miércoles, 6 de enero de 2016

DESTRUCION DEL TEMPLO DE JERUSALEN...MASADA,EL ÚLTIMO BASTION JUDIO


En las primeras semanas del año 70 d.C. empezaron a llegar a Alejandría embajadores de todo el mundo mediterráneo, enviados por los gobernadores de las provincias del Imperio y Estados aliados; hasta el rey de los partos se desplazó en persona a la capital egipcia. Todos acudían con un único propósito: felicitar a Vespasiano, el general al que las legiones de Roma acababan de proclamar nuevo emperador.

Vespasiano había llegado al Próximo Oriente cuatro años antes. Nerón, antes de sucumbir a una conspiración contra su tiránico régimen, lo había nombrado gobernador de Judea con una misión muy precisa: acabar con la rebelión de los judíos contra Roma. Su antecesor en esa tarea, el legado de Siria, Cestio Galo, había fracasado estrepitosamente, de manera que Vespasiano se mostró prudente y no quiso atacar de inmediato Jerusalén, la capital de Judea y baluarte de la resistencia. Pero ahora, antes de partir hacia Roma para tomar posesión de su nueva dignidad, el recién nombrado emperador quiso dejar encaminado el problema y encargó a su hijo primogénito, Tito Vespasiano, la conquista de la ciudad sagrada de los hebreos.

Tito quedó al mando de cuatro legiones: la V Macedónica, la X Fretensis, la XV Apollinaris y la XII Fulminata; en total, unos 60.000 hombres entre legionarios, jinetes, tropas auxiliares, ingenieros e innumerable personal. Una fuerza colosal, a la altura de lo que también era un descomunal desafío. Jerusalén, en efecto, parecía una ciudad inexpugnable. Estaba fortificada con tres murallas y albergaba, además del recinto del Templo, dos tremendas fortalezas: el antiguo palacio de Herodes el Grande, con tres torres imponentes, y la fortaleza Antonia, en el ángulo noroccidental del Templo, con cuatro torres muy potentes. Dentro de la ciudad había dos murallas: una separaba la Ciudad Nueva de la antigua, situada al lado del Templo; la otra cortaba el paso desde este barrio a la Ciudad Alta. Y, finalmente, había un cuarto muro entre la ciudad alta y la baja. La tercera muralla defendía la zona septentrional de Jerusalén, la más llana y propicia a un ataque. Los lados occidental, sur y oriental eran prácticamente imposibles de franquear, pues el desnivel entre los muros y los valles circundantes era muy pronunciado.
Además, en la ciudad se habían hecho fuertes varios grupos de zelotes, una corriente de judíos exaltados que propugnaban desde hacía décadas la rebelión contra el poder romano. Juan de Giscala, Simón bar Giora y Eleazar ben Simón se repartían el dominio de Jerusalén, en medio de recelos mutuos que desembocaron en una auténtica guerra civil, de la que sería víctima uno de ellos, el sumo sacerdote Eleazar. En su furia sectaria cometieron graves errores, como por ejemplo destruir los depósitos de grano, que según algunos hubieran permitido a Jerusalén resistir durante años un asedio. Pero a la llegada de Tito todos estaban dispuestos a luchar hasta la muerte, y frenaron todos los intentos de los judíos más moderados y pacíficos de llegar a un acuerdo con los romanos.


El sitio de Jerusalén duró cinco meses, de marzo a septiembre del año 70, y conocemos su desarrollo gracias a Flavio Josefo, un judío al servicio de Tito que lo relató detalladamente en su libro La guerra de los judíos. Tito inició el ataque por el norte. Sus tropas desplegaron la impresionante maquinaria de asedio romana: balistas y otros ingenios castigaban a los defensores con un bombardeo de piedras y jabalinas, mientras la infantería trataba de perforar las murallas mediante arietes, vigas de madera montadas sobre plataformas o en torres móviles. Para realizar esta operación era necesario nivelar el terreno, por lo que los soldados construyeron terraplenes de madera con tierra encima. La madera se obtuvo de los bosques próximos, que quedaron totalmente talados en un radio de 20 a 25 kilómetros. Al ver que los romanos estrechaban cada vez más el cerco, los judíos respondieron arrojando antorchas encendidas contra las máquinas de guerra romanas. En una ocasión, incluso, hicieron una salida en masa para incendiar el material bélico romano, pero fueron rechazados por tropas de élite de Alejandría y por la bravura personal de Tito, que arremetió contra los judíos al frente de su caballería y mató él mismo a doce de ellos, según relata Flavio Josefo.
Las máquinas de asalto abrieron un boquete en la tercera muralla, la más exterior, y los romanos penetraron en la Ciudad Nueva. Ocupada la zona, los romanos pudieron preparar el asalto a la Ciudad Vieja, la fortaleza Antonia y el Templo. Ante la feroz resistencia de los sitiados, cuenta Josefo que Tito permitía a sus soldados crucificar cada día a quinientos prisioneros judíos frente a las murallas para intimidar a los que resistían: «Eran tantas sus víctimas que no tenían espacio suficiente para poner sus cruces ni cruces para clavar sus cuerpos».

El siguiente objetivo de los romanos fue la segunda muralla, que no tardó en desplomarse. Luego pusieron sitio a la fortaleza Antonia. Tito ordenó construir cuatro nuevos montículos o plataformas para asentar los arietes y otros artilugios y lanzar el asalto. Pero Juan de Giscala había hecho excavar túneles desde la fortaleza hasta el lugar donde estaban los terraplenes; dentro puso madera untada de pez y betún y ordenó prenderle fuego. El resultado fue que el suelo bajo los terraplenes se hundió, sumiendo en la confusión a los romanos. Unos días después, un comando de judíos penetró entre las tropas romanas y, pese a ser atacado con flechas y espadas por todas partes, logró incendiar las armas de asalto enemigas. «En esta guerra no se han visto hombres más audaces y más terribles que éstos», escribe Josefo.
Tito levantó entonces un muro de circunvalación en torno a la muralla de la ciudad, a fin de que nadie de entre los sitiados pudiera salir de noche en busca de alimentos. El bloqueo se hizo sentir pronto y la cruda realidad de la hambruna se adueñó de Jerusalén. Josefo, que entró en la ciudad como embajador del general romano, testimonia los devastadores efectos de esta estrategia: «Los tejados estaban llenos de mujeres y de niños deshechos, y las calles de ancianos muertos. Los niños y los jóvenes vagaban hinchados, como fantasmas, por las plazas y se desplomaban allí donde el dolor se apoderaba de ellos [...] Un profundo silencio y una noche llena de muerte se extendió por la ciudad». A ello se sumaba el régimen de terror impuesto por los jefes de la rebelión, que ordenaban asesinar a quienes intentaban huir u ocultar algún alimento. Josefo cuenta el caso de una mujer que mató, asó y devoró a su propio hijo y ofreció a los jefes de la rebelión los restos para que participaran en el macabro banquete.
Finalmente, los arietes romanos lograron derrumbar un muro de la fortaleza Antonia. Aunque Juan de Giscala había erigido un murete interior, éste también fue tomado y los defensores no tuvieron otra salida que huir al Templo adyacente. Éste constituía en sí mismo una tremenda fortaleza y los romanos tuvieron que organizar un nuevo sitio. En esta ocasión, los arietes no bastaron, y los legionarios hubieron de emplear escaleras de asalto para superar la muralla exterior del templo y entrar en el llamado patio de los Gentiles. Juan de Giscala y Simón bar Giora se refugiaron en el recinto interior, desde donde rechazaron las ofertas de rendición de Tito.

El gran atrio del Templo estaba rodeado por un suntuoso pórtico que pronto se convirtió en escenario de los combates. En una ocasión los judíos tendieron una trampa a sus enemigos. Se retiraron a una de las estoas porticadas, y cuando los romanos la asaltaron y ascendieron hasta los tejados prendieron fuego a maderos que previamente habían acumulado allí. Murieron muchos asaltantes, bien por el fuego o arrojándose al patio, donde fueron rematados. Instados por Tito, los legionarios prosiguieron la lucha con redoblada ferocidad. Eran muchos los que exigían al general que destruyera totalmente el Templo, a lo que Tito se resistía, según cuenta Josefo. El mismo autor afirma que fue un soldado quien, sin orden expresa, lanzó por su cuenta una tea contra esta zona interior del templo, de forma que el fuego prendió rápidamente. Tito corrió a impedirlo, pero los soldados no le hicieron caso y arrojaron más teas. Pronto toda la zona santa del Templo fue pasto de las llamas.
La batalla cuerpo a cuerpo continuó en la Ciudad Baja, que también fue saqueada e incendidada. Los archivos, la cámara del Sanedrín y todas las casas y mansiones que se habían salvado hasta entonces quedaron ahora arrasados. La represión de los legionarios romanos fue feroz. Josefo lo expresa con una imagen impactante: «Degollaron a todos aquellos con los que se toparon, taponaron con sus cadáveres las estrechas calles e inundaron de sangre toda la ciudad, de modo que muchos incendios fueron también apagadados por esta carnicería».
Pero las operaciones no terminaron aquí: quedaba aún la parte alta de la ciudad, separada por una muralla, donde se habían hecho fuertes Simón bar Giora y sus partidarios. El antiguo palacio de Herodes, protegido por sus tres tremendas torres, seguía alzándose imponente ante las legiones de Tito. Los romanos construyeron nuevas plataformas para situar los arietes, que reanudaron su tarea. La muralla de la Ciudad Alta se derrumbó por varios sitios y los romanos penetraron por las estrechas callejuelas sin encontrar casi oposición. A estas alturas, el cansancio, el hambre y el desaliento habían minado los ánimos de los sitiados, que se rindieron a los pocos días. Simón bar Giora escapó por unos pasadizos subterráneos, para reaparecer más tarde vestido de blanco y púrpura, enloquecido por el hambre y la sed. Fue capturado y murió ejecutado en Roma.

Judea quedó casi arrasada. Aunque las cifras de muertos o desaparecidos que da Josefo sean exageradas, quizás hubo unos 250.000 damnificados en un país que no debía de llegar al millón de habitantes. La inmensa mayoría fueron vendidos como esclavos; unos pocos se destinaron a combates de gladiadores; otros, a las minas de Egipto, y los menos volvieron a su vida normal en un territorio arruinado. En verdad, como sostenía el propio Josefo, el dios de los judíos se había puesto del lado Roma.
Tito ordenó destruir por completo el Templo y las demás construcciones herodianas; sólo dejó en pie las tres torres del palacio de Herodes como testimonio de «la fortuna del conquistador», escribe Josefo. El templo de David y Salomón ya había sido destruido por los asirios en el año 586 a.C., para ser reconstruido poco después y ampliado según el grandioso plan de Herodes. Pero esta vez no habría nadie para reconstruirlo. Los judíos quedaron desamparados, expulsados de su ciudad sagrada, sin sacerdotes que dirigieran su culto. A partir de entonces se refugiarían en el cumplimiento de la Ley, la oración, las reuniones de la sinagoga y el trabajo silencioso, bajo la guía de los rabinos. Hasta que una última rebelión en su patria, bajo el gobierno del emperador Adriano (131-135), los lanzaría a un largo exilio: la diáspora.


En el año 74 d.C., decididos a poner fin a la gran revuelta judía contra su dominio, los romanos sitiaron la fortaleza de Masada. Allí resistía un grupo de aguerridos combatientes que prefirieron suicidarse antes que aceptar la rendición. O al menos así lo cuenta la leyenda
En el año 70 d.C., las legiones romanas comandadas por Tito, el hijo del emperador Vespasiano, tomaron Jerusalén a sangre y fuego. Tras masacrar a sus habitantes y saquear y arrasar el templo de Salomón, Tito y sus lugartenientes creyeron haber aplastado definitivamente la gran rebelión judía contra su dominio, iniciada cuatro años antes. Quedaban tan sólo algunos reductos rebeldes, particularmente en tres fortalezas que se alzaban a orillas del mar Muerto. Dos de ellas, Maqueronte y Herodion, no tardaron en caer. Pero la tercera presentaría una encarnizada resistencia y obligaría a los romanos a organizar una de las mayores y más arduas operaciones de asedio de la historia de Roma.
Masada se encuentra sobre un promontorio rocoso que se alza 400 metros sobre el nivel del mar Muerto. El lugar había sido utilizado como fortaleza desde el siglo II a.C., pero fue Herodes el Grande, rey de Judea entre los años 37 y 4 a.C. y aliado de los romanos, quien la habilitó como una ciudadela regia, construyendo una muralla, una torre de defensa, almacenes, cisternas, cuarteles, arsenales y residencias para los miembros de la familia real. Desde el año 6 d.C. había estacionada allí una guarnición romana.
Al estallar la rebelión judía en 66 d.C., un grupo de rebeldes se apoderó de la plaza fuerte y eliminó a la guarnición romana. Dirigidos por un tal Menahem, y tras su muerte por su sobrino Eleazar ben Yair, pertenecían a un grupo de judíos radicales, los sicarios, denominados así por el puñal o sica que solían emplear. Los sicarios formaban parte a su vez de los zelotas, un movimiento que propugnaba el uso de la violencia para liberarse del yugo romano y acelerar la venida del Mesías. A ojos de los romanos, en cambio, los sicarios eran meros criminales que utilizaron la revuelta contra Roma como pretexto para sus abusos, según recogía Flavio Josefo, el principal cronista de la guerra. De hecho, pese a tomar Masada al principio de la guerra, los hombres de Eleazar ben Yair no combatieron contra los romanos, sino que se dedicaron a asolar la región del mar Muerto desde su base en Masada, protagonizando «hazañas» como el saqueo de la vecina población judía de Eingedi, donde mataron a setecientas personas.




Durante los años de guerra contra Roma, los sicarios de Masada modificaron las construcciones de la fortaleza adaptándolas a sus necesidades y prácticas religiosas. Construyeron talleres o pequeñas viviendas separadas por tabiques, donde los arqueólogos han hallado utensilios de uso cotidiano como recipientes de piedra para la comida, ideales para evitar cualquier impureza ritual descrita en la ley judía. También se construyeron baños para abluciones rituales (en hebreo, mikvaot) y una panadería. En el vestuario de la casa de baños de Herodes se añadieron bancos y se instaló una bañera en una esquina.
Los rebeldes también adaptaron a sus necesidades la sinagoga, construyendo otro banco corrido, algo que sugiere la necesidad de dar cabida a muchas más personas de las que habían acogido estas construcciones en origen, cuando sirvieron únicamente para el rey, su familia y algunos cortesanos. En las excavaciones de la sinagoga se descubrieron fragmentos de cerámica (ostraca) con la inscripción «diezmo de los sacerdotes», lo que significa que se preocuparon de pagar el impuesto debido al templo de Jerusalén, así como una geniza, un hoyo excavado en la tierra para albergar los textos sagrados que, por su estado de deterioro, ya no fuesen aptos para el culto. Todo ello indica que los sicarios eran fervientes cumplidores de la Ley de Moisés, aunque en una versión radical que, a su modo de ver, les autorizaba a quitar la vida tanto a cualquier enemigo de Israel como a los compatriotas que no cumplieran sus exigencias de fidelidad a la Ley.
A lo largo de la guerra, Masada fue acogiendo a una multitud de judíos que huían de la destrucción que ya se extendía por todo el país. Además de los sicarios, las excavaciones han sacado a la luz restos que demuestran que en la cumbre de Masada se refugiaron samaritanos (una comunidad de ascendencia judía tachada de impura por los judíos) así como esenios, secta ascética judía que poseía una comunidad en Qumrán, no lejos de Masada. La vida interna de los esenios en Qumrán se organizó en diez zonas, cada una de ellas al mando de un jefe. El descubrimiento de unos ostraca que consignan el reparto del pan en diez secciones nos ha permitido conocer el nombre de otros líderes rebeldes aparte de Eleazar ben Yair, como Yehohanán, Simón, Yerahemeyah, Bar Levi, Talmai, Peliah o Dositeo.




A comienzos del año 73 d.C., , se dispuso a enfrentarse con los rebeldes de Masada. Habían pasado ya tres años desde la caída de Jerusalén, tardanza tanto más sorprendente cuanto que si los romanos se pusieron en marcha fue más por consideraciones económicas que militares, pues los rebeldes de Masada ponían en peligro el negocio de las plantaciones de bálsamo de la vecina Eingedi, enormemente lucrativo –según Plinio el Viejo, el comercio de perfumes de Judea produjo la enorme suma de 800.000 sestercios durante los cinco años de guerra–, y a los romanos no les convenía perder esta importante fuente de ingresos.
El cerco de Masada planteaba numerosas dificultades. Los romanos debían traer el agua desde Eingedi, a varios kilómetros de distancia, y los víveres desde Jericó o Jerusalén, pues en la depresión del mar Muerto, a 400 metros por debajo del nivel del mar, las temperaturas de hasta 50 ºC en verano y las heladas en invierno impedían practicar la agricultura. En cambio, en la cima de Masada el clima era más benigno y los asediados contaban con depósitos de agua, provisiones y armas. Animados por un espíritu indómito, los sicarios estaban dispuestos a defenderse hasta el final. El general romano lo sabía y por ello organizó un gran operativo de asedio, decidido a evitar que prendiese de nuevo la llama de la rebelión.
Silva hizo construir una muralla que rodeaba todo el promontorio, con torres de vigilancia a intervalos, y desplegó un total de ocho campamentos que debían servir no sólo como cuartel, sino también para evitar fugas de los sitiados y defenderse frente a incursiones exteriores.
A continuación mandó construir una rampa por el lado oeste, el de menor desnivel, de apenas cien metros. En las obras, que duraron siete meses, se empleó a judíos apresados durante la guerra. Una vez terminada la rampa, se construyó en su cima una plataforma sobre la que se instaló una torre de asalto.


Iniciado el ataque, los romanos lograron derribar un tramo de la muralla mediante los golpes de su ariete, pero los defensores lograron cerrar la brecha con maderas y piedras. Flavio Josefo cuenta que entonces se produjo un incendio seguido de un cambio de dirección del viento que, por un instante, amenazó la integridad de la torre romana. Aquel día no cayó Masada, pero tanto romanos como judíos sabían que era cuestión de tiempo. Según el mismo autor, por la noche Eleazar ben Yair pronunció un discurso con el que persuadió a los defensores de Masada de que lo mejor era quitarse la vida para ahorrarse el oprobio de verse humillados por los romanos. Puestos todos de acuerdo, quemaron sus posesiones y víveres, aunque respetando una parte para dejar claro que no morían por falta de abastecimiento. Luego, puesto que la ley judía prohíbe el suicidio, cada hombre se encargó de dar muerte a su esposa e hijos. A continuación, sortearon diez hombres que dieron muerte al resto y, por último, uno de ellos mató a los otros nueve antes de, éste sí, suicidarse. Cuando al día siguiente los romanos entraron en Masada se encontraron con una montaña de más de 950 cadáveres y sólo siete supervivientes: dos ancianas y cinco niños que se habían escondido y que contaron lo que había ocurrido en la cumbre de Masada durante el asedio.
Sin embargo, en los últimos años las investigaciones arqueológicas han cuestionado la exactitud del relato de Flavio Josefo. Por una parte, la arqueología no ha conseguido confirmar que en Masada tuviera lugar un suicidio colectivo. Por otra, pese a algunos restos de combates localizados junto a la rampa, hay quien afirma que ésta nunca se terminó y, por tanto, nunca estuvo operativa, lo que desmentiría la escena del combate en torno a la torre y el ariete el día anterior a la caída de Masada.
Como quiera que fuese, Masada acabó en manos romanas y el recuerdo de los sicarios de Eleazar ben Yair se diluyó en las páginas de los libros de historia. Para conmemorar la victoria, Roma acuñó una moneda con la leyenda Iudaea capta, con la imagen de un general en postura desafiante, una palmera (símbolo del país) y una mujer sentada y llorando. El recuerdo de Masada se perdió durante casi mil novecientos años, hasta que su «redescubrimiento» a mediados del siglo XX la convirtió en símbolo de la tenacidad judía por conservar la independencia y la libertad.
http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/historia/grandes_reportajes/7854/destruccion_del_templo_jerusalen.html

http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/historia/grandes_reportajes/10799/masada.html



2 comentarios:


  1. Un relato que habla del pueblo judío que lucha por su libertad: pasajes heroicos llenos de dramatismo van y vienen y, el pueblo hebreo siempre en lucha por su supervivencia, gracias ARACELI REGO por compartir esta parte de la historia.

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  2. Un relato que habla del pueblo judío que lucha por su libertad: pasajes heroicos llenos de dramatismo van y vienen y, el pueblo hebreo siempre en lucha por su supervivencia, gracias ARACELI REGO por compartir esta parte de la historia.

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