo conocemos una obra suya, titulada De bello civilis, que narra la lucha entre César y Pompeyo conjuntando la belleza del verso con la exactitud histórica.
Al mediar el siglo IV la Península se hallaba totalmente romanizada, precisamente cuando los elementos de descomposición del fuste político y económico del Imperio comenzaban a fermentar. Las reformas administrativas de Diocleciano y su desarrollo en época constantiniana contienen en ciernes todos los elementos de la sociedad medieval. Algunas de las ciudades de la Península (Mérida, Itálica, Caesaraugusta, Tarragona) se alinean con las más importantes del Imperio; se decía que Mérida, sin duda la más sobresaliente de todas ellas, era la novena ciudad del Imperio, siendo precedida por otras tales como Roma, Constantinopla, Alejandría o Antioquía. Aún hoy, la antigua capital de Lusitania es una magnífica acumulación de moles constructivas romanas, entre las que destacan las murallas, el teatro, el anfiteatro, los foros, los templos, los puentes, los acueductos y el pantano de Proserpina. Y junto a este acervo monumental, destacan la enorme cantidad de inscripciones, públicas y privadas, que conservan la memoria de la ciudad y la rica estatuaria con que las autoridades regalaron a la extrema colonia de occidente, así como los retratos con que sus notables se inmortalizaron, los bellos mosaicos con que decoraron sus mansiones, sus termas y sus edificios públicos.

Mosaico romano de Mérida. Badajoz.
Mientras Mérida fue la capital de una región en el más amplio sentido, sede administrativa a la par que centro económico de una región, Tarraco fue esencialmente un centro de la administración romana, destino de buen número de militares y burócratas de Roma en camino hacia otros destinos, y ello se manifiesta sin duda en su perfil más severo, más oficial: destacan sus murallas y su gigantesco pretorio. Un perfil vital más recreativo y más placentero debió ofrecer Itálica, donde se han hallado importantísimas y refinadas obras de arte, estatuas, mosaicos y joyas. La explotación del campo debió dar lugar a cambios importantes a lo largo de los siglos de dominación romana: en los primeros tiempos tras la conquista tienen lugar las centuriaciones, repartos de tierras entre los veteranos del ejército convertidos en colonos; luego, los recursos del agro tienden a explotarse en unidades agrícolas de cierta extensión, y hacia fines del Imperio las villas o unidades de explotación agrícola se transforman sustancialmente. Durante los primeros siglos del Imperio, las villas son explotaciones rurales de perfil austero, como corresponde a su papel de alquerías o edificios dedicados a la explotación de recursos agropecuarios. Hacia el siglo IV la mayor parte de estas granjas sufrió cambios sustanciales: muchas de las villas hispanas experimentaron grandes remodelaciones o se reconstruyeron de nueva planta, se adornaron con mosaicos, se embellecieron con jardines y estatuas, con rico y sofisticado mobiliario. En origen, estas casas de gentes adineradas se convirtieron en los centros naturales de reunión de los aldeanos y gentes de los alrededores, en los días de fiesta.

Mosaico romano. Sevilla.
La contribución de Hispania a las necesidades de Roma fue grande: tanto en las primeras fases de la conquista, cuando proveía abundantes medios para sus actividades bélicas, en forma de recursos minerales, mercenarios, esclavos o caballos, como en los años después de implantada la pax romana, en que la Península, transformada en una pieza clave del engranaje económico de Roma, tuvo una extraordinaria relevancia durante los siglos I y II del Imperio, proporcionando a la urbe una ingente cantidad de trigo, aceite y vino, la vigésima parte de las cosechas que producía. Llegadas las ánforas con estos productos, se distribuían entre la plebe de la urbe, y luego eran arrojadas en un punto junto al Tíber, que al acumularse con los años fueron formando el montículo conocido como el monte Testaccio.
La clase aristocrática que se había desarrollado en Hispania a partir de la gente de las colonias había amasado durante los primeros siglos del Imperio unas considerables fortunas, y muchas de ellas podían compararse con las de la clase senatorial de la misma Roma. No es por ello extraño que una provincia como la Bética comenzase a tener un peso específico grande en el conjunto de tierras conquistadas y que estuviese destinada a desempeñar un papel importante dentro de los designios del Imperio. Ya durante el siglo I algunos hispanos habían desempeñado cargos importantes en el ejército y la administración imperiales, pero es a inicios del siglo segundo cuando se asiste al mayor brillo de las provincias hispanas, al recaer en hombres nacidos en su suelo el honor de regir sus destinos desde la más alta magistratura del Imperio. El principio de sucesión en el trono imperial se había intentado asociar desde su creación a un sistema de herencia familiar, al modo de las dinastías helenísticas orientales; no obstante, ya a mediados del siglo I, este sistema se había visto envilecido por la presencia de intrigas de corte como las que llevaron al poder a Nerón, que lo consiguió en el año 68, conocido como el año de los cuatro emperadores por ser el número de ellos que llegaron a ocupar efímeramente el poder. El acceso de los hispanos al poder se produjo en unas circunstancias distintas, y revestido de una gran dignidad; acaso precisamente por verse accedidos al mismo a causa de una reacción de los sectores militares ante el corrupto régimen de Domiciano. Éste había elevado al trono al anciano Nerva, un general cuya principal actuación al frente del Imperio fue la de proporcionarle un digno sucesor, cosa que hizo al adoptar a Marco Ulpio Trajano, nacido en la Bética de familia hispana. Militar de raza, Trajano recibió el Imperio en su madurez y su obsesión era la de hacer valer las virtudes de los tiempos heroicos, mantenidas un tanto artificialmente gracias a la prolongación intermitente de las campañas guerreras y de conquista. Prácticamente desde Augusto, Roma intentaba hacer realidad el ideal de que un nuevo orden se había establecido en el mundo bajo su égida: era la Nueva Era de paz y prosperidad tanto tiempo esperada, cuya llegada habían pronosticado los filósofos y cantado los poetas. En este mundo reinaría la equidad y la justicia bajo la mano firme y el imperio de razón de Roma.

                                    
Emperador Trajano. Museo Arqueológico de Cádiz.
No obstante, las guerras de conquista se habían prolongado más de lo previsto y este panorama de paz habría todavía de demorarse un poco. Trajano era uno de esos hombres que creía que un Imperio grande y poderoso sólo podría sobrevivir avalado por la fuerza de las armas, por lo que dedicó sus esfuerzos a ensanchar y consolidar los límites del Imperio, convencido de poder rechazar hacia el exterior a cuantas potenciales amenazas pudiesen presentarse. Volvió a afirmar la disciplina de los ejércitos, tratando de recuperar las míticas virtudes de la época republicana, alejándolos de las debilitantes costumbres de Oriente: al derrotar a los germanos celebró su triunfo a pie, como a pie permaneció al ser elegido cónsul mientras su antecesor permanecía sentado. Cuidadoso con las instituciones que Augusto había diseñado, reforzó y dio nuevas funciones al Senado, mostrando un estilo de gobernar basado en la austeridad y en la justicia, al tiempo que sus dotes personales y su capacidad de trabajo hacían de él un magnífico administrador de la cosa pública. Pasó la mayor parte de su reinado conquistando las fronteras donde se preveían potenciales amenazas para la seguridad y la estabilidad del Imperio: primero Germania y luego las regiones danubianas, que los relieves de la columna Trajana conmemoran; mientras dominaba y extendía los confines de Roma hacia las tierras de la actual Rumanía, sus eficaces generales hacían valer en otras fronteras el poder incontestable del Imperio: en Arabia y en la Iberia de Asia, mientras él en persona llevaba la guerra a esa región que habría de mantener en pie de guerra en constante desafío al Imperio, el mundo persa, Armenia y Mesopotamia. Tras dominar Babilonia regresó victorioso pero exhausto, por lo que falleció camino de Roma en el año 117. El principio de la adopción permitió incorporar al gobierno del Imperio como heredero de la máxima magistratura al príncipe que el emperador considerase digno de sucederle.
Esta norma, fundamental en el éxito del sistema sucesorio en el Imperio, llevó al Imperio a otro hispano, Publio Elio Adriano, lejanamente emparentado con Trajano y también nacido en Itálica. Buen soldado, forjado en las guerras de Siria, se reveló desde los inicios de su mandato como un hombre de sensibilidad y visión política muy alejadas de las de su antecesor. Adriano entendió que el Imperio había llegado a los confines del mundo conocido y que ninguno de sus enemigos había podido presentarle batalla duradera, considerando que había llegado el momento de desarrollar en la paz los ideales de esa nueva Edad de Oro que se sentía próxima y que correspondía a su reinado hacer realidad. Amante de la cultura griega, dedicó su reinado a recorrer sus amplios territorios con un sentido universalista de su raza: viajó por Germania, Britania, las Galias, Hispania, África, Grecia, Asia Menor, Egipto y Oriente. Su política ayudó a reforzar las fronteras y a consolidar el sentido de pertenencia de los distintos pueblos que vivían bajo la égida de Roma: a diferencia de Trajano, que emulaba a Augusto tanto en su política austera como en su enaltecimiento de Roma mediante el fortalecimiento de Occidente, Adriano era un sofisticado intelectual que amaba y comprendía a Oriente, que condescendía con los refinamientos de sus antiguas culturas y que no veía amenaza alguna para el Imperio en las relajadas costumbres orientales.

                                 
Busto del emperador Adriano. Palacio Real de Madrid.
 http://www.enciclonet.com/articulo/espanna-historia-de-218-a-c-415-d-c/

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