Ordenamientos jurídicos dictados por el monarca español Felipe V,
entre 1707 y 1715, para suprimir la antigua autonomía política de los
territorios de la Corona de Aragón (Cataluña, Aragón, Valencia y
Mallorca). En sentido estricto, sólo reciben el nombre de Nueva Planta los
Decretos destinados a Cataluña y Mallorca, pero, en un sentido más
amplio, se utiliza este mismo nombre para designar el conjunto de
disposiciones dictadas para la reforma constitucional de Aragón y
Valencia (y, desde 1717, también para el reino de Cerdeña).
El
siglo XVIII español constituyó, al igual que en el resto de Europa
occidental, una época de expansión y reforzamiento del poder monárquico
absolutista. Los resultados de la Guerra de Sucesión
(1701-1714) contribuyeron a acelerar el proceso de centralización y
uniformismo preconizado por la nueva dinastía reinante, según el modelo
de absolutismo desarrollado en Francia por Luis XIV, abuelo de Felipe V
de Borbón. La política puesta en marcha por el nuevo monarca alteró las
estructuras administrativas del Estado, en la línea de lograr el
proyecto de unidad nacional iniciado parcialmente con los Austrias. Este
proyecto pasaba por la liquidación de los particularismos forales que
preservaban la semiautonomía de los reinos de la Corona de Aragón. Los
Decretos de Nueva Planta constituyeron el instrumento jurídico esencial
de la reorganización constitucional de los territorios orientales, a los
que dotaron de un nuevo ordenamiento administrativo supeditado a los
intereses de la monarquía de Madrid. Ello fue resultado de la
implantación en dichos territorios del derecho castellano, más favorable
que el catalano-aragonés a las pretensiones absolutistas de la
monarquía. En efecto, el derecho foral de los reinos de la Corona de
Aragón se caracterizaba, desde tiempos medievales, por su carácter
pactista, que establecía un consenso de poder entre el rey y los
estamentos poderosos del reino, especialmente la aristocracia y el alto
clero.
La legislación contenida en la Nueva Planta cambió
radicalmente la estructura del Estado en un sentido centralista:
mediante la supresión brusca de la entidad política separada de los
territorios catalano-aragoneses, la antigua Monarquía Hispánica de los
Austrias pasó a convertirse en el Reino de España. Los Decretos
impusieron pautas uniformizadas de gobierno para todo el territorio
español, destinadas a eliminar las tendencias centrífugas de los reinos
periféricos a Castilla. Esta imposición artificial de un nuevo régimen
constitucional sólo fue posible gracias a la victoria borbónica sobre la
mayoría de partidarios que, en la Corona de Aragón, apoyaron la
candidatura del archiduque Carlos de Austria al trono de España. Por
otra parte, la coyuntura económica expansiva y el éxito general de la
ideología política absolutista facilitaron la consolidación del nuevo
régimen sin rupturas sociales violentas.
La causa inmediata de la
promulgación de los Decretos de Nueva Planta fue la necesidad de
mantener el esfuerzo de guerra en unos índices óptimos de eficacia. El
triunfo de la candidatura borbónica al trono español, tanto dentro como
fuera de España, requería el saneamiento de las finanzas del Estado (al
borde de la bancarrota a la muerte de Carlos II), mediante un aumento
significativo de los ingresos ordinarios y una mejora de la gestión de
impuestos. Según la doctrina hacendística del secretario Melchor de
Macanaz (quien desempeñó un papel esencial en la Nueva Planta de Aragón y
Valencia), esta política de optimización de recursos pasaba de manera
inevitable por la derogación de los privilegios fiscales y gubernativos
de los reinos de la Corona de Aragón, que debían contribuir en la misma
medida que Castilla al mantenimiento del Estado. Este proyecto fue
acompañado de una serie de cambios en el gobierno de Madrid, encaminados
a reforzar la administración regia, agilizar los mecanismos ejecutivos y
consolidar en el poder a los partidarios de la nueva dinastía. Así, el
10 de noviembre de 1713 se dictó el Decreto de Nueva Planta de los
Consejos, que tendió a eliminar el sistema polisinodal de la anquilosada
administración central de los Austrias.
Los Decretos de Nueva Planta en los reinos de Valencia y Aragón
La conquista borbónica de los reinos de Valencia y Aragón en
1707, tras la batalla de Almansa, dio a Felipe V la oportunidad de
imponer por la fuerza su programa de reformas administrativas de corte
absolutista. El 29 de junio de 1707, el rey dictó el primero de los
Decretos de Nueva Planta, por el que se suprimió el ordenamiento foral
de los reinos de Valencia y Aragón y se impusieron, de una sola vez, las
instituciones de gobierno y el derecho castellanos. Para su aplicación
se crearon órganos superiores de justicia en Valencia y Zaragoza, según
el modelo de las Chancillerías castellanas de Granada y Valladolid. El
texto del Decreto abolió "los fueros, privilegios, prácticas y
costumbres hasta aquí observados", utilizando para la legitimación de
tan brutal imposición el derecho de conquista. En efecto, Felipe V
acusaba a valencianos y aragoneses de haber incurrido en traición de
lesa majestad, "faltando enteramente al juramento de fidelidad que me
hicieron como a su legítimo rey y señor", por haber sostenido con las
armas la causa del archiduque Carlos. El Borbón consideraba que, por
haber incurrido en rebelión, los antiguos reinos debían perder todos sus
derechos y privilegios forales y quedar reducidos a la situación de
meras provincias de la Monarquía española. En suma, sólo el derecho de
conquista y la afirmación del poder absoluto del rey constituyeron los
referentes jurídicos de legitimidad de los Decretos de Nueva Planta. Sin
embargo, la existencia de un sector político que había apoyado la causa
borbónica durante la Guerra de Sucesión obligó a Felipe V a matizar el
texto inicial, promulgando un nuevo Decreto (29 de julio de 1707) que
confirmaba los privilegios de los partidarios felipistas de Aragón y
Valencia.
El 15 de julio de 1707 fue promulgado el Decreto por el
que se suprimieron los órganos de gobierno en los que descansaba la
autonomía política de los antiguos reinos: Cortes, Generalitat,
Virreinato, Diputación Permanente, Audiencias forales y Consejos. El
Consejo Supremo de Aragón fue abolido, pasando sus asuntos al de
Castilla, dentro del cual se formaría una cámara especial encargada de
los negocios de la Corona de Aragón. El 2 de agosto se creó la
Chancillería de Valencia y, el 7 de septiembre, la de Zaragoza. La
derogación en bloque de los órganos forales de gobierno implicaba el
problema de su sustitución por otros nuevos, según el modelo castellano,
ya que los Decretos tenían un carácter derogatorio y contemplaban
únicamente la creación de las Chancillerías. La ausencia de un proyecto
sistematizado de implantación del nuevo régimen gubernativo provocó que,
al menos hasta el final de la guerra en 1714, el gobierno de los
antiguos reinos de Valencia y Aragón se caracterizara por un fuerte
componente de improvisación y tanteo.
Pronto se hizo evidente la
imposibilidad de liquidar en bloque el derecho aragonés y de exportar
las instituciones castellanas sin su adaptación previa a la realidad de
los antiguos reinos. El 3 de abril de 1711, Felipe V dictó un nuevo
Decreto que instituyó la Real Audiencia como órgano jurídico supremo
para Aragón y Valencia. La Audiencia estaría compuesta por un regente
(para los casos de apelación) y dos salas (de lo Civil y de lo
Criminal). El Decreto creó asimismo un gobierno provisional encabezado
por el Comandante General, quien presidiría la Audiencia y se encargaría
de la gestión política, económica y gubernativa. El 3 de agosto, un
nuevo Decreto restauró el derecho privado aragonés para las causas
civiles, excepto si éstas concernían a la monarquía. El derecho civil
valenciano no fue, en cambio, restablecido. Estas disposiciones (como
ocurriría en los casos de Cataluña y Mallorca) respetaban y confirmaban
la independencia de la jurisdicción eclesiástica.
Tras un período
inicial de gestación de las nuevas instituciones, el nuevo régimen quedó
establecido sobre la autoridad suprema de un Capitán General (nombre
con el que se designó desde 1714 al anterior Comandante General),
asesorado por los letrados de la Audiencia en cuestiones administrativas
y por un Superintendente en las fiscales. La reordenación territorial y
política del espacio, tanto en Aragón como en Valencia, estuvo muy
influida por el temor de Felipe V a una nueva rebelión de los antiguos
reinos, lo que determinó el fuerte carácter militarista del régimen
gubernativo dimanado de los Decretos de Nueva Planta. El ejército
adquirió un gran protagonismo desde el momento mismo de la conquista en
1707, y tanto Felipe V como sus más cercanos consejeros consideraron la
necesidad de mantener un férreo control militar para evitar la protesta
contra las medidas centralizadoras y asegurar su cumplimiento. El
Capitán General no sólo era la principal autoridad castrense, sino
también el delegado del rey dotado de las máximas atribuciones
administrativas y de gobierno. En principio, las Chancillerías de
Zaragoza y Valencia fueron concebidas como contrapeso a los amplios
poderes del Comandante General. Los magistrados de la Audiencia (en su
mayoría castellanos) entraron a menudo en conflicto con la autoridad
militar por cuestiones de competencia, especialmente en el período de
tanteo anterior al fin de la guerra. Se trataba en realidad de un
conflicto profundo que enfrentaba al grupo de los letrados (que, en
Castilla, predominaba sobre el ejército) y el estamento militar
encarnado en los Capitanes Generales, quienes defendían un modelo de
administración castrense monopolizado por la alta oficialidad del
ejército. Finalmente, los militares obtendrían la victoria en esta
pugna, al reducirse las Chancillerías de Zaragoza y Valencia a meras
audiencias presididas por el Capitán General en los asuntos
administrativos y gubernativos. Esta fórmula diárquica, que conjugaba
administración magisterial y castrense, recibió el nombre de Real Acuerdo.
Para
administrar los recursos financieros de los antiguos reinos se creó la
Superintendencia General de Rentas, encargada, en un principio, de
imponer en Valencia y Aragón un sistema tributario equiparable al
castellano, así como de la gestión de los impuestos —sobre todo
aduaneros— que anteriormente pertenecían a la Generalitat y a la
Diputación. La Superintendencia se encargaba además del control sobre
los bienes y rentas del Real Patrimonio. Desde 1707 se realizaron
infructuosos intentos de imponer en Aragón y Valencia los impuestos
castellanos, especialmente la alcabala, los cientos y los millones. En
1713, Melchor de Macanaz
puso en marcha una reforma fiscal destinada a la imposición de un
tributo único, de carácter personal, que en teoría debía gravar
equitativamente la riqueza de los contribuyentes. Este impuesto se llamó
"equivalente" en Valencia (1715) y "única contribución" en Aragón
(1714). El sistema fiscal de la Nueva Planta introdujo importantes
modernizaciones respecto al castellano, basado en la alcabala. El
objetivo de esta reforma fue equiparar la contribución económica de
Aragón y Valencia a la de Castilla, y aliviar así la carga fiscal que
soportaba ésta, cuya economía sufría una profunda recesión. Desde 1715,
el Superintendente (que pasó a llamarse simplemente Intendente) se
ocupó, junto a sus atribuciones fiscales, del fomento de la economía y
de la gestión de obras públicas, convirtiéndose en un elemento clave del
nuevo régimen gubernativo.
Los Decretos de Nueva Planta
suprimieron la tradicional organización municipal aragonesa y
valenciana, sustituyéndola por el sistema castellano de los
corregimientos y regimientos. Los territorios de Aragón y Valencia
fueron divididos en un nuevo entramado de demarcaciones administrativas
que sustituyeron a las antiguas sobrecullidas y comunidades aragonesas y a las bailías
valencianas. Aragón fue dividido en doce corregimientos y Valencia en
diez. Los corregidores y regidores eran escogidos de entre los miembros
de la nobleza local adictos a la dinastía borbónica y solían desempeñar
su cargo con carácter vitalicio. El nuevo régimen local resultó esencial
para la imposición del modelo de gobierno instaurado en 1707, dejándose
sentir también en el ámbito local el componente militar del nuevo
régimen: los corregidores fueron, en su mayoría, altos oficiales que
ejercieron, durante y después de la guerra, un estrecho control sobre la
población.
Los Decretos de Nueva Planta en el Principado de Cataluña y el reino de Mallorca
La experiencia de la implantación de los Decretos en Aragón y
Valencia resultó decisiva a la hora de instaurar este mismo modelo en
Cataluña y Mallorca, una vez que estos territorios fueron conquistados,
en 1714 y 1715, respectivamente. La victoria borbónica se tradujo
también aquí en una total destrucción de las instituciones tradicionales
de gobierno, incluidas las de mayor tradición, como la Diputación del
General o el Consejo de Ciento.
Cataluña constituyó el principal
núcleo de resistencia antiborbónica durante la Guerra de Sucesión.
Cuando, en septiembre de 1714, fue ocupada finalmente Barcelona, el
gobierno militar procedió a liquidar de inmediato las instituciones de
autogobierno. Durante los dos años siguientes gobernó el Principado una
Real Junta Superior de Gobierno y Justicia, formada por botiflers (partidarios de los Borbones) y presidida por el secretario José Patiño.
La experiencia de la implantación de los Decretos de Nueva Planta en
Valencia y Aragón, y la sólida cohesión nacional del Principado,
determinaron al gobierno de Felipe V a no tomar medidas apresuradas que
hicieran estallar nuevamente la rebelión. La gestación de la Nueva
Planta para Cataluña (y, asimismo, para Mallorca) fue un proceso largo
que tuvo en cuenta la realidad política de estos territorios. El Consejo
de Castilla solicitó a Patiño y al consejero catalán Ametller un
informe previo sobre la medidas que era necesario adoptar para la
reforma constitucional del Principado. La "cuestión catalana" suscitó
una viva polémica en el Consejo: por una parte, Ametller preconizaba la
imposición del derecho y las instituciones castellanas en la línea dura
seguida en Aragón y Valencia, así como la abolición absoluta de la
administración foral; por otra, Patiño defendía la preservación del
derecho privado catalán en las causas civiles y la reserva de una cierta
cantidad de cargos de la Audiencia a los catalanes de nacimiento. La
decisión final, tomada por Felipe V de forma personal, se inclinó, a
grandes rasgos, por las opiniones de Patiño, cuyas propuestas fueron
aceptadas por el Consejo con pequeñas modificaciones y sirvieron de
pauta al Decreto del 9 de octubre de 1715. Éste seguía básicamente el
modelo aplicado en Aragón y Valencia, pero eliminaba las referencias a
la lesa majestad y al derecho de conquista. Como ocurrió en los casos
anteriores, la mayor parte de los artículos del Decreto hacían
referencia a la organización administrativa de los tribunales de
justicia (es decir, de la Audiencia), y contenían apenas una fórmula
esquemática de gobierno que sería desarrollada posteriormente mediante
nuevas disposiciones, como la Real Cédula de 1718 o la Nueva Planta
municipal.
El 16 de enero de 1716 se promulgó un segundo Decreto
que reordenaba por completo el régimen jurídico y político del
Principado. En lo alto de la pirámide de poder se situó el Real Acuerdo,
según la fórmula de diarquía entre la Audiencia y el Capitán General.
Éste se erigía en la principal instancia de poder dentro del Principado,
reuniendo la representación del monarca y la máxima autoridad militar
como comandante de armas. Al igual que en Aragón, en caso de conflicto
entre la Audiencia y el Capitán General, éste ejercería la superioridad
jerárquica. La Audiencia actuaría como organismo supremo de Justicia.
Sus miembros, así como los oficiales ordinarios de la administración de
justicia, fueron en su mayoría castellanos, ya que el nuevo régimen de
provisión de cargos abolió las antiguas prohibiciones de extranjería.
Ello produjo la entrada masiva de castellanos en la administración civil
y militar del Principado. Cataluña conservó su derecho privado en las
causas civiles instruidas por la Audiencia, en tanto que su derecho
penal fue sustituido por el castellano. Fueron suprimidas las Cortes
catalanas y, en su lugar, un reducido número de ciudades (Barcelona,
Girona, Lleida, Tortosa y Cervera) recibieron el derecho de participar
en las Cortes de Castilla. Quedó abolido asimismo el sistema militar de
los somatenes,
"so pena de ser tratados como sediciosos". Entre las escasas
instituciones forales que sobrevivieron a la Nueva Planta, destacaron el
Notario Público de Barcelona y el Consulado del Mar, el cual perdió
buena parte de su antigua independencia financiera. Un Intendente asumió
las atribuciones hacendísticas y de fomento, según el modelo aragonés y
valenciano.
La Nueva Planta municipal importó el régimen local de los corregimientos castellanos, que se superpuso a la antigua red de veguerías.
El Principado se dividió en doce corregimientos. Pese a que el informe
preliminar de Ametller y Patiño aconsejó que no fueran militares quienes
ocuparan los corregimientos, en 1718 Felipe V decidió que el gobierno
municipal se reservara a los altos oficiales encargados del mando
militar de las poblaciones importantes, como garantía del mantenimiento
del orden público. Los corregidores ejercían su autoridad sobre el
gobierno local de los ayuntamientos, presididos por regidores.
Únicamente se preservaron algunos cargos subalternos anteriores que no
entraban en contradicción con la nueva administración local. El
ayuntamiento de Barcelona fue encomendado a 24 regidores. Tanto en
Barcelona como en las principales ciudades, los regidores eran
vitalicios y nombrados directamente por el Consejo de Castilla. En el
resto de las ciudades y villas, el cargo solía ser anual y por
designación de la Real Audiencia (raramente por elección).
Desaparecieron así los antiguos concejos comunales y fueron prohibidas
las reuniones públicas sin la presencia o autorización de un oficial
regio. El nuevo régimen produjo la militarización de la administración
de Cataluña incluso en mayor medida que en los casos de Valencia y
Aragón, dada la mayor virulencia de la resistencia demostrada por los
catalanes durante la Guerra de Sucesión. La presencia permanente de un
poderoso ejército realista en territorio catalán y la fortificación de
fronteras y costas contribuyeron a reforzar el carácter castrense del
nuevo gobierno del Principado, carácter que pervivió hasta el período de
la Guerra de la Independencia.
La Nueva Planta introdujo además
severas medidas de represión cultural, como la imposición del castellano
como lengua oficial en la administración y en la enseñanza laica y
religiosa, según el ejemplo de la actuación de Luis XIV tras la anexión
del Rosellón por parte de Francia. El Decreto afectó también a las
universidades catalanas, que fueron suprimidas y reemplazadas por una
nueva universidad, auspiciada por la monarquía y ubicada en Cervera.
El
método de elaboración del Decreto de Nueva Planta para Cataluña se tomó
como modelo para la redacción del aplicado en Mallorca. Éste fue
promulgado el 28 de noviembre de 1715, tras un estudio en el que
intervinieron el Consejo de Castilla y una Junta especial nombrada a tal
efecto. Pese a que Luis XIV recomendó el mantenimiento de las
instituciones propias de la isla, el Decreto filipino sólo las conservó
parcialmente, manteniendo algunos organismos forales que serían
definitivamente abolidos en 1717-1718. Asimismo, el caballero D'Asfeld,
comandante de las tropas borbónicas en la conquista del antiguo reino,
recomendó que no se impusiera el uso del castellano en los
procedimientos judiciales, ya que casi nadie en aquella tierra
comprendía esta lengua. Esta recomendación no fue atendida, y la
Audiencia se instauró según el modelo aplicado en Barcelona, excepto en
el hecho de que su número de magistrados era menor (contaba con cinco
letrados, de los cuales los dos de más reciente nombramiento se
encargaban de las causas penales). Entre 1716 y 1718, el nuevo régimen
gubernativo de Mallorca se completó con una serie de disposiciones y
Decretos en la misma línea de centralización utilizada en el resto de
los antiguos territorios de la Corona de Aragón.
Conclusiones
El programa inicial de Felipe V y sus consejeros más cercanos
consistía en exportar en su totalidad el modelo castellano de
administración a los reinos orientales. Sin embargo, la conflictiva
realidad de estos territorios dificultó la implantación automática del
nuevo modelo legislativo e hizo imposible su asimilación política y
cultural a la Corona de Castilla. La evolución de la Nueva Planta tendió
a modificar el proyecto inicial, férreamente centralista, en el sentido
de una presencia más atenuada del poder regio de vocación castellanista
en los antiguos reinos. En esta evolución, el régimen impuesto por la
Nueva Planta se apartó en dos rasgos fundamentales del modelo
castellano: primero, en el poder supremo del ejército, tanto en el
gobierno como en la administración territorial, y, segundo, en un
régimen fiscal novedoso adaptado a las nuevas necesidades de la
monarquía borbónica.
Pese a tener su origen en el derecho de
conquista esgrimido por la monarquía de Felipe V, los Capitanes
Generales constituyeron una autoridad sólida, raramente contestada.
Encarnaban el poder supremo a semejanza de los antiguos virreyes y
pertenecían, como éstos, a los principales linajes aristocráticos, con
la diferencia de que eran además miembros de la más alta jerarquía
militar. En el ámbito local, el corregimiento de carácter castrense se
mantuvo hasta el final del Antiguo Régimen, debido a que la preocupación
de la monarquía por el mantenimiento del orden fue constante, aún mucho
tiempo después de finalizada la Guerra de Sucesión. En el transcurso
del siglo XVIII, el carácter militar de las instituciones civiles se
acentuaría tanto en los territorios de Nueva Planta como en Castilla,
donde un decreto de 1808 sometió a las Audiencias (incluidas las
Chancillerías de Valladolid y Granada) a la autoridad del capitán
general de la provincia. Este carácter militar afectó igualmente a los
intendentes de hacienda, cuyo reclutamiento se hizo mayoritariamente
entre los comisarios de guerra.
En cuanto a la implantación de un
nuevo régimen fiscal, los Decretos no incluyeron en ningún caso
ordenamientos para su reforma, que fue consecuencia de la aplicación de
la Nueva Planta. El nuevo régimen fiscal puso en marcha un proyecto de
renovación que, en caso de tener éxito, se pensaba imponer también en
Castilla (si bien ello resultó imposible debido a la resistencia
enconada que presentaron las oligarquías castellanas). El nuevo modelo
fiscal gravaba las propiedades rústicas y urbanas y las hipotecas con un
10% sobre el valor de tasación, e imponía además un tributo personal
(del que estaba exenta la nobleza) sobre las rentas derivadas del
trabajo personal y los beneficios del comercio y de la industria
manufacturera. Este impuesto recibió el nombre de "catastro" en
Cataluña, "equivalente" en Valencia, "talla" en Mallorca y "única
contribución" en Aragón. Este modelo tenía un carácter más moderno que
el utilizado desde tiempos medievales en Castilla, pues se basaba en la
riqueza real de los contribuyentes. El mantenimiento sin subidas de las
tasas que debía recaudarse en cada reino, en un contexto de crecimiento
económico sostenido a lo largo del siglo, facilitó su aceptación por
parte de la población.
El objetivo de la Nueva Planta fue acabar
con la tradicional autonomía de los reinos históricos orientales, según
el programa absolutista de la monarquía borbónica importado desde
Francia. En virtud de los Decretos, España se convirtió en un estado
centralizado, con el sacrificio de la autonomía política de los reinos
periféricos a Castilla. Aunque los logros prácticos de la nueva
organización administrativa fueron menores de lo que pretendía el
proyecto inicial, la destrucción de la autonomía de la Corona
catalano-aragonesa marcó la verdadera ruptura entre la España de los
Austrias y la de los Borbones. Las pretensiones de castellanización de
los territorios orientales se produjeron en un momento en que la
hegemonía demográfica y económica de Castilla era cosa del pasado. La
imposición totalitaria de un gobierno centralizado a la manera
castellana sobre las regiones más ricas y dinámicas de España habría de
marcar una profunda quiebra en el proyecto absolutista de la monarquía
borbónica. De resultas de ello se creó una estructura jurídica y
administrativa artificial en los territorios orientales, que
obstaculizaría continuamente el desarrollo político del país. Según ha
señalado Elliott, durante los dos siglos siguientes el poder económico
(representado especialmente por Cataluña) y el político (con sede en
Madrid) permanecieron disociados, perpetuándose la polaridad entre
centro y periferia. Lejos de eliminar los particularismos históricos de
los antiguos territorios de la Corona de Aragón, los Decretos de Nueva
Planta favorecieron el desarrollo de un sentimiento nacionalista
contrario a la imposiciones centralistas, que ha sobrevivido hasta
nuestros días.
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