En el año 53 a.C., Marco Licinio Craso se dirigía a Ctesifonte, la capital parta, para conquistarla y convertirse en un victorioso general como sus colegas César y Pompeyo, pero cerca de Carras su ejército fue sorprendido y aplastado por los partos, que acabaron con su vida
La batalla de Carras constituyó, junto con las batallas de Alia,
Cannas, Teutoburgo y Adrianópolis, uno de los mayores desastres
militares de toda la historia de Roma. Para el Imperio parto, sin
embargo, el enfrentamiento supuso una de sus victorias más importantes,
la constatación más clara del inmenso poder que había alcanzado esta
antigua población de estirpe escita.
El pueblo de los parnos, que las fuentes griegas y romanas denominaron partos, formaba parte de los dahes, una confederación de pueblos seminómadas que ocupaban desde antiguo las estepas al este del mar Caspio. Esta tribu atacó a mediados del siglo III a.C. a los reyes griegos de la dinastía seléucida, que se habían hecho con el poder de los territorios orientales conquistados por Alejandro Magno. Siguiendo a su rey Arsaces I, los parnos conquistaron la antigua satrapía de Partia, con cuyo nombre serán conocidos desde ese momento. Nació así una nueva dinastía, la arsácida.
Desde este núcleo territorial, que se encontraba en el noroeste del actual Irán, los partos consiguieron subyugar a lo largo de todo el siglo II a.C. tanto Mesopotamia como Persia, llegando a gobernar un inmenso imperio que se extendía desde el Éufrates hasta el río Indo. El temible ejército parto, formado principalmente por hábiles jinetes arqueros y por la poderosa caballería pesada catafracta, se convirtió en el garante de la continuidad de un régimen que perduró hasta el siglo III d.C. y que se enfrentó con éxito en numerosas ocasiones a las legiones romanas, el ejército más poderoso y disciplinado de la época.
El 9 de junio del año 53 a.C., el grueso del ejército romano, formado por siete legiones, cuatro mil soldados de infantería ligera y cuatro mil caballeros, se encontró con un contingente militar parto compuesto por mil jinetes de caballería pesada y nueve mil arqueros a caballo. Comandaba la tropa romana uno de los poderosos triunviros de Roma, Marco Licinio Craso, acompañado de su hijo Publio, que dirigía mil jinetes galos, y de Gayo Casio, que es más conocido por haber sido uno de los líderes de la conspiración contra Julio César. Frente a ellos se encontraba un hábil general parto cuyo nombre no es conocido, pero al que las fuentes grecorromanas denominaron Surena, en referencia al título hereditario que ostentaba el general (Suren) y que lo destacaba como el noble más importante del Imperio parto.
El pueblo de los parnos, que las fuentes griegas y romanas denominaron partos, formaba parte de los dahes, una confederación de pueblos seminómadas que ocupaban desde antiguo las estepas al este del mar Caspio. Esta tribu atacó a mediados del siglo III a.C. a los reyes griegos de la dinastía seléucida, que se habían hecho con el poder de los territorios orientales conquistados por Alejandro Magno. Siguiendo a su rey Arsaces I, los parnos conquistaron la antigua satrapía de Partia, con cuyo nombre serán conocidos desde ese momento. Nació así una nueva dinastía, la arsácida.
Desde este núcleo territorial, que se encontraba en el noroeste del actual Irán, los partos consiguieron subyugar a lo largo de todo el siglo II a.C. tanto Mesopotamia como Persia, llegando a gobernar un inmenso imperio que se extendía desde el Éufrates hasta el río Indo. El temible ejército parto, formado principalmente por hábiles jinetes arqueros y por la poderosa caballería pesada catafracta, se convirtió en el garante de la continuidad de un régimen que perduró hasta el siglo III d.C. y que se enfrentó con éxito en numerosas ocasiones a las legiones romanas, el ejército más poderoso y disciplinado de la época.
El 9 de junio del año 53 a.C., el grueso del ejército romano, formado por siete legiones, cuatro mil soldados de infantería ligera y cuatro mil caballeros, se encontró con un contingente militar parto compuesto por mil jinetes de caballería pesada y nueve mil arqueros a caballo. Comandaba la tropa romana uno de los poderosos triunviros de Roma, Marco Licinio Craso, acompañado de su hijo Publio, que dirigía mil jinetes galos, y de Gayo Casio, que es más conocido por haber sido uno de los líderes de la conspiración contra Julio César. Frente a ellos se encontraba un hábil general parto cuyo nombre no es conocido, pero al que las fuentes grecorromanas denominaron Surena, en referencia al título hereditario que ostentaba el general (Suren) y que lo destacaba como el noble más importante del Imperio parto.
El lugar en el que se desarrolló la contienda fue el desierto cercano a la
ciudad de Carras, la actual Harran, en Turquía, seguramente en las
inmediaciones del río Balissos (Belik). Resulta difícil comprender qué
llevó a un ejército de infantería tan numeroso como era el romano a
emprender una marcha por el desierto en una época del año tan
desfavorable y enfrentándose a un enemigo que se podía mover con mayor
rapidez y que conocía bien el terreno. Las fuentes achacan la
desastrosa elección del emplazamiento de la batalla a la incapacidad
militar de Craso y sus malas decisiones estratégicas, así como a los
engaños y acechanzas de un aliado árabe que traicionó al general romano.
En efecto, parece que esta decisión no tuvo en cuenta los consejos de
sus lugartenientes ni de su aliado, el rey armenio Artavasdes II, que lo
animó a atacar Partia por el norte, un terreno más propicio para la
infantería romana. De igual modo, el rey árabe Ariamnes, supuesto aliado
pero en realidad al servicio de los partos, aconsejó a Craso que
persiguiera al enemigo por el desierto en vez de seguir el cauce del
río, lo que hubiera sido más ventajoso para los legionarios y habría
facilitado el avituallamiento.
Cuando
los dos ejércitos se encontraron al fin, Craso decidió formar un
inmenso cuadrado con doce cohortes en cada lado con su correspondiente
apoyo de caballería e infantería ligera. El general pretendía, así,
evitar que sus tropas fueran superadas por los flancos. El resto del
ejército, junto con el tren de avituallamiento, se situaron en el
interior del cuadrado. Por su parte, Surena decidió cambiar su plan
original, que consistía en lanzar a sus catafractos contra los romanos,
para emplear a los jinetes arqueros.
Éstos se dedicaron durante todo el combate a cabalgar frente a los romanos disparando sus potentes arcos compuestos con los que podían traspasar las corazas y los escudos enemigos, mientras se mantenían fuera del alcance de los proyectiles romanos. Además, los arqueros combinaban las trayectorias con las que lanzaban sus flechas, de forma que mientras unos hacían tiros elevados para que los proyectiles cayeran desde arriba, otros apuntaban directamente a los soldados romanos. El resultado fue una lluvia continua de proyectiles que dificultaba terriblemente una defensa efectiva por parte de los legionarios.
En un principio, los romanos soportaron el continuo ataque de los partos con la esperanza de que los arqueros se quedaran sin proyectiles como era habitual. Sin embargo, el general parto había contado con esa eventualidad y por eso un contingente de mil camellos cargados con alforjas repletas de flechas acompañaba a su ejército. De esta forma, cada vez que los jinetes vaciaban sus aljabas podían recargarlas en este depósito móvil y retornar a la lucha.
Para salir de su dramática situación, los romanos intentaron con frecuencia acercarse a los arqueros a caballo. En estos casos, los jinetes se retiraban a la vez que llevaban a cabo el famoso «disparo parto», que consistía en volverse en la silla y seguir asaetando al enemigo incluso en la huida. A la vez que se producía la rápida escapada de los arqueros, los catafractos entraban en acción y cargaban contra el contingente que se había separado del inmenso cuadrado, de tal forma que los soldados romanos eran eliminados o se veían forzados a regresar a las filas.
En esta difícil tesitura, Craso decidió enviar a su hijo al frente de los mil jinetes galos, trescientos caballeros romanos, ocho cohortes y quinientos arqueros para buscar un enfrentamiento directo con el enemigo y evitar que su ejército se viera completamente rodeado. Al principio la maniobra pareció tener éxito, pues los partos, ante el rápido avance de Publio Craso, se retiraron. Sin embargo, se trataba de otra estrategia de Surena que con su huida fingida consiguió alejar a los romanos del grueso del ejército. En ese momento, los rodeó con toda su caballería y comenzó a castigarlos de nuevo con los arqueros, hasta tal punto que, a decir de Plutarco, cuando Publio Craso alentaba a los legionarios a lanzarse al ataque, los soldados sólo podían señalarle sus manos pegadas a los escudos y sus pies clavados al suelo.
Éstos se dedicaron durante todo el combate a cabalgar frente a los romanos disparando sus potentes arcos compuestos con los que podían traspasar las corazas y los escudos enemigos, mientras se mantenían fuera del alcance de los proyectiles romanos. Además, los arqueros combinaban las trayectorias con las que lanzaban sus flechas, de forma que mientras unos hacían tiros elevados para que los proyectiles cayeran desde arriba, otros apuntaban directamente a los soldados romanos. El resultado fue una lluvia continua de proyectiles que dificultaba terriblemente una defensa efectiva por parte de los legionarios.
En un principio, los romanos soportaron el continuo ataque de los partos con la esperanza de que los arqueros se quedaran sin proyectiles como era habitual. Sin embargo, el general parto había contado con esa eventualidad y por eso un contingente de mil camellos cargados con alforjas repletas de flechas acompañaba a su ejército. De esta forma, cada vez que los jinetes vaciaban sus aljabas podían recargarlas en este depósito móvil y retornar a la lucha.
Para salir de su dramática situación, los romanos intentaron con frecuencia acercarse a los arqueros a caballo. En estos casos, los jinetes se retiraban a la vez que llevaban a cabo el famoso «disparo parto», que consistía en volverse en la silla y seguir asaetando al enemigo incluso en la huida. A la vez que se producía la rápida escapada de los arqueros, los catafractos entraban en acción y cargaban contra el contingente que se había separado del inmenso cuadrado, de tal forma que los soldados romanos eran eliminados o se veían forzados a regresar a las filas.
En esta difícil tesitura, Craso decidió enviar a su hijo al frente de los mil jinetes galos, trescientos caballeros romanos, ocho cohortes y quinientos arqueros para buscar un enfrentamiento directo con el enemigo y evitar que su ejército se viera completamente rodeado. Al principio la maniobra pareció tener éxito, pues los partos, ante el rápido avance de Publio Craso, se retiraron. Sin embargo, se trataba de otra estrategia de Surena que con su huida fingida consiguió alejar a los romanos del grueso del ejército. En ese momento, los rodeó con toda su caballería y comenzó a castigarlos de nuevo con los arqueros, hasta tal punto que, a decir de Plutarco, cuando Publio Craso alentaba a los legionarios a lanzarse al ataque, los soldados sólo podían señalarle sus manos pegadas a los escudos y sus pies clavados al suelo.
Los jinetes galos, a pesar de ser
soldados temibles y veteranos, tampoco pudieron oponer resistencia a los
catafractos que cargaban con sus largas picas sobre unos adversarios
que no tenían casi ninguna armadura. Se produjeron lances terribles,
pero al final se puso de manifiesto la superioridad parta. Todos los
soldados que habían acompañado al hijo de Craso en su salida resultaron
muertos.
Durante el tiempo que duró esta lucha, el grueso del ejército romano había tenido un respiro que Craso aprovechó para disponer las legiones en línea y avanzar contra el enemigo. Las tropas parecían recuperar la moral y estaban deseosas de entablar combate, cuando los partos retornaron con la cabeza del hijo del general clavada en una pica. La batalla continuó durante el resto del día, pero los legionarios no pudieron entablar un combate directo, más ventajoso para la infantería, y siguieron sufriendo bajas. Las hostilidades sólo se detuvieron al caer la noche, cuando los arqueros no podían apuntar correctamente, y los partos se alejaron para pernoctar a salvo de los romanos.
El día concluyó con una terrible derrota para el bando romano cuyas consecuencias aumentaron por la desastrosa forma en la que se llevó a cabo la retirada. Cuatro mil heridos fueron abandonados, y muchos legionarios (cuatro cohortes) se separaron del grueso del ejército y fueron cazados por los partos. La mayoría de los supervivientes se encaminaron entonces hacia Carras, pero Surena bloqueó la ciudad. Los romanos intentaron resistir esa noche y aunque más de diez mil lograron escapar de la ciudad sitiada, Craso fue interceptado y asesinado, y Surena envió su cabeza al rey Orodes II como obsequio. De los cerca de cuarenta mil soldados que cruzaron el Éufrates en busca de la gloria prometida por Craso, unos veinte mil perdieron su vida y otros diez mil cayeron prisioneros en manos de los partos.
Durante el tiempo que duró esta lucha, el grueso del ejército romano había tenido un respiro que Craso aprovechó para disponer las legiones en línea y avanzar contra el enemigo. Las tropas parecían recuperar la moral y estaban deseosas de entablar combate, cuando los partos retornaron con la cabeza del hijo del general clavada en una pica. La batalla continuó durante el resto del día, pero los legionarios no pudieron entablar un combate directo, más ventajoso para la infantería, y siguieron sufriendo bajas. Las hostilidades sólo se detuvieron al caer la noche, cuando los arqueros no podían apuntar correctamente, y los partos se alejaron para pernoctar a salvo de los romanos.
El día concluyó con una terrible derrota para el bando romano cuyas consecuencias aumentaron por la desastrosa forma en la que se llevó a cabo la retirada. Cuatro mil heridos fueron abandonados, y muchos legionarios (cuatro cohortes) se separaron del grueso del ejército y fueron cazados por los partos. La mayoría de los supervivientes se encaminaron entonces hacia Carras, pero Surena bloqueó la ciudad. Los romanos intentaron resistir esa noche y aunque más de diez mil lograron escapar de la ciudad sitiada, Craso fue interceptado y asesinado, y Surena envió su cabeza al rey Orodes II como obsequio. De los cerca de cuarenta mil soldados que cruzaron el Éufrates en busca de la gloria prometida por Craso, unos veinte mil perdieron su vida y otros diez mil cayeron prisioneros en manos de los partos.
http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/historia/grandes_reportajes/9064/batalla_carras.html
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