Terminó la Primera Guerra Mundial y el
mundo tuvo que afrontar situaciones nunca antes conocidas. No fue solo
que los grandes imperios desaparecieran o que el mundo asistiera a una
nueva dimensión de la devastación bélica. No fue solo que Alemania fuera
humillada por los vencedores o que los Estados Unidos mostraran por vez
primera la patita de su inmenso poder. También, por vez primera, la
socialdemocracia desembarcaba, a través de las urnas, en el gobierno de
naciones tan civilizadas como Dinamarca, Suecia o Alemania con sus
programas de reformas sociales. Por primera vez una revolución obrera
conseguía no solo derrocar a una dinastía centenaria sino consolidar un
gobierno netamente bolchevique. Aquellos días que conmovieron al mundo
abrieron la escena a nuevos actores para los que las viejas estructuras
sociales apenas eran otra cosa que obstáculos que superar en una marcha
que se antojaba larga pero prometedora.
España no era diferente. La huelga
general revolucionaria impulsada por socialistas y anarquistas en 1917
desembocó en un fracaso que, pese a todo, dejaba bien claro que el
proletariado español había dejado de conformarse con ser carne de cañón
para las desastrosas guerras coloniales o mano de obra esclava sin otra
perspectiva que la miseria y el atraso. Reunidos en ateneos y
bibliotecas populares, alimentados por los rescoldos de la Escuela Libre
de Ferrer y Guardia, organizados férreamente en torno a los sindicatos,
los obreros españoles habían conseguido convertirse en una fuerza
determinante en la política nacional aunque las viejas élites no
quisieran darse por enteradas. La cosa ya no iba a ventilarse entre los
mismos caciques y señoritos que, durante los últimos cincuenta años, se
habían repartido el poder de forma ordenada arrastrando al país a la
ruina y la fractura social. Ahora los carpinteros, los mineros y los
torneros también querían decidir. Ahora los jornaleros, las lavanderas y
los curtidores exigían su derecho a soñar. Y eso, en un país como el
nuestro, solo significaba una cosa: iba a correr la sangre.
La joven Confederación Nacional del
Trabajo aglutinaba a cientos de miles de militantes, más de veinticinco
mil de Aragón, que, reunidos en Congreso en el Teatro de la Comedia de
Madrid en diciembre de 1919, optaron por continuar con la estrategia de
oposición total al sistema. Algunos meses antes, en Barcelona, la larga
huelga de la Canadiense había conseguido atemorizar al país entero,
provocando varias cosas. Por un lado la dimisión del Presidente del
Gobierno, el poderoso Conde de Romanones, por otro la implantación de la
jornada laboral de ocho horas. Pero sobre todo, había demostrado a la
opinión pública que el anarcosindicalismo no solo era la fuerza
hegemónica del movimiento obrero español sino que constituía una
verdadera alternativa de poder. Lo ocurrido en Rusia podía muy bien
ocurrir en España y eso no se podía consentir. Si la fuerza de la CNT
radicaba en su numerosa y bien organizada militancia, en la solvencia de
sus líderes y en su hegemónica implantación territorial en ciudades
como Barcelona o Zaragoza habría que tratar por todos los medios de
socavar dicha fuerza para neutralizar sus posibilidades. Y para ello
cualquier medio resultaría adecuado.
Los llamados “Sindicatos Libres”, de
origen carlista, se encargaron de realizar el trabajo sucio. Para ello
contaron con el apoyo tanto de la patronal catalana como del gobernador
militar de Cataluña, el nefasto Severiano Martínez Anido. Con la ayuda
de otro de los inventos de Martínez Anido, la célebre “Ley de Fugas”
puesta en práctica por la policía, Barcelona se convirtió en un
sangriento campo de batalla en el que, durante cuatro años, se
enfrentaron los pistoleros de los “Libres” y los de los Sindicatos
Únicos de la CNT. El balance arrojó decenas de obreros, patronos,
policías, pistoleros y chivatos muertos y heridos y el práctico
descabezamiento de CNT debido a la marcha de sus líderes a otras
regiones del país o a la muerte de los más destacados de ellos. Si el
brillante y moderado Ángel Pestaña consiguió sobrevivir al atentado de
que fue objeto en agosto de 1922, no sucedió lo mismo con Salvador
Seguí, “el noi del sucre”, el líder natural del anarcosindicalismo
español, asesinado a tiros por pistoleros de la patronal el diez de
marzo de 1923. Antes ya habían caído el que fuera Secretario General de
CNT, Evelio Boal, o el abogado Francesc Layret.
Pero la muerte de Seguí había llevado
las cosas demasiado lejos. Se hacía necesario responder a aquel golpe de
forma contundente. El caspolino Manuel Buenacasa da en su obra “Figuras
ejemplares que conocí” una versión de como la CNT planificó su
respuesta. “Las palabras que, según mi opinión pronunció Teresa
Claramunt en casa de Dalmau originaron el hecho… Hablando acerca de la
situación, era yo secretario de la Federación local de Zaragoza, Teresa
me dijo: Ayer estuvieron aquí Francisco Ascaso y tres compañeros. Les
dije que conceptúo deplorables ciertos hechos que vienen sucediendo de
algún tiempo a esta parte, pues no responden a las ideas que tengo de la
acción emancipadora. Las muertes recientes de ese desgraciado esquirol y
de un guardia de seguridad, ambos cargados de hijos, han provocado
indignación en el propio seno del pueblo trabajador. En cambio, distinta
sería la reacción de ese pueblo si cayese un alto jefe de policía, un
gobernante reaccionario o un obispo fascista… ¿No recuerdas el regocijo
en el pueblo catalán al caer Bravo Portillo?…
Yo le pregunté: ¿Y qué dijeron ellos?
-Ni una palabra. Me escucharon y se fueron.
Dos días después de la entrevista que acabo de relatar, el cardenal Soldevila fue muerto a tiros.”
Quizá no sucediera exactamente como lo
cuenta Buenacasa pero hay que pensar que es la suya una versión dotada
de cierta autoridad. Fue Buenacasa responsable de dos acontecimientos
citados aquí: el Congreso de la Comedia y la huelga de la Canadiense
cuyo comité de huelga dirigió desde la cárcel. Como ex secretario
general de CNT y responsable en el momento de la muerte del cardenal de
la federación local de Zaragoza hay que suponerle al menos un buen
conocimiento de los hechos. Él mismo se encontraba en Zaragoza para
escapar de los pistoleros del Sindicato Libre. Quizá su papel en la
conversación no fuera el de mero interlocutor de la veterana Teresa
Claramunt.
Lo cierto es que Juan Soldevila y
Romero, arzobispo de Zaragoza, cardenal, era un viejo objetivo de los
anarquistas. No hacía mucho que el sindicalista Parera había afirmado
ante miles de obreros reunidos en la plaza de toros de Zaragoza, a
propósito de la muerte de Seguí: “El crimen de Seguí ha sido acordado
por un prelado, un ex ministro y un general (en referencia clara tanto a
Soldevila como a Martínez Anido)… y si el cardenal sigue reclutando
pistoleros del Sindicato Libre para atentar contra nuestros compañeros,
prescindiremos de su jerarquía eclesiástica y le responderemos debidamente” Los
medios anarquistas habían denunciado la celebración de una reunión en
Tarragona en 1922 a la que habrían acudido Severiano Martínez Anido, el
Coronel Arlegui (jefe de la Dirección General de Seguridad en
Barcelona), el político conservador Alfonso Sala i Argemí y el propio
cardenal Soldevila, en la que habrían decidido atentar contra los
principales líderes anarcosindicalistas, entre ellos Ángel Pestaña y
Salvador Seguí.
Si para la gente de orden el cardenal
Soldevila era merecedor de todos los honores, senador vitalicio, gran
cruz de Isabel la Católica, hijo adoptivo de Zaragoza, para los medios
obreros de la ciudad su figura se identificaba directamente con la
violencia de estado y la corrupción. Francisco Ascaso se refería a él
como “un degenerado y crapuloso vejete que a ciencia y paciencia de
Zaragoza y España enteras, mantenía en una lujosa residencia de las
afueras de la capital aragonesa, el más escandalosos harén provisto de
guapísimas “hijas de María” que se cuidaban, por procedimientos que
desconocemos, de avivar la lujuria del anciano prelado”. Lo cierto es que la voz popular lo trataba con evidente falta de respeto, “hacía frecuentes visitas a un convento de monjas que la malicia popular comentaba irónicamente”,
y, además de sus supuestos devaneos sexuales con novicias, hacía
especial hincapié en sus turbios y rentables negocios personales, entre
los que se le atribuían el juego, los cabarets, las casas de lenocinio o
las contratas de obras. Pero, con independencia de sus devaneos
sexuales o sus negocios presuntos o reales, lo que destacaba en la
personalidad del cardenal era su vieja militancia política y su
alineamiento con las tesis más conservadoras hasta el punto de ser
acusado reiteradamente de ser uno de los principales valedores del
pistolerismo patronal. La muerte de un religioso tan significado como
Soldevila, cardenal por más señas, era un órdago en toda regla a la
campaña de violencia emprendida por el gobierno, un guante arrojado para
dejar claro que, por más que se recurriese a la guerra sucia para
intentar aniquilar a la CNT, esta se encontraba en disposición de
devolver todos los golpes. Como decía García Oliver, “responder a los atentados con el atentado, pero por arriba”.
El día cuatro de junio de 1923, en las
primeras horas de la tarde, el coche en el que viajaba el Cardenal
Soldevila en compañía de su mayordomo y su chofer, de color negro y con
matricula 135 de Zaragoza, se detuvo frente a la reja de la
escuela-asilo que las hermanas de la orden de San Vicente de Paúl
regentaban en la antigua calle Terminillo de Zaragoza. El propio
cardenal había fundado la institución y era su principal valedor. Todas
las tardes repetía la misma rutina. Las malas lenguas decían que lo
hacía porque mantenía una vieja relación con una de las monjas a la que
llegaría incluso a legar parte de su fortuna, circunstancia que la
susodicha aprovechó para abandonar los hábitos. Aquella tarde
seguramente haría calor. El cardenal esperaría a que abriesen la reja
sesteando en la parte de atrás del coche, quizá ligeramente aturdido. No
contaba con que un hecho imprevisto alterase su rutinaria espera. No
contaba con que dos hombres se plantaran a ambos lados del coche y
vaciaran los cargadores de sus armas sobre sus ocupantes. Más de veinte
balas impactaron en el vehículo. El chofer y el mayordomo resultaron
heridos, el cardenal murió en el acto. Dos balas le atravesaron el
corazón.
Aquellos dos hombres, “uno alto, delgado, vestido con traje claro, boina y guardapolvo, otro más bajo de estatura, con traje negro y gorra oscura”,
resultarían ser Francisco Ascaso Abadía y Rafael Liberato Torres
Escartín, aragoneses ambos, uno de Almudevar y el otro de Bailo. Ambos
formaban parte del grupo de afinidad conocido como “Los Solidarios”
junto a otros nombres míticos del activismo libertario tales como
Buenaventura Durruti, Juan García Oliver, Ricardo Sanz, Gregorio
Suberviola o Miguel García Vivancos. El grupo se había formado en
Barcelona en 1922 como una ampliación de un grupo preexistente llamado
“Crisol” y, desde el primer momento, fue el encargado de preparar la
venganza por el asesinato de Salvador Seguí. “Los Solidarios” fallaron
en su intento de eliminar a Severiano Martínez Anido en San Sebastián.
Con José Regueral, Conde de Coello y ex gobernador civil de Bilbao,
tuvieron más suerte. El Cardenal Soldevila completó la lista.
Las consecuencias del asesinato del
cardenal superaron todas las expectativas. Había que remontarse a los
días de la Comuna de París para encontrar otro cardenal asesinado. A
Severiano Martínez Anido, el inventor de la “ley de fugas”, no le iría
del todo mal, después de algunos leves disgustos durante la IIª
República, Franco premiaría su gloriosa hoja de servicios nombrándole
primer ministro de Orden Público de su régimen. Ascaso y Torres Escartín
fueron detenidos. También Manuel Buenacasa, que pasó “ochenta y tres días de rigurosa incomunicación” en la cárcel de Predicadores.
Ascaso consiguió fugarse de prisión y convertirse, con el paso del
tiempo, en una auténtica leyenda, en compañía de su amigo Durruti, antes
de caer frente al cuartel de Atarazanas el veinte de julio de 1936.
Torres Escartín entraría y saldría de prisión en varias ocasiones hasta
perder la razón e ingresar en un manicomio. A pesar de su enfermedad, en
1939, las autoridades franquistas decidieron que lo mejor era
fusilarlo. Y así lo hicieron. A él y a buena parte de su familia. El
cardenal Soldevila fue enterrado en el Pilar, enfrente de la capilla de
la Virgen cuya coronación había patrocinado en 1905, y allí puede
encontrarse todavía hoy su lápida. La escuela-asilo de las hermanas
paulas sigue donde el cardenal Soldevila, Torres Escartín y Ascaso la
dejaron. Hoy la calle se llama La Milagrosa y queda justo enfrente del
Hospital Clínico Universitario de Zaragoza. Me han dicho que en el patio
del recreo una placa señala el lugar del atentado. Zaragoza, la ciudad
de las dos catedrales, perdió a su cardenal y nunca lo ha vuelto a
recuperar. Dicen que el Vaticano castiga así a la ciudad que, en la
época de la muerte del cardenal Soldevila, era conocida como la “perla del sindicalismo”. Pero
la consecuencia más clara y directa, y también la de mayor
trascendencia, fue que, apenas tres meses después de la acción de Ascaso
y Torres Escartín, el general Miguel Primo de Rivera, con ayuda de
Alfonso XIII, del ejército, la Iglesia y la burguesía catalana, se hizo
con el gobierno de la nación en un golpe de estado que ponía fin al
largo periodo de la Restauración y anticipaba todo lo malo que estaba
por venir… Pero esa ya es otra historia.
http://www.bajoaragonesa.org/elagitador/el-asesinato-del-cardenal-soldevila-por-francisco-ascaso-y-rafael-torres-escartin-noventa-anos-
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