Catón en Hispania: la conquista del interior
Al patrón de dominio militar pronto se impuso la necesidad de
superponerle un modelo de explotación económica. Las guerras contra los
bárquidas habían ocasionado costosísimos gastos, pero la Península se
mostraba capaz de ofrecer los recursos necesarios para resarcir las
exhaustas arcas de Roma. Se ha sugerido que la rápida difusión del
sistema monetario hispano romano pueda ser debida a la necesidad romana
de recaudar exacciones y tributos para pagar a las tropas en una moneda
semejante a la suya. Las ricas ciudades agrícolas y mineras del litoral
fueron las primeras en ser esquilmadas: las cantidades recaudadas y
entregadas por los procónsules al erario de Roma fueron enormes.
La mayor parte de las ciudades hispanas había conservado un cierto grado de autonomía, pero estaban obligadas a pagar un tributo o estipendio fijo. Las ciudades voluntariamente asociadas a Roma no siempre se libraban de pagar tributos; de hecho, los términos de los pactos por los que una ciudad había aceptado el dominio de Roma frecuentemente no se cumplían. No obstante, en estos casos las ciudades enviaban embajadas a la urbe con objeto de renegociar los términos del convenio. Gádir, la ciudad tradicionalmente propúnica, encabezó una de estas protestas para tratar de evitar que Roma le obligase a pagar impuestos.
La negociación no dio los frutos queridos y el levantamiento no se hizo esperar, extendiéndose rápidamente por la parte más pacífica y civilizada de la Península: la costa oriental andaluza, región fuertemente impregnada de cultura púnica, donde dos caudillos indígenas, Colcos y Luscinio, encabezaron la rebelión. A la sazón, Roma precisaba urgentemente medios para atender a los ejércitos, pues se hallaba atendiendo a un triple frente: los galos, Macedonia y Siria, de modo que no se hallaba en condiciones de enviar tropas a Hispania. El pretor Tudelano fue derrotado y muerto; un nuevo pretor, enviado para sustituirle, obtuvo alguna victoria, pero no lo suficientemente grande como para apagar la sublevación, que se extendía más y más.
Roma envió entonces a Marco Parcio Catón como cónsul; este hecho significaba que España era ya considerado por Roma como provincia consular, al igual que la Península Itálica. La gestión de Marco Parcio Catón en Hispania fue muy eficaz desde el punto de vista militar, que reportó pingües beneficios a Roma. Contaba con dos legiones, 15.000 aliados latinos y una flota de 24 navíos con la que desembarcó en Ampurias. Su presencia era bien necesaria a los intereses de Roma, pues el conflicto ya se había extendido entre los pueblos iberos de la costa catalana, a los que apaciguó en sucesivas y victoriosas campañas. Catón aprovechó asimismo para adentrarse con su ejército en lo que sin duda fue una acción de avanzada hacia las tierras del interior. Llegó así a Segontia, a la que puso sitio sin poder tomarla, para dirigirse luego a Numancia, llegando a correr gravísimos peligros de los que logró salir pagando una fuerte suma a las tropas celtíberas.
Junto a esta labor de descubierta militar, Catón llevó a cabo una hábil actividad política que le permitió negociar con la mayor parte de las ciudades del sur la demolición de sus murallas. Los sucesores de Catón continuaron la labor de internamiento entre los pueblos carpetanos y oretanos de la Meseta; uno de ellos, Fulvio Nobilior, llegó al Tajo y conquistó Toledo. Durante estos años, la resistencia de la zona interior se halla en plena efervescencia y fue decisiva la intervención de un hombre enérgico, hábil e inteligente: Tiberio Sempronio Graco, que fue elegido pretor de la provincia Citerior y que convenció al Senado de la irreductible resistencia de los pueblos hispanos del interior, consiguiendo un poderoso ejército con el que recorrió victoriosamente la Bética, la Carpetania y la Celtiberia, al tiempo que ofrecía pactos de amistad con múltiples poblaciones, ofreciéndoles la protección del ejército romano a cambio de hombres y dinero, si bien exigiéndoles al tiempo no levantar nuevas murallas.
De este modo, salvo los belicosos pueblos de las montañas cántabras y los poblados lusitanos, el resto de Hispania fue aceptando la ley de la conquista. Las conquistas pudieron haberse consolidado de manera pacífica y paulatina de no haber mediado la serie de injusticias, exacciones y nuevos tributos con los que los sucesores de Graco obsequiaron a las tribus ibéricas sometidas.
Roma, como consecuencia de sus conquistas, asiste a un doble proceso; por una parte, el ascenso del partido aristocrático; por otra, el crecimiento de la urbe por la afluencia de campesinos empobrecidos, que forman una amplia masa popular plebeya. Para sostener a esta plebe eran necesarios los recursos de las provincias; desde este prisma, los productos agrícolas hispanos fueron cada vez más apreciados: el aceite, el trigo y el vino venían a unirse a las grandes cantidades de metales necesarios para la industria de Roma. La Península pasó así, poco a poco, a convertirse en una pieza indispensable de la economía del Imperio como abastecedora de productos de consumo: así, el medio siglo aproximado que media entre Graco y Escipión el Grande -entre 178 y 134 a.C- estuvo caracterizado por una explotación cada vez más exigente de los productos hispanos. Esta política de explotación pura y dura motivó multitud de protestas de embajadas, por lo general sin éxito.
El malestar reinante fue creando una inestabilidad creciente, en especial entre los pueblos belicosos del interior, como celtíberos y lusitanos, manteniéndose a duras penas la paz establecida por Graco hasta mediados del siglo II, cuando la guerra se hizo general: en estos años no sólo celtíberos y lusitanos, sino una auténtica coalición de pueblos de la Meseta se levantó contra el poder de Roma.
La mayor parte de las ciudades hispanas había conservado un cierto grado de autonomía, pero estaban obligadas a pagar un tributo o estipendio fijo. Las ciudades voluntariamente asociadas a Roma no siempre se libraban de pagar tributos; de hecho, los términos de los pactos por los que una ciudad había aceptado el dominio de Roma frecuentemente no se cumplían. No obstante, en estos casos las ciudades enviaban embajadas a la urbe con objeto de renegociar los términos del convenio. Gádir, la ciudad tradicionalmente propúnica, encabezó una de estas protestas para tratar de evitar que Roma le obligase a pagar impuestos.
La negociación no dio los frutos queridos y el levantamiento no se hizo esperar, extendiéndose rápidamente por la parte más pacífica y civilizada de la Península: la costa oriental andaluza, región fuertemente impregnada de cultura púnica, donde dos caudillos indígenas, Colcos y Luscinio, encabezaron la rebelión. A la sazón, Roma precisaba urgentemente medios para atender a los ejércitos, pues se hallaba atendiendo a un triple frente: los galos, Macedonia y Siria, de modo que no se hallaba en condiciones de enviar tropas a Hispania. El pretor Tudelano fue derrotado y muerto; un nuevo pretor, enviado para sustituirle, obtuvo alguna victoria, pero no lo suficientemente grande como para apagar la sublevación, que se extendía más y más.
Roma envió entonces a Marco Parcio Catón como cónsul; este hecho significaba que España era ya considerado por Roma como provincia consular, al igual que la Península Itálica. La gestión de Marco Parcio Catón en Hispania fue muy eficaz desde el punto de vista militar, que reportó pingües beneficios a Roma. Contaba con dos legiones, 15.000 aliados latinos y una flota de 24 navíos con la que desembarcó en Ampurias. Su presencia era bien necesaria a los intereses de Roma, pues el conflicto ya se había extendido entre los pueblos iberos de la costa catalana, a los que apaciguó en sucesivas y victoriosas campañas. Catón aprovechó asimismo para adentrarse con su ejército en lo que sin duda fue una acción de avanzada hacia las tierras del interior. Llegó así a Segontia, a la que puso sitio sin poder tomarla, para dirigirse luego a Numancia, llegando a correr gravísimos peligros de los que logró salir pagando una fuerte suma a las tropas celtíberas.
Junto a esta labor de descubierta militar, Catón llevó a cabo una hábil actividad política que le permitió negociar con la mayor parte de las ciudades del sur la demolición de sus murallas. Los sucesores de Catón continuaron la labor de internamiento entre los pueblos carpetanos y oretanos de la Meseta; uno de ellos, Fulvio Nobilior, llegó al Tajo y conquistó Toledo. Durante estos años, la resistencia de la zona interior se halla en plena efervescencia y fue decisiva la intervención de un hombre enérgico, hábil e inteligente: Tiberio Sempronio Graco, que fue elegido pretor de la provincia Citerior y que convenció al Senado de la irreductible resistencia de los pueblos hispanos del interior, consiguiendo un poderoso ejército con el que recorrió victoriosamente la Bética, la Carpetania y la Celtiberia, al tiempo que ofrecía pactos de amistad con múltiples poblaciones, ofreciéndoles la protección del ejército romano a cambio de hombres y dinero, si bien exigiéndoles al tiempo no levantar nuevas murallas.
De este modo, salvo los belicosos pueblos de las montañas cántabras y los poblados lusitanos, el resto de Hispania fue aceptando la ley de la conquista. Las conquistas pudieron haberse consolidado de manera pacífica y paulatina de no haber mediado la serie de injusticias, exacciones y nuevos tributos con los que los sucesores de Graco obsequiaron a las tribus ibéricas sometidas.
Roma, como consecuencia de sus conquistas, asiste a un doble proceso; por una parte, el ascenso del partido aristocrático; por otra, el crecimiento de la urbe por la afluencia de campesinos empobrecidos, que forman una amplia masa popular plebeya. Para sostener a esta plebe eran necesarios los recursos de las provincias; desde este prisma, los productos agrícolas hispanos fueron cada vez más apreciados: el aceite, el trigo y el vino venían a unirse a las grandes cantidades de metales necesarios para la industria de Roma. La Península pasó así, poco a poco, a convertirse en una pieza indispensable de la economía del Imperio como abastecedora de productos de consumo: así, el medio siglo aproximado que media entre Graco y Escipión el Grande -entre 178 y 134 a.C- estuvo caracterizado por una explotación cada vez más exigente de los productos hispanos. Esta política de explotación pura y dura motivó multitud de protestas de embajadas, por lo general sin éxito.
El malestar reinante fue creando una inestabilidad creciente, en especial entre los pueblos belicosos del interior, como celtíberos y lusitanos, manteniéndose a duras penas la paz establecida por Graco hasta mediados del siglo II, cuando la guerra se hizo general: en estos años no sólo celtíberos y lusitanos, sino una auténtica coalición de pueblos de la Meseta se levantó contra el poder de Roma.
Las escaramuzas contra los ejércitos romanos tuvieron
resultados favorables a los sublevados, obligando a Roma a enviar un
fuerte ejército consular ante la rebelión generalizada: en el 154 a.C.
la ciudad de Segeda, en el centro de Celtiberia, junto al río
Jalón, se había atrevido a rehacer sus murallas. De modo más o menos
espontáneo se fue conformando una confederación de pueblos sublevados
frente al poder del invasor: la ciudad de Numancia, cerca del Duero,
cabeza de los arévacos, se atrevió a acoger a los segedanos dentro de
sus muros. Una serie de escaramuzas ocasionó sensibles pérdidas en el
bando romano, que concluyó con la clamorosa derrota del mismo en agosto
del 153. Los pueblos celtíberos alternaron la guerra de guerrillas con
retiradas tácticas al interior de sus ciudades amuralladas. Quinto
Fulvio Nobilior intentó, tras ello, sitiar Numancia con tropas
reforzadas por caballería y elefantes, pero fracasó en su empeño de
tomar la ciudad.
Esta rebelión generalizada había creado dos estados de opinión
en el Senado romano: el encabezado por Marco Claudio Marcelo,
partidario de negociar con los sublevados y recuperar en lo posible la
política conciliadora de Sempronio Graco, y los que defendían la
necesidad de una acción militar enérgica, encabezados por Publio
Cornelio Escipión Africano, de la saga de los Escipiones, que tan
decisivamente habían contribuido a convertir Hispania en una pieza del
engranaje romano. Frente a las políticas conciliadoras de antaño,
prevaleció el deseo de afirmar el poder del ejército de Roma,
menoscabado en los últimos años por las sucesivas e intermitentes
acciones hostiles de los celtíberos.
Numancia
Durante el siglo XIX, la exaltación de los valores patrios que, naturalmente, exigían las conciencias nacionalistas motivó el interés por la gesta de los celtíberos frente a Roma, por lo que se desarrolló para su investigación un importante plan que trataba de localizar el sitio arqueológico de Numancia, hasta entonces erróneamente identificada con Soria. En 1860 Eduardo Saavedra localizó su emplazamiento con el apoyo de los itinerarios; desde entonces se reconoce en los restos del cerro de Garray, unos 7 km al norte de aquella ciudad. En 1905 comenzaron las excavaciones del enclave, dirigidas por Adolf Schulten, insigne lingüista y arqueólogo, que documentaron la existencia de tres niveles: neolítico, celtibérico y romano. Posteriores excavaciones en el sitio han logrado descubrir gran parte del urbanismo de la ciudad, así como los trazos generales de las viviendas y calles de época romana.
Pese al triunfo de los partidarios de la mano dura en los
asuntos hispanos, Marcelo pudo obtener del Senado apoyo suficiente para
llevar a cabo su política de pacificación. El cónsul fundó en Córdoba
una nueva colonia de ciudadanos romanos e incluso logró que Numancia
depusiese las armas, comprometiéndose a ofrecer a los arévacos la paz y
gran parte de su autonomía a cambio de una fuerte suma estipendiaria.
La paz se mantuvo hasta mediados del siglo II a.C., cuando fueron nominados como sucesores de Marcelo dos personajes poco escrupulosos: Lucio Licinio Lúculo como cónsul y Servio Sulpicio Galba como pretor, quienes llevaron a cabo una exacción constante sobre los pueblos ibéricos, enriqueciendo al tiempo el erario de Roma y sus propios peculios, dando al traste con la política de tranquila convivencia que iba atrayendo a los iberos a la forma de vivir de Roma. La nueva situación retrotraía las tierras del interior al primer momento de la conquista, creando hacia Roma un estado de animadversión constante. Las fuertes sumas que los sometidos eran obligados a aportar al erario, la imposición de guarniciones romanas en las ciudades, las ejecuciones en masa de los rebeldes y las deportaciones como esclavos de sus familias volvieron a estar a la orden del día. Los 30.000 habitantes de pequeña ciudad de Cauca (Coca), en tierra vaccea, fueron ejecutados en masa. En Roma, las opiniones sobre la política que debía seguirse volvieron a estar divididas, aunque los ingresos obtenidos de las brutales exacciones contribuyeron a reforzar en el Senado las posiciones partidarias de una intervención dura.
En este momento de renovada resistencia, la historiografía ha destacado con justicia dos hechos significativos de la nueva fase de las hostilidades: la acción guerrera de Viriato y el sitio de Numancia. Cada uno de ellos polariza un aspecto característico de la guerra llevada a cabo. Viriato es uno de esos genios militares que a veces surgen espontáneamente en la Historia cuando las circunstancias dan lugar a ello, un hombre de unas cualidades excepcionales como estratega, que personifica a la perfección la nueva fase de la lucha contra Roma, una fase de resistencia más flexible y abierta, en que los iberos no se limitan a acastillarse en sus poblados y castros sino que alternan esta defensa estática con ataques constantes seguidos de rápidas retiradas, organizando una guerra de guerrillas que ocasionó a Roma unas tremendas pérdidas y un desgaste terrible: en pocos años, varios ejércitos de Roma fueron aniquilados por este caudillo, cuyas tropas eran una especie de guardia pretoriana de incondicionales.
La actividad del líder lusitano llegó a tener asediado a Quinto Fabio Serviliano en Arsa, obteniendo del general romano una capitulación que fue respetada por el Senado y que proclamó al caudillo lusitano amigo del pueblo romano. La guerra con Viriato se reabrió poco más tarde: traicionado y asesinado por sus propios emisarios, se le tributaron unos funerales suntuosos en los que se incineró su cadáver y se realizaron unos juegos fúnebres impresionantes, acompañados de sacrificios humanos.
Numancia es la otra cara de la moneda de esta fase de resistencia al invasor. Significó el sistema defensivo más tradicional de los pueblos ibéricos, el acastillamiento a ultranza en sus bastiones defensivos. Escipión vio en Numancia la necesidad de recuperar el resquebrajado prestigio de Roma tras las últimas derrotas y después de restaurar la disciplina en el ejército, inició el cerco a la ciudad situando en torno varios campamentos, máquinas de guerra y un impresionante arsenal para el sitio. Aislados los numantinos y fallidos los intentos de romper el cerco y obtener algún tipo de ayuda, la situación se hizo insostenible. Finalmente, agobiados por el hambre y la desesperación, comenzaron a comerse unos a otros; al entrar las tropas romanas hallaron a los pocos supervivientes en dramático estado, en uno de los escenarios más dantescos que tuvieron lugar durante la conquista romana.
La paz se mantuvo hasta mediados del siglo II a.C., cuando fueron nominados como sucesores de Marcelo dos personajes poco escrupulosos: Lucio Licinio Lúculo como cónsul y Servio Sulpicio Galba como pretor, quienes llevaron a cabo una exacción constante sobre los pueblos ibéricos, enriqueciendo al tiempo el erario de Roma y sus propios peculios, dando al traste con la política de tranquila convivencia que iba atrayendo a los iberos a la forma de vivir de Roma. La nueva situación retrotraía las tierras del interior al primer momento de la conquista, creando hacia Roma un estado de animadversión constante. Las fuertes sumas que los sometidos eran obligados a aportar al erario, la imposición de guarniciones romanas en las ciudades, las ejecuciones en masa de los rebeldes y las deportaciones como esclavos de sus familias volvieron a estar a la orden del día. Los 30.000 habitantes de pequeña ciudad de Cauca (Coca), en tierra vaccea, fueron ejecutados en masa. En Roma, las opiniones sobre la política que debía seguirse volvieron a estar divididas, aunque los ingresos obtenidos de las brutales exacciones contribuyeron a reforzar en el Senado las posiciones partidarias de una intervención dura.
En este momento de renovada resistencia, la historiografía ha destacado con justicia dos hechos significativos de la nueva fase de las hostilidades: la acción guerrera de Viriato y el sitio de Numancia. Cada uno de ellos polariza un aspecto característico de la guerra llevada a cabo. Viriato es uno de esos genios militares que a veces surgen espontáneamente en la Historia cuando las circunstancias dan lugar a ello, un hombre de unas cualidades excepcionales como estratega, que personifica a la perfección la nueva fase de la lucha contra Roma, una fase de resistencia más flexible y abierta, en que los iberos no se limitan a acastillarse en sus poblados y castros sino que alternan esta defensa estática con ataques constantes seguidos de rápidas retiradas, organizando una guerra de guerrillas que ocasionó a Roma unas tremendas pérdidas y un desgaste terrible: en pocos años, varios ejércitos de Roma fueron aniquilados por este caudillo, cuyas tropas eran una especie de guardia pretoriana de incondicionales.
La actividad del líder lusitano llegó a tener asediado a Quinto Fabio Serviliano en Arsa, obteniendo del general romano una capitulación que fue respetada por el Senado y que proclamó al caudillo lusitano amigo del pueblo romano. La guerra con Viriato se reabrió poco más tarde: traicionado y asesinado por sus propios emisarios, se le tributaron unos funerales suntuosos en los que se incineró su cadáver y se realizaron unos juegos fúnebres impresionantes, acompañados de sacrificios humanos.
Numancia es la otra cara de la moneda de esta fase de resistencia al invasor. Significó el sistema defensivo más tradicional de los pueblos ibéricos, el acastillamiento a ultranza en sus bastiones defensivos. Escipión vio en Numancia la necesidad de recuperar el resquebrajado prestigio de Roma tras las últimas derrotas y después de restaurar la disciplina en el ejército, inició el cerco a la ciudad situando en torno varios campamentos, máquinas de guerra y un impresionante arsenal para el sitio. Aislados los numantinos y fallidos los intentos de romper el cerco y obtener algún tipo de ayuda, la situación se hizo insostenible. Finalmente, agobiados por el hambre y la desesperación, comenzaron a comerse unos a otros; al entrar las tropas romanas hallaron a los pocos supervivientes en dramático estado, en uno de los escenarios más dantescos que tuvieron lugar durante la conquista romana.
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