lunes, 20 de julio de 2015

LA HISPANIA ROMANA....LA CONQUISTA INTERIOR


Catón en Hispania: la conquista del interior

Al patrón de dominio militar pronto se impuso la necesidad de superponerle un modelo de explotación económica. Las guerras contra los bárquidas habían ocasionado costosísimos gastos, pero la Península se mostraba capaz de ofrecer los recursos necesarios para resarcir las exhaustas arcas de Roma. Se ha sugerido que la rápida difusión del sistema monetario hispano romano pueda ser debida a la necesidad romana de recaudar exacciones y tributos para pagar a las tropas en una moneda semejante a la suya. Las ricas ciudades agrícolas y mineras del litoral fueron las primeras en ser esquilmadas: las cantidades recaudadas y entregadas por los procónsules al erario de Roma fueron enormes.
La mayor parte de las ciudades hispanas había conservado un cierto grado de autonomía, pero estaban obligadas a pagar un tributo o estipendio fijo. Las ciudades voluntariamente asociadas a Roma no siempre se libraban de pagar tributos; de hecho, los términos de los pactos por los que una ciudad había aceptado el dominio de Roma frecuentemente no se cumplían. No obstante, en estos casos las ciudades enviaban embajadas a la urbe con objeto de renegociar los términos del convenio. Gádir, la ciudad tradicionalmente propúnica, encabezó una de estas protestas para tratar de evitar que Roma le obligase a pagar impuestos.
La negociación no dio los frutos queridos y el levantamiento no se hizo esperar, extendiéndose rápidamente por la parte más pacífica y civilizada de la Península: la costa oriental andaluza, región fuertemente impregnada de cultura púnica, donde dos caudillos indígenas, Colcos y Luscinio, encabezaron la rebelión. A la sazón, Roma precisaba urgentemente medios para atender a los ejércitos, pues se hallaba atendiendo a un triple frente: los galos, Macedonia y Siria, de modo que no se hallaba en condiciones de enviar tropas a Hispania. El pretor Tudelano fue derrotado y muerto; un nuevo pretor, enviado para sustituirle, obtuvo alguna victoria, pero no lo suficientemente grande como para apagar la sublevación, que se extendía más y más.
Roma envió entonces a Marco Parcio Catón como cónsul; este hecho significaba que España era ya considerado por Roma como provincia consular, al igual que la Península Itálica. La gestión de Marco Parcio Catón en Hispania fue muy eficaz desde el punto de vista militar, que reportó pingües beneficios a Roma. Contaba con dos legiones, 15.000 aliados latinos y una flota de 24 navíos con la que desembarcó en Ampurias. Su presencia era bien necesaria a los intereses de Roma, pues el conflicto ya se había extendido entre los pueblos iberos de la costa catalana, a los que apaciguó en sucesivas y victoriosas campañas. Catón aprovechó asimismo para adentrarse con su ejército en lo que sin duda fue una acción de avanzada hacia las tierras del interior. Llegó así a Segontia, a la que puso sitio sin poder tomarla, para dirigirse luego a Numancia, llegando a correr gravísimos peligros de los que logró salir pagando una fuerte suma a las tropas celtíberas.
Junto a esta labor de descubierta militar, Catón llevó a cabo una hábil actividad política que le permitió negociar con la mayor parte de las ciudades del sur la demolición de sus murallas. Los sucesores de Catón continuaron la labor de internamiento entre los pueblos carpetanos y oretanos de la Meseta; uno de ellos, Fulvio Nobilior, llegó al Tajo y conquistó Toledo. Durante estos años, la resistencia de la zona interior se halla en plena efervescencia y fue decisiva la intervención de un hombre enérgico, hábil e inteligente: Tiberio Sempronio Graco, que fue elegido pretor de la provincia Citerior y que convenció al Senado de la irreductible resistencia de los pueblos hispanos del interior, consiguiendo un poderoso ejército con el que recorrió victoriosamente la Bética, la Carpetania y la Celtiberia, al tiempo que ofrecía pactos de amistad con múltiples poblaciones, ofreciéndoles la protección del ejército romano a cambio de hombres y dinero, si bien exigiéndoles al tiempo no levantar nuevas murallas.
De este modo, salvo los belicosos pueblos de las montañas cántabras y los poblados lusitanos, el resto de Hispania fue aceptando la ley de la conquista. Las conquistas pudieron haberse consolidado de manera pacífica y paulatina de no haber mediado la serie de injusticias, exacciones y nuevos tributos con los que los sucesores de Graco obsequiaron a las tribus ibéricas sometidas.
Roma, como consecuencia de sus conquistas, asiste a un doble proceso; por una parte, el ascenso del partido aristocrático; por otra, el crecimiento de la urbe por la afluencia de campesinos empobrecidos, que forman una amplia masa popular plebeya. Para sostener a esta plebe eran necesarios los recursos de las provincias; desde este prisma, los productos agrícolas hispanos fueron cada vez más apreciados: el aceite, el trigo y el vino venían a unirse a las grandes cantidades de metales necesarios para la industria de Roma. La Península pasó así, poco a poco, a convertirse en una pieza indispensable de la economía del Imperio como abastecedora de productos de consumo: así, el medio siglo aproximado que media entre Graco y Escipión el Grande -entre 178 y 134 a.C- estuvo caracterizado por una explotación cada vez más exigente de los productos hispanos. Esta política de explotación pura y dura motivó multitud de protestas de embajadas, por lo general sin éxito.
El malestar reinante fue creando una inestabilidad creciente, en especial entre los pueblos belicosos del interior, como celtíberos y lusitanos, manteniéndose a duras penas la paz establecida por Graco hasta mediados del siglo II, cuando la guerra se hizo general: en estos años no sólo celtíberos y lusitanos, sino una auténtica coalición de pueblos de la Meseta se levantó contra el poder de Roma.
Murallas romanas de Lugo.
Las escaramuzas contra los ejércitos romanos tuvieron resultados favorables a los sublevados, obligando a Roma a enviar un fuerte ejército consular ante la rebelión generalizada: en el 154 a.C. la ciudad de Segeda, en el centro de Celtiberia, junto al río Jalón, se había atrevido a rehacer sus murallas. De modo más o menos espontáneo se fue conformando una confederación de pueblos sublevados frente al poder del invasor: la ciudad de Numancia, cerca del Duero, cabeza de los arévacos, se atrevió a acoger a los segedanos dentro de sus muros. Una serie de escaramuzas ocasionó sensibles pérdidas en el bando romano, que concluyó con la clamorosa derrota del mismo en agosto del 153. Los pueblos celtíberos alternaron la guerra de guerrillas con retiradas tácticas al interior de sus ciudades amuralladas. Quinto Fulvio Nobilior intentó, tras ello, sitiar Numancia con tropas reforzadas por caballería y elefantes, pero fracasó en su empeño de tomar la ciudad.

Vista general del yacimiento de Numancia.

Esta rebelión generalizada había creado dos estados de opinión en el Senado romano: el encabezado por Marco Claudio Marcelo, partidario de negociar con los sublevados y recuperar en lo posible la política conciliadora de Sempronio Graco, y los que defendían la necesidad de una acción militar enérgica, encabezados por Publio Cornelio Escipión Africano, de la saga de los Escipiones, que tan decisivamente habían contribuido a convertir Hispania en una pieza del engranaje romano. Frente a las políticas conciliadoras de antaño, prevaleció el deseo de afirmar el poder del ejército de Roma, menoscabado en los últimos años por las sucesivas e intermitentes acciones hostiles de los celtíberos.

Numancia

Durante el siglo XIX, la exaltación de los valores patrios que, naturalmente, exigían las conciencias nacionalistas motivó el interés por la gesta de los celtíberos frente a Roma, por lo que se desarrolló para su investigación un importante plan que trataba de localizar el sitio arqueológico de Numancia, hasta entonces erróneamente identificada con Soria. En 1860 Eduardo Saavedra localizó su emplazamiento con el apoyo de los itinerarios; desde entonces se reconoce en los restos del cerro de Garray, unos 7 km al norte de aquella ciudad. En 1905 comenzaron las excavaciones del enclave, dirigidas por Adolf Schulten, insigne lingüista y arqueólogo, que documentaron la existencia de tres niveles: neolítico, celtibérico y romano. Posteriores excavaciones en el sitio han logrado descubrir gran parte del urbanismo de la ciudad, así como los trazos generales de las viviendas y calles de época romana.


Croquis general de la ciudad de Numancia.

Calle de la ciudad de Numancia.

Pese al triunfo de los partidarios de la mano dura en los asuntos hispanos, Marcelo pudo obtener del Senado apoyo suficiente para llevar a cabo su política de pacificación. El cónsul fundó en Córdoba una nueva colonia de ciudadanos romanos e incluso logró que Numancia depusiese las armas, comprometiéndose a ofrecer a los arévacos la paz y gran parte de su autonomía a cambio de una fuerte suma estipendiaria.
La paz se mantuvo hasta mediados del siglo II a.C., cuando fueron nominados como sucesores de Marcelo dos personajes poco escrupulosos: Lucio Licinio Lúculo como cónsul y Servio Sulpicio Galba como pretor, quienes llevaron a cabo una exacción constante sobre los pueblos ibéricos, enriqueciendo al tiempo el erario de Roma y sus propios peculios, dando al traste con la política de tranquila convivencia que iba atrayendo a los iberos a la forma de vivir de Roma. La nueva situación retrotraía las tierras del interior al primer momento de la conquista, creando hacia Roma un estado de animadversión constante. Las fuertes sumas que los sometidos eran obligados a aportar al erario, la imposición de guarniciones romanas en las ciudades, las ejecuciones en masa de los rebeldes y las deportaciones como esclavos de sus familias volvieron a estar a la orden del día. Los 30.000 habitantes de pequeña ciudad de Cauca (Coca), en tierra vaccea, fueron ejecutados en masa. En Roma, las opiniones sobre la política que debía seguirse volvieron a estar divididas, aunque los ingresos obtenidos de las brutales exacciones contribuyeron a reforzar en el Senado las posiciones partidarias de una intervención dura.
En este momento de renovada resistencia, la historiografía ha destacado con justicia dos hechos significativos de la nueva fase de las hostilidades: la acción guerrera de Viriato y el sitio de Numancia. Cada uno de ellos polariza un aspecto característico de la guerra llevada a cabo. Viriato es uno de esos genios militares que a veces surgen espontáneamente en la Historia cuando las circunstancias dan lugar a ello, un hombre de unas cualidades excepcionales como estratega, que personifica a la perfección la nueva fase de la lucha contra Roma, una fase de resistencia más flexible y abierta, en que los iberos no se limitan a acastillarse en sus poblados y castros sino que alternan esta defensa estática con ataques constantes seguidos de rápidas retiradas, organizando una guerra de guerrillas que ocasionó a Roma unas tremendas pérdidas y un desgaste terrible: en pocos años, varios ejércitos de Roma fueron aniquilados por este caudillo, cuyas tropas eran una especie de guardia pretoriana de incondicionales.
La actividad del líder lusitano llegó a tener asediado a Quinto Fabio Serviliano en Arsa, obteniendo del general romano una capitulación que fue respetada por el Senado y que proclamó al caudillo lusitano amigo del pueblo romano. La guerra con Viriato se reabrió poco más tarde: traicionado y asesinado por sus propios emisarios, se le tributaron unos funerales suntuosos en los que se incineró su cadáver y se realizaron unos juegos fúnebres impresionantes, acompañados de sacrificios humanos.
Numancia es la otra cara de la moneda de esta fase de resistencia al invasor. Significó el sistema defensivo más tradicional de los pueblos ibéricos, el acastillamiento a ultranza en sus bastiones defensivos. Escipión vio en Numancia la necesidad de recuperar el resquebrajado prestigio de Roma tras las últimas derrotas y después de restaurar la disciplina en el ejército, inició el cerco a la ciudad situando en torno varios campamentos, máquinas de guerra y un impresionante arsenal para el sitio. Aislados los numantinos y fallidos los intentos de romper el cerco y obtener algún tipo de ayuda, la situación se hizo insostenible. Finalmente, agobiados por el hambre y la desesperación, comenzaron a comerse unos a otros; al entrar las tropas romanas hallaron a los pocos supervivientes en dramático estado, en uno de los escenarios más dantescos que tuvieron lugar durante la conquista romana.

Guerras civiles

  La historia posterior a la conquista romana de Hispania no es, en sentido estricto, sino historia de Roma: al anexionar a la órbita del Imperio las tierras y las gentes de Hispania, éstos quedaron convertidos en una parte más del Imperio romano. Sus habitantes aún tardaron en convertirse en romanos, pero entraron ya en un irreversible proceso tras el que se borró la conciencia de dominadores y dominados hasta identificar como una misma cosa los intereses de ambos. La incorporación de Hispania a los intereses de Roma tuvo lugar cuando ésta se hallaba en uno de los períodos más interesantes y más decisivos de su historia, un período de extraordinarios cambios en su estructura social y económica, en buena medida consecuencias de esa misma conquista.
El patriciado militar y plutocrático representado en el Senado, tras una etapa en la que ejerció una explotación despiadada de las tierras conquistadas, se transformó lentamente hacia valores más propios de una sociedad pacífica. Este deseo de cambio en una sociedad política caduca es común a diversos grupos e intereses y los sucesos de estas luchas son bien conocidos gracias a escritores ilustres. Se perfilaba en el ambiente el enfrentamiento entre dos bandos, encabezados respectivamente por Cayo Mario, que había ocupado la prefectura de Hispania Citerior, y por Lucio Cornelio Sila, el más capaz de los representantes de la oligarquía aristocrática.
En esta guerra civil Mario buscó el apoyo de los pueblos aplastados por las durísimas exacciones de Roma, y Sila, aun controlando la capital, no pudo evitar perderla al dirigirse a Asia para luchar contra Mitríades. A su regreso victorioso contra los persas, Sila desembarcó en Italia y dos años más tarde protagonizó una corta y sangrienta dictadura. Los partidarios del partido silano buscaron apoyo en las tierras hispanas, instrumentalizando a su favor el descontento de sus pueblos; con la excepción de uno de ellos, Quinto Sertorio, la mayoría aprovechó coyunturalmente el apoyo que las gentes hispanas pudiesen brindar a sus intereses.

 

Sertorio

Al haber nacido en una región montuosa y agreste, Nursia, que en el siglo I era todavía una comarca rural dedicada al pastoreo y la agricultura, Sertorio estaba en mejores condiciones para comprender a los pueblos hispanos mejor que sus partidarios. Una misma forma de entender el mundo le llevaba a comprender bien a los indómitos hispanos, a sentir como propios los estados de ánimo de éstos frente al recorte de sus libertades y a los constantes abusos de Roma. De clase ecuestre, Sertorio sirvió en el ejército romano durante largas campañas, aunque su formación militar se perfiló en el estado mayor de Mario. Formando parte del ejército romano en las guerras de comienzos del siglo I a.C., escapó al ataque de los iberos sobre las legiones romanas que descansaban frente a Cástulo y una hábil estratagema le permitió apoderarse de la ciudad. Su arrojo y heroísmo en el combate le granjearon una merecida fama que hizo valer al pretender el cargo de tribuno de la plebe; sin embargo, se encontró con la oposición de Sila, quien no veía en este guerrero de mediocre extracción social alguien lo suficientemente digno para ocupar tan alta magistratura. Ello decidió el destino del soldado, quien humillado por el orgullo aristocrático se unió al partido de Mario y de Cinna, a los que superaba con creces en virtudes políticas y militares.
El triunvirato integrado por los tres hombres se apoderó de Roma y, al desembarcar Sila de vuelta de su victoriosa campaña contra Mitríades, la única oposición efectiva con la que hubo de encontrarse fue precisamente la de este valeroso militar. A la muerte de Mario, Cinna llegó a considerar a Sertorio como una poderosa amenaza para sus intereses hegemónicos, por lo que le envió a Hispania, ofreciéndole la prefectura y, al tiempo, despejándose el camino de un posible rival demasiado poderoso.
Quinto Sertorio cruzó los Pirineos el año 83 a.C.; tan pronto como lo hizo, se vio que era un lugar idóneo para poner a prueba sus extraordinarias dotes políticas y militares. Los pueblos de la montaña exigieron el pago de un peaje por dejarle libre el paso a través de los montes, cosa a lo que el militar se avino con objeto de no perder tiempo en las circunstancias en que se hallaba. No podía contar con su partido, prácticamente agotado, sino únicamente con sus propias fuerzas; el lugarteniente de Sila en la Península había huido del país, acosado por la actitud hostil de los naturales.
Sertorio comprendió que la única posibilidad de mantenerse, dada la imposibilidad de obtener refuerzos de Roma para su causa, eran los apoyos que podía recabar de los pueblos hispanos, gentes a las que le unía una natural empatía y con los que se encontraba perfectamente identificado. Los celtíberos mantenían unos complejos sistemas de fidelidad a sus líderes guerreros, que establecían entre jefes y soldados unos estrechos lazos basados en la justicia y la dignidad; bien conocida era la institución de la devotio, un pacto de solidaridad y mutua protección que se establecía entre los contrayentes.
Sertorio supo ganarse la confianza de unos pueblos a los que conocía bien y apreciaba, para llevar adelante su causa; reuniendo en torno a sí a algunos colonos romanos y a muchos celtíberos que lo aclamaron como a uno de sus caudillos, logró aglutinar un ejército y equipar una pequeña flota con la que mantener abiertas las vías hacia África e impedir ataques por sorpresa en la costa. Sila era muy consciente del peligro representado por Sertorio dominando un territorio que, en los últimos años, había sido utilizado demasiadas veces en contra de los intereses de Roma, por lo que envió un fuerte ejército consular a través de los Pirineos. Sertorio, cuyas fuerzas eran muy inferiores, se embarcó en su reducida flota y comenzó un azaroso periplo por el Mediterráneo que le llevó a las costas africanas, venciendo a uno de sus reyezuelos y tomando Tánger como idóneo punto de observación hacia los asuntos de España.
Los hispanos, viendo en Sertorio la única oportunidad para hacer frente a Roma, al cabo de un tiempo le enviaron una embajada de lusitanos para ofrecerle el mando de sus tropas. Desembarcó en Tarifa, ascendiendo y entrando en combate con el ejército de Tufidio, al que derrotó, y dejó libre el paso para Lusitania.
En el año 80 Sila comprendió la gravedad del peligro sertoriano, por lo que envió a Hispania a sus dos mejores generales, Metelo y Pompeyo, frente a lo más granado de sus legiones. La guerra comenzó en la zona montañosa entre el Tajo y el Guadiana, y en ella se enfrentaron una vez más dos contendientes desiguales y dos tácticas militares contrapuestas: por una parte, los poderosos y aguerridos ejércitos del experimentado Metelo, que atesoraba toda la sabiduría militar de Roma; por otra, Sertorio, que con su fiel grupo de celtas de Iberia y de guerreros africanos carecía de la potencia para presentar batalla en campo abierto, acogiéndose a la táctica de guerrillas en la que sus hombres eran expertos. Metelo fue tomando una serie de puntos estratégicos a los que dio su nombre: Metellinum (Medellín), Castra Caecilia (cerca de Cáceres) y Vico Caecilio, comunicado hacia el norte por una vía militar: la vía de la Plata. Este sistema, fuerte y estático, fue atacado persistentemente por Sertorio en fugaces y violentos ataques, seguidos de la dispersión de tropas. El peso agobiante de Roma se vio acentuado por nuevas exacciones, que favorecieron un estado de opinión favorable a Sertorio; enfangada Lusitania en la guerra de guerrillas, éste dejó al mando a un lugarteniente suyo, Hirtuleyo, y marchó a la Hispania Citerior, donde habrían de producirse sus mejores campañas bélicas. En el año 77 a.C., Sertorio se hizo con el control de las indomables ciudades celtibéricas y logró un poderoso refuerzo en las tropas de Perpenna, un rico patricio favorable a Mario.
Con clarividencia, Sertorio supo ver en los pueblos hispanos el futuro de quienes habían de ser primero aliados de Roma y luego auténticos romanos, al organizar políticamente a Hispania y crear en Osca una escuela para los hijos de los régulos ibéricos, donde se pudiese forjar una clase de dirigentes con la que regir los destinos de la península con los valores de Roma. Con ello pretendía crear un núcleo hispano cuya autoridad fuera aceptada en Hispania y luego en Italia, para lo que reorganizó el ejército, nombró un senado de trescientos miembros y varios magistrados, y desde Osca extendió su autoridad por gran parte de la Península, excepto parte de Andalucía y Cartagena, y por algunos pueblos de las Galias. Envió una embajada al rey Mitríades, de quien obtuvo el feudo permanente de la provincia de Asia a cambio de concesiones territoriales.
Naturalmente, las capacidades políticas y militares de Sertorio, unidas a su ambicioso proyecto, pusieron en su contra todo el formidable poder de Roma, regido con mano enérgica por el victorioso Sila. A la muerte de éste, la oligarquía senatorial pensó en auxiliar al veterano general Metelo, asediado en Andalucía, enviándole al joven Cneo Pompeyo para restablecer el poder de Roma en la Península. El plan militar de Pompeyo consistía en penetrar en ella por la costa levantina y avanzar a lo largo, realizando una acción de pinza con el ejército de Metelo sobre las tropas sertorianas, pero sus tropas, no habituadas a los sistemas de ataque de los guerreros celtíberos, sufrieron un tremendo desastre ante Lauro (acaso Liria). La derrota del hasta entonces invicto Pompeyo extendió el prestigio exterior de Sertorio, quien entonces recibió la embajada de Mitríades; pero pronto el equilibrio entre ambos contendientes quedó restablecido con la derrota de Hirtuleyo en Itálica a manos de Metelo. Desde entonces, la guerra se prolongó durante varios años con episodios de diversa fortuna. El largo tiempo transcurrido fue desgastando los ánimos de los contendientes: los pueblos hispanos se hallaban cansados de tantos años de guerras y el prestigio de Sertorio se mantenía intermitentemente gracias a sus hechos bélicos brillantes, no muy abundantes en sus últimos tiempos. Los historiadores romanos afirman que el fracaso hizo a Sertorio desconfiado y cruel; su lugarteniente Perpenna urdió una conspiración contra él, que le dio muerte. Sus tropas, sin el liderazgo militar y moral del jefe, fueron fácil presa de Pompeyo, que derrotó a sus rivales recogiendo los frutos de una obra militar forjada en su gran medida por Cecilio Metelo.

 

César en Hispania

Tras las guerras sertorianas Hispania salió crecientemente envuelta en la política, la cultura y los avatares romanos. Más que nunca puede decirse que estas tierras, decisivas en todas las recientes confrontaciones en las que Roma había sido centro, desempeñarían un papel decisivo en la conformación de su futuro Imperio. A la vuelta de su viaje a Oriente, el ambicioso César encontró los resortes del poder dominados por dos hombres de mediocre valía: Craso y Pompeyo, con los que se vio obligado a compartirlo. César regresaba imbuido de la idea oriental y helenística de que sólo un líder de estirpe divina podía gobernar el inmenso imperio, por lo que recordó su ascendencia, a través de Eneas, de la diosa Venus. Tenía la nobleza y la preparación militar, aunque para sus ambiciones precisaba también la gloria y unos medios que sólo Hispania, aún con regiones no sometidas al yugo de Roma, podía brindarle. En el año 61, César obtuvo la pretura de Hispania Ulterior, acometiendo a continuación una rápida y exitosa campaña contra los celtas del noroeste peninsular y de Galicia, embarcando a continuación en las costas gallegas en una gran escuadra en la que viajó a Roma. Al hacer escala en Cádiz, según la versión de Suetonio, y visitar el santuario de Hércules, una visión de una estatua de Alejandro le hizo llorar de envidia al recordar la gesta heroica del macedonio, y recibió el feliz augurio de haber conseguido sujetar el freno de un corcel indomable que hasta entonces a todos había resistido.
César, además de sus extraordinarias dotes como militar y como político junto al extraordinario brillo de su cultura, contaba con ese magnetismo personal que hacía reconocer a los otros su autoridad de manera inmediata. Tan pronto llegó a Roma obtuvo del Senado los honores del triunfo (al cual renunció) y del consulado. César se convirtió en el imprescindible tercer hombre entre Craso y Pompeyo, con los que integró el triunvirato que rigió los destinos de la República. En el año 55 los triunviros acordaron repartirse el gobierno de las provincias: Craso obtuvo Asia, César las Galias y Pompeyo África e Hispania, donde contaba con numerosos partidarios. La muerte de Craso en la guerra contra los partos puso en peligro la situación política de la República. Con la muerte de Julia, hija de César y esposa de Pompeyo, se rompió al tiempo el parentesco y la situación de equilibrio que habían mantenido ambos líderes: en ese momento, ni el suegro de estirpe divina, ni el yerno de reconocida fortuna, se mostraron proclives a renunciar a sus aspiraciones hegemónicas. Contaba Pompeyo con un gran apoyo en las tropas hispanas que, tras la muerte de Sertorio, lo habían aclamado como jefe, transfiriéndole su fidelidad. También contaba con siete legiones al mando de Lucio Afranio y Marco Petreyo, al frente de setenta mil hombres que, con cinco mil jinetes, dominaban la llanura del Segre, además de las tropas de Terencio Varrón, unos diez mil soldados que mantenían la calma en Lusitania. Una vez más, la Península iba a ser escenario decisivo de las guerras que decidirían el futuro de Roma. Con un ejército reducido, César se lanzó al ataque de Hispania con la estrategia definida por él mismo de "combatir primero un ejército sin general para luego combatir a un general sin ejército". César se apoderó de Marsella, cruzó los Pirineos y buscó a Afranio en los aledaños del Segre, atravesando luego una situación extraordinariamente precaria en zonas pantanosas y casi sin víveres que hicieron temer por su vida. Las noticias sobre su campaña, al llegar a Roma, parecían dejar claro que su estrella se apagaba dejando paso a la de Pompeyo, a quien se unieron muchos partidarios. Pese a ello, su flota logró vencer a sus enemigos ante Marsella y las comunicaciones quedaron abiertas a los refuerzos de las Galias. En pocos días, César pasó de la inacción a tomar la iniciativa y a enseñorearse del campo, haciendo retroceder a Afranio, cerrándole el paso después y obligándole a capitular con todo su ejército en el año 49 a.C. Completó su victoria con un auténtico paseo victorioso por la Bética, donde las ciudades se rindieron sin resistencia, aclamando al vencedor de Ilerda. Varrón le rindió honores en Córdoba, tras lo cual César embarcó en Cádiz y regresó a Roma, tras una escala en Tarragona.
Anfiteatro romano de Tarragona.
Bajo César se repitió de nuevo la historia de los expoliados pueblos hispanos: otra vez unos y otros contendientes buscaron explotar a su favor el descontento de las ciudades de Hispania por las continuas y brutales exacciones. César, no menos que Pompeyo, consideraba las tierras hispanas como una formidable fuente de ingresos para sus campañas, sin tener en cuenta que las posibilidades económicas de la península para abastecer los ejércitos y los magistrados romanos eran limitadas. A los abusos de Varrón en la provincia Ulterior sucedieron los de Quinto Longino, cuyas fuertes exacciones originaron una conspiración en Itálica que fue fuertemente reprimida, así como una sublevación en Córdoba, seguida de una situación de descontento general en la Bética y Lusitania. César, mientras tanto, cumplía con la segunda parte de su plan derrotando a Pompeyo en Farsalia: el general sin ejército fue finalmente asesinado por un esclavo del rey de Egipto. No obstante, la guerra se prolongó al contar los partidarios de Pompeyo, que se reducían ya a los partidarios de la República, con importantes bazas en el norte de África: Escipión y Marco Catón, apoyados por el mauritano rey Juba. Derrotados los pompeyanos en África, su última esperanza era Hispania, a donde se dirigieron comandados por Cneo Pompeyo, quien tras conquistar las Baleares acudió a la Bética con el objeto de sublevarla, encendidos como estaban los ánimos por la expoliación de los cesarianos. Allí se unieron en torno a Cneo Escipión todos los resistentes del partido republicano; César, en una rápida y decisiva acción, se presentó súbitamente en Hispania, acabando la cuestión con su decisiva victoria en Munda (Osuna), en la primavera del 45 a.C., tras la cual el orgulloso partido republicano quedaba definitivamente fuera de combate.
Con el triunfo de Munda la República había desaparecido. Los temores de que César pudiese coronarse rey quedaron pronto disipados ante la inteligente actitud de éste al buscar una fórmula que le permitiese arrogarse todas las ventajas del reinado y no suscitase las repercusiones negativas que la institución monárquica evocaba entre sus conciudadanos. César buscó la instauración de un régimen nuevo, el Imperio, un sistema político flexible y eficaz que le permitía gobernar como imperator o jefe supremo de los ejércitos, cónsul por diez años y dictador perpetuo, con lo cual sometía a su arbitrio el Senado y las magistraturas. Al morir asesinado los idus de marzo del 44 a.C. en una conspiración alentada por el partido republicano, su sangre derramada ayudó a prestigiar la institución a la que había dado vida: se le tributaron honores divinos y el nombre César significó desde entonces una renovada dignidad real. Recayó así en primer lugar sobre Cayo Octavio César, nieto de una hermana del asesinado caudillo, quien se encargó de consolidar y perfeccionar la recién creada institución. Aun sin los muchos atractivos de la personalidad de su antecesor, Octavio era un hombre inteligente y práctico, que dada su extremada juventud hubo de resignarse a dejar la tarea de organizar el poder a algunos influyentes cesarianos, Marco Antonio y Lépido. Más tarde, beneficiándose de la inmensa fama póstuma de su antecesor, formó con ellos un nuevo triunvirato, del que pronto Lépido fue excluido ante las sospechas de sus connivencias con los republicanos. Antonio y Octavio se repartieron el mundo bajo la égida romana, correspondiendo al primero Oriente hasta el Adriático y al segundo Occidente; su definitivo enfrentamiento tuvo lugar en la batalla de Actium, quedando Octavio Augusto como único dueño de Roma.
                                  
Emperador Augusto. Tarragona.
A Augusto corresponde el honor de haber articulado coherente y eficazmente la institución esbozada por su antecesor; ampliando la política de César y dando contenido a cada una de sus instituciones para vertebrar el Imperio. Gracias a ello, creó un instrumento de gobierno que habría de servir eficazmente a los intereses de Roma durante cinco siglos en Occidente y durante más de diez en Oriente. En los diez años siguientes a partir del 29 a.C., Augusto asumió calladamente todas las magistraturas en un proceso de concentración de poder personal pocas veces registrado a lo largo de la historia, dando al tiempo a la institución imperial la autoridad necesaria para regir los destinos de Roma a lo largo de su historia.

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